Aunque también era un error pensar que todo iba a salir mal. ¿Por qué? ¿Por qué no podía tener esperanzas? ¿Por qué no podía ser positiva? Paula decidió comprar el estéreo y olvidarse de todo lo demás. Una hora después, un poco mareada por el dinero que había gastado, se dirigió al Torrento Sea Captain, un pub en el primer piso de un hotel frente a la playa. Era temprano y había comido más de lo normal, pero la idea de tomar unas patatas y una cerveza fría le resultaba muy apetecible. De modo que estacionó el jeep y entró en el pub, que estaba lleno de jubilados. También vió algunas caras que le resultaban familiares de sus raros paseos por el pueblo. Incluso la saludaron amablemente varias personas, lo cual le hizo lamentar lo poco sociable que se había mostrado desde que llegó allí. En la puerta, sintió como si todo el mundo la mirase. El estruendo del pub, el crujido de las sillas, el choque de las bolas de billar y las risas de fondo eran casi abrumadores, acostumbrada como estaba al silencio. La alegría que sentía empezó a convertirse en un dolor de cabeza. Quizá era demasiado... o demasiado pronto. Quizá se estaba engañando a sí misma al pensar que podía relajarse, ser feliz. Quizá debería volver a casa y ponerse a pintar...
-¿Mesa para uno? -le preguntó una joven con un delantal y un chicle en la boca.
¿Mesa para uno? Paula no recordaba cuándo fue la última vez que comió sola en un restaurante. Pero ésa era otra costumbre que había que cambiar.
-¿Señorita?
-¡Sí, por favor! -sonrió Paula entonces, entusiasmada.
La joven la miró como si estuviera loca. Pero hasta eso le pareció gracioso.
El olor a pescadito frito que salía del pub llamó la atención de Pedro, que estaba dando un paseo por el pueblo. Miró hacia el interior distraídamente... y se detuvo de golpe al ver a Paula. Estaba sola y, por su expresión concentrada, la carta del pub debía de estar escrita en sánscrito. Considerando el día que había tenido, un día en el que ir de pesca, leer una novela de Dick Francis tumbado en su hamaca, correr diez kilómetros y jugar a la Playstation con las niñas de Ariel no había conseguido relajarlo ni siquiera un poco, sabía que debería seguir adelante. Incluso había ido a Sorrento a buscar trabajo para olvidarse del jardín de ella. Para olvidarse de sus tentadores labios, de sus ojos. Y del hecho de que, a pesar de ser dos personas decentes, habían estado a punto de engañar a su marido. De modo que podía entrar, saludarla y luego decirle adiós. La semana siguiente pasaría rápido y después de eso seguirían adelante con sus vidas. Por separado. Pedro casi se convenció a sí mismo de que el repentino agujero que sentía en el estómago era de hambre.
-Hola.
Paula levantó la cabeza.
-¿Qué haces aquí? Pensé que estarías pescando -dijo, sorprendida. .
-He pescado esta mañana. ¿Has pedido ya? -preguntó Pedro, tomando una carta de la mesa de al lado. ¿No iba a saludarla y despedirse después?
-Ah, no. Llevo aquí veinte minutos y creo que se han olvidado de mí.
-Porque hay que pedir en la barra.
-¿En la barra? Pero la chica... en fin, ¿Te importa vigilar mi bolso mientras pido?
-No, no.
Paula sacó el monedero del bolso y se levantó para ir a la barra.
-Y ya que vas, pídeme un pescadito frito con patatas -dijo Pedro entonces.
-¿Vas a quedarte a cenar?
-Pues sí, gracias. Me encantaría.
¿Qué estaba haciendo?
-Muy bien, yo tomaré lo mismo -sonrió Paula.
-Ah, esta noche estás desconocida. Cenar en el pueblo, ir sin manchas de pintura por la vida. Casi no te conozco.
-Me conoces perfectamente -replicó ella, arrugando el ceño-. Bueno, voy a pedir...
-Sí, sí.
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