jueves, 10 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 1

 Pedro Alfonso cerró la puerta de su vieja camioneta de golpe, sin molestarse en usar la llave. No porque no le importase que se la robaran o porque en aquella zona residencial hubiera una empresa de vigilancia, sino porque no le hacía ninguna falta. Los buenos ciudadanos de Portsea robaban con sus facturas como médicos, abogados o estrellas de fútbol, de modo que no necesitaban apropiarse de un viejo cacharro. Portsea era la zona de las vallas altas y las casas con pistas de tenis y piscinas diseñadas por famosos arquitectos.


Se colocó el cinturón de herramientas sobre las caderas, se echó una funda de almohada llena de trapos al hombro y atravesó la entrada de una de esas casas, con el nombre Belvedere grabado a fuego sobre una columna de madera. Desde la entrada vió una pared blanca y un tejado gris, una combinación típica en las casas de verano de la zona. Lo raro era que, al contrario que otras propiedades en Portsea, Belvedere no tenía la hierba perfectamente recortada. De hecho, no estaba recortada en absoluto. A través de la maleza vió una casa que parecía construida unos cincuenta años antes... por cinco arquitectos con visiones incompatibles. Tenía al menos tres pisos, pero cada uno construido de una forma. La mayoría de las persianas estaban cerradas y, por el óxido de los goznes, seguramente muchas no habían sido abiertas en siglos. El resto estaba escondido detrás de arbustos que llevaban años sin ser cortados. Si el Ayuntamiento de Sorrento lo supiera, algún representante aparecería por allí en cinco minutos exigiendo la inmediata reforma de la casa para que la zona no perdiese de valor. Las casas de Portsea estaban vacías la mayoría del año y no hacía falta más que cortar la hierba de vez en cuando. Como el «manitas» que era, sólo hacía trabajos de ese estilo. Pero aquel sitio... le haría falta una buena mano de pintura. Y el jardín... no sabría ni por dónde empezar. Era el sueño de cualquier jardinero. Y le diría todo eso a «Lady Chaves» en cuanto la encontrase. 


Pedro sonrió. Lady Chaves. Así era como las hermanas Barclay, las dos mujeres más viejas de Portsea, la llamaban porque aún no se había dignado a frecuentar su establecimiento. Él tampoco la conocía, aunque la había visto conduciendo por Sorrento en un jeep negro, con enormes gafas de sol y una coleta, agarrándose al volante como si le fuera la vida en ello. Y cuando tuvo que decidirse entre trabajar para esa mujer o ir a pescar estuvo a punto de decirle que no. Pero, al final, no pudo hacerlo. Podía imaginar a su primo Ariel riéndose de él porque hubiera considerado siquiera la idea de abandonar a una damisela en apuros. Ariel parecía creer que tenía una especie de complejo de caballero andante. Mirando al suelo para no tropezar con las raíces y agachando la cabeza para no darse con las ramas, se detuvo al ver una fantástica puerta doble de madera labrada. Una de las hojas estaba abierta, pero guardada por un perro marrón de buen tamaño y expresión seria. En el collar llevaba una placa que decía Smiley.


-Smiley, ¿Eh?


El perro levantó la cabeza y parpadeó.


-¿La señora de la casa está por aquí?


Un estruendo, seguido de una serie de palabrotas muy poco adecuadas para una «lady», le dijo que la señora de la casa sí estaba por allí.


-¡Hola! -la llamó. 


Pero no hubo respuesta. Como no encontraba el timbre, Pedro pasó por encima del melancólico perro y entró en la casa. Lo primero que vió fue una mancha oscura en la pared, la evidencia de que allí había habido un cuadro; un banco de madera cubierto de moho y de correo sin abrir y un helecho medio seco en una maceta. Escuchó otra palabrota, ésta más suave que la anterior, y siguió el sonido de la voz femenina hasta llegar a una enorme habitación con suelos de madera que necesitaban un inmediato barnizado, pero con mucha luz porque no había cortinas en las ventanas. Desde allí, podía verse una panorámica fabulosa de Port Phillip Bay. No podía dejar de imaginar lo que haría con aquel sitio si pudiera. Durante el verano, con una cuenta inagotable en el banco, con su viejo equipo de trabajo al lado y una máquina del tiempo que lo llevase diez años atrás... 

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