martes, 15 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 8

 -Muy bien. ¿Quieres un café?


-Sí, claro.


-¿Has podido hacer un presupuesto?


Se pusieron de acuerdo en un tiempo, dos semanas, y en un precio que a los dos les pareció conveniente. Pedro notó que Paula abría mucho los ojos... aunque enseguida sacó una chequera del cajón.


-¿Qué tal si dejamos eso para el último día? Yo creo que así las relaciones profesionales funcionan mejor.


-¿Por qué?


-Porque así tú me tratarás como a un amigo que te está echando una mano.


-Si estás seguro de que lo prefieres así...


-Sí, claro. Después de hacer el trabajo, intercambiaremos discretamente un sobre y un apretón de manos antes de salir a cenar o a jugar a los bolos.


Paula volvió a abrir muchos los ojos. ¿Pensaba que estaba intentando ligar con ella? Pedro se preguntó qué diría si la invitase a cenar directamente. Quizá una cena en su casa con otra pareja... Ariel y Carla siempre resultaban divertidos... cuando uno conseguía separarlos de sus cinco hijas. Una cosa peluda rozó sus pies entonces.


-Smiley, venga -lo regañó Paula. Pero Smiley no era tonto. Y podía hacerse el sordo como el mejor-. Lo siento. Podrías intentar darle un empujoncito...


Pero Smiley apoyó la cabeza y las patas delanteras sobre la bota de Pedro, lanzando un suspiro de felicidad.


-Lo siento -volvió a disculparse Paula-. Es que se pasa la mitad del día sobre mis pies. Tiene un aspecto un poco tristón, pero la verdad es quees un cielo de perro.


-No pasa nada.


Quizá invitarla a cenar no sería tan mala idea, pensó. Pero sin carabinas. Con velas, a la luz de la luna. En el porche de su casa. Calamares frescos, carne a la barbacoa... y una cerveza fría. O varias.


Paula se acercó para inclinarse sobre Smiley.


-Quítate de ahí, pesado -intentó animarlo. 


Pedro tragó saliva. Tan cerca, no tenía duda sobre cuál era su perfume. Pero aquella mujer no era para él, pensó luego. Era una chica urbana, sofisticada, escéptica. Lo sabía bien, pero... ojalá sus impulsos fueran igualmente racionales. Pedro se tomó el café de un trago y se acercó luego a la cocina para dejar la taza en el fregadero.


-¿A qué hora quieres comer? -le preguntó Paula.


-Cuando comas tú -contestó él.


Mientras bajaba al jardín, no miró hacia atrás. No hacía falta. Podía sentir los ojos grises clavados en su espalda. El cuadro de Paula no iba a ninguna parte. Y, considerando que se había pasado el día intentando hacer algo, eso era muy deprimente. Cierto, no había pintado un paisaje en años; su talento estaba más bien en los retratos desde la primera vez que pintó uno para su padre, cuando tenía siete años, y hasta que empezó a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Pero cuando llegó a Portsea no podía dejar de recordar ciertas caras que no tenía intención alguna de pintar. De modo que decidió probar algo nuevo, algo seguro: paisajes. Pero, por el momento, todos habían tenido el impacto emocional de una maceta.


Enfadada consigo misma y sin saber qué hacer, salió al porche. Pedro estaba sentado en el suelo, afilando unas tijeras de podar. Tan tranquilo. El ruido de la piedra se mezclaba con el sonido del estéreo que tenía a su lado. Ojalá ella pudiera estar tan tranquila, pensó Paula. Lo había intentado, de verdad. Había salido a cenar con las chicas, hacía tai chi en el trozo de jardín que no parecía una selva. Pero después, lo único que le apetecía era ponerse a gritar para aliviar la tensión. Florencia había sugerido que la culpa la tenía su padre y que la hipnoterapia podría ayudarla. Paula estaba segura de que el problema era que necesitaba las magdalenas de cereza y chocolate blanco que solía comprar en un café al lado de su casa, en Melbourne. Pero allí estaba Pedro, un tipo de Sidney con la parsimonia y la tranquilidad que ella no lograría nunca, ni siquiera después de un millón de años haciendo tai chi. ¿Cómo había logrado esa tranquilidad? Melbourne era una ciudad estresante, pero Sidney lo era diez veces más. A menos, claro, que siempre hubiera sido así, un tipo tranquilo. 

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