jueves, 10 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 2

 El estudio estaba vacío. No había muebles, ni cuadros. Nada. Bueno, había un cable de teléfono, una lata de pintura, un paño gris en el suelo, varias estructuras planas cubiertas con tela, una vieja mesa llena de brochas y un caballete con una tela cuadrada pintada en varios tonos de azul. Y, delante de todo eso, sin zapatos, en vaqueros, con una camiseta manchada de pintura y una bandana azul cubriendo su pelo rubio estaba la señora en cuestión.


-¿Señora Chaves?


Ella se dio la vuelta a tal velocidad que una gota de pintura roja cayó sobre la tela del cuadro.


-¡Qué susto! -exclamó. Tenía la voz ronca, la cara colorada y los ojos brillantes.


«Vaya, vaya», pensó Pedro. «Es mi día de suerte». Porque Lady Chaves era un bombón. Ojalá su primo Ariel estuviera allí. Le daría un codazo en las costillas y le diría: «Ésta es la razón por la que nunca te olvidas de una damisela en apuros».


-¿Quién cuernos es usted? -preguntó ella, que no parecía tan impresionada como Pedro. Aunque aún había tiempo-. ¿Y qué está haciendo en mi casa?


Para Pedro era evidente lo que hacía allí, ya que llevaba un cinturón lleno de herramientas. Pero la señora lo apuntaba con la brocha como si fuera un arma, así que decidió contestar:


-Soy Pedro Alfonso, su amistoso vecino manitas -contestó, para que no le tirase la brocha como una jabalina. Y luego sonrió, con esa sonrisa que lo había sacado de tantos apuros, y abrió los brazos para demostrar que no era un peligro-. Me llamó usted hace unos días para ver si podía venir a arreglarle... algo.


La mujer parpadeó. Varias veces. Largas pestañas moviéndose sobre sus altos pómulos... Unas pestañas larguísimas, pensó, especialmente para una mujer que seguía mirándolo con tanta desconfianza. Luego bajó la mirada hasta el cinturón.


-Ah, ya.


Pedro respiró profundamente. Se había dejado afectar por las hermanas Barclay hasta el punto de pensar que aquella chica era una loca simplemente porque no había pasado por el establecimiento de esas dos cotillas.  Por el momento, lo único malo eran unas manchas rojas en el cuadro. Por ahora, sólo parecía un poquito antisocial. Y, desde luego, nada impresionada con él.


-Pedro Alfonso, el manitas -repitió.


-Ah, bueno -ella movió inconscientemente la brocha entre sus dedos como si fuera el bastón de una majorette antes de volverse hacia la mesa de trabajo para meterla en un bote con aguarrás.


Luego volvió a mirar el cuadro y, al ver la mancha roja, soltó una palabrota. No, no parecía la clase de persona que se cortaba sólo porque tuviera compañía.


Pedro tuvo que sonreír. Si las hermanas Barclay la oyesen, dejarían de llamarla «Lady» enseguida. Caminaba con la elegancia natural de una bailarina de ballet. Su piel era casi transparente y la ropa le colgaba como si acabara de perder peso. Y era muy alta, más de metro setenta ocho. Se estiró todo lo que pudo para compensar. Él medía metro ochenta y cinco, pero por si acaso. Los ojos de la mujer eran grises, pero tenían unos puntitos azules, casi del mismo tono que los brochazos del cuadro. Entonces se quitó la bandana del pelo. Fue un movimiento rápido, no hecho para impresionar a un hombre, pero a Pedro lo impresionó. De hecho, esa sacudida de pelo le pareció muy excitante. Pero quizá había sido un gesto premeditado; quizá eso era lo que le gustaba: llamar a trabajadores locales para darse un revolcón rápido... y tirarlos luego por el precipicio que había detrás de su casa, como una mantis religiosa. Quizá sus infrecuentes viajes al pueblo eran sólo para comprar palas y cal viva.


Paula Chaves se dirigió a la cocina del estudio y, a pesar de sus absurdas sospechas, Tom la siguió. No había plantas, ni objetos de decoración, ni imanes en la nevera, ni las cosas que uno encuentranormalmente en una cocina. Según las hermanas Barclay, Paula Chaves llevaba meses viviendo allí, pero nadie lo diría. En cualquier caso, y aunque a él le gustaba cotillear en las casas de losdemás como a todo el mundo, si no le decía en diez segundos por qué lo había llamado, se marcharía con viento fresco. Hacía un día maravilloso para pescar y seguro que los peces estaban deseando morder el anzuelo...


-¿Qué quiere que haga, señora Chaves? 

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