Una nerviosa y malhumorada Sofía la llamó por teléfono, poniendo punto y final a su indecisión. Le dijo que una de sus amigas había mencionado que Pedro no estaría en Londres para el cumpleaños de su hija. Y el cumpleaños tendría lugar tres días más tarde.
—Tienes que hacer algo rápidamente, lo prometiste —dijo Sofía, simulando estar tristísima, aunque en realidad, lo que sentía era rabia—. Ay, Dolores, me siento tan infeliz —sollozó.
—En cuanto llegue a la tienda —prometió Dolores, la cual sintió que no le quedaba más opción.
Ni se molestó en dar los buenos días al entrar a la tienda. No le gustaban las cosas desagradables y cuanto antes acabara con aquello, mejor.
—Tengo que despedirte —le dijo a Paula—. No hay suficiente trabajo para tí, y además, necesito la habitación del fondo. Puedes irte esta noche, en cuanto acabes de hacer la maleta. Deja tus cosas, las vendrás a buscar más tarde. Te pagaré, por supuesto.
—¿Qué he hecho? —preguntó Paula con voz ahogada, colocando en el estante el hada que desembalaba.
—Nada. Ya te lo he dicho: Quiero la habitación y no te necesito en la tienda —apartó la mirada—. Puedes volver con tu tía, y si quieres trabajo, hay muchos empleos antes de Navidad.
Paula no dijo nada. ¿De qué le valdría? Sería inútil decirle que su tía seguía fuera y que había recibido una tarjeta de Antonio pidiéndole que no fuese al pueblo el domingo porque se marchaban fuera diez días.
—Y no vale la pena que digas nada —dijo Dolores abruptamente—. Ya lo he decidido y no quiero oír ni una palabra del tema.
Se fue a la pastelería a tomar su café y al volver, le dijo a Paula que podía tomarse una hora libre para recoger sus cosas. Paula sacó su maleta y comenzó a llenarla. No tenía ni idea de adonde ir. Le alcanzaba el dinero para pagar una pensión, pero ¿Aceptarían a sus animales? No tendría mucho tiempo de buscar nada una vez que saliese de la tienda, a las cinco. Deshizo la cama, metió la comida que le quedaba en una caja y volvió a la tienda. Cuando dieron las cinco, Dolores seguía en la tienda. Le dió a Paula el salario de una semana, le dijo que podía dar su nombre si alguien le pedía referencias y volvió a sentarse tras el mostrador.
—No te entretengas —le dijo—. Quiero irme a casa.
Pero Paula no estaba dispuesta a apresurarse. Le dió de comer a sus animales, se lavó y merendó, porque no estaba segura de cuando podría volver a comer. Luego se puso el abrigo nuevo, tomó a Marc de la correa, la cesta de Félix, su maleta y salió. No dijo nada. «Buenas noches» hubiese sido una burla. Cerró la puerta tras de sí, levantó la maleta y tras saludar con la mano a la chica de la pastelería, partió a buen paso. Si pudiese encontrar algo hasta que volviesen Antonio y su mujer... Anduvo por calles laterales, porque en el centro seguro que no encontraría nada barato, y finalmente encontró un sitio, deprimente y sucio, pero donde la dejaron quedarse con sus animales a condición de que se los llevase durante el día. Salió a comer y cuando volvió se lavó, se limpió los dientes, se puso el camisón y se metió en la cama. Estaba demasiado cansada para pensar, así que cerró los ojos y se durmió. A la mañana siguiente se levantó pronto y salió con los dos animales, pero a mediodía había comprobado que sería difícil encontrar un trabajo donde se pudiese llevar a Félix y Marc. Compró un cartón de leche y un bocadillo de jamón y encontró un rincón tranquilo junto a St. Mary's, donde se sentó a darles de comer a los animales la lata que les había llevado. Luego sacó a Félix para que explorase los canteros. El animal pronto volvió a acomodarse en su cesta. La tarde fue tan decepcionante como la mañana y lo mismo sucedió con el día siguiente. El tercer día, cuando tomaba el desayuno, lo informaron de que tenía que dejar la habitación libre, que habían hecho la vista gorda un par de días, pero que los animales no gustaban a otros huéspedes.
Era una mañana hermosa pero fría. Paula se sentó en el parque a pensar. No podía volver a su casa; ya se había escapado una vez y quizá no resultase tan fácil otra vez. Y nada la haría abandonar a Marc y a Félix. Tenía que esperar ocho días hasta que volviese Antonio. Y aunque fuese muy frugal, no le alcanzaría el dinero para pagar un alojamiento durante ese tiempo. Compró el periódico y miró los anuncios. Después de marcar los más interesantes, se levantó para ir a verlos, pero con la maleta y la cesta de Félix resultaba un poco cansado. La rechazaron en todas partes, sin maldad, pero con una indiferencia dolorosa.
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