jueves, 10 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 4

 Paula lo llevó hasta el porche de atrás y Pedro comprobó que, efectivamente, había tal lío de ramas secas que no se podía ver la playa. No sabía cuánto tendría que cortar para ver el acantilado o dónde empezaban los escalones que llevaban a la playa. Si había una playa detrás de todo aquello.


-Bonitos helechos -bromeó entonces, señalando unas macetas llenas de helechos secos.


-Venían con la casa. Pero habrás visto que lo mío no es precisamente la jardinería.


-Sí, me he dado cuenta. A lo mejor es una maldición.


Paula sonrió. Sus ojos brillaron, sus mejillas se llenaron de color e incluso mostró los dientes, blanquísimos. Los tenía un poquito hacia delante y eso le daba un aspecto algo infantil. Que a Pedro siempre le hubiera gustado ese detalle en una mujer no le pasó desapercibido.


-Puede que tengas razón -dijo ella entonces, los dientecillos desapareciendo tristemente cuando volvió a ponerse seria-. Espero que tú sepas algo de jardinería.


-Sí, claro. Soy un genio cortando malas hierbas -respondió Pedro, bajando los escalones del porche para tocar la maleza-. Pero ahora ha llegado el momento de hacer realidad mi sueño... de usar un machete.


-Me parece muy bien. Y me alegro de poder hacer realidad tu sueño.


¿Cuánto tiempo crees que tardarás?


-No lo sé, me haré una idea al final del día.


-Muy bien. Entonces te dejo -dijo Paula-. Hay un cobertizo al otro lado de la casa. Supongo que allí habrá herramientas de algún tipo... aunque no creo que encuentres un machete.


-¿Ni machete ni pértiga? ¿Cómo has podido sobrevivir aquí? -bromeó Pedro.


-Con una tremenda cantidad de café -contestó ella, pestañeando.


Pedro estaba seguro de que intentaba decidir si quería tenerlo por allí o no. Pero al verla sonreír de nuevo decidió que sí, lo quería. Luego, sin decir una palabra más, Paula Chaves volvió a la casa, llevándose con ella sus largas piernas y sus largas pestañas y dejándolo solo con su imaginación. 




Unas horas después, Paula miró su taza de café jamaicano y descubrió que se había manchado de pintura. Suspirando, la llevó a la cocina y, después de dejarla en el fregadero, encendió la cafetera. Mientras esperaba, apoyó la espalda en la encimera y estiró el cuello. Le dolía el tendón sobre el hombro derecho. Si estuviera en Melbourne iría a Maurice para que le diese un masaje. Pero cuando estaba en Melbourne tenía dinero para pagar masajes. Allí, con la cuenta corriente casi a cero y sin saber si podría pagar el recibo mensual de la hipoteca, tendría que conformarse con una bolsa de hielo. Se volvió al oír ruido entre la maleza. Al principio pensó que sería Smiley explorando y luego recordó al extraño, a Pedro. Se volvió y, de puntillas, miró por la ventana de la cocina. Pero debía de haberse ido a otro lado de la casa. Cuando encontró el nombre de Pedro Alfonso en la guía de teléfonos de Portsea había esperado que fuera un hombre mayor, jubilado, que buscaba ganar algún dinero extra. Y había esperado que, después de echar un primer vistazo a aquella jungla, saliera corriendo. Había estado preparada para esa eventualidad, preparada para entender eso como otra señal de que su experimento de vivir en la playa había terminado. Las otras señales eran la falta de dinero, no ser capaz de pintar nada que tuviera sentido y no haber visto ni la mínima señal de que aquel sitio fuera para ella. Para lo que no estaba preparada era para ese Pedro Alfonso. Le había sorprendido que apareciera el día que había dicho y que fuese... como era. Un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo oscuro, un poco despeinado, y unos ojos pardos vibrantes de alegría. Era alto, ancho de hombros y parecía gozar de muy buena salud. Además, tenía una de esas sonrisas que puede derretir el corazón de cualquier chica. Y luego la había sorprendido mirando la maleza que envolvía su casa... y diciendo que podía hacer algo. Ver aquel muro de treinta metros cubierto de madreselva, helechos y hiedra habría hecho que cualquier otra persona saliera corriendo. El pobre debía de estar desesperado por ganar algo de dinero. 

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