jueves, 17 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 10

 -Una vez alguien me dijo que no hay nada como una fecha tope para encontrar la inspiración.


Paula sonrió y volvió a la casa canturreando la canción que sonaba en el estéreo.


-No sé por qué le das tantas vueltas. Es genial.


Paula parpadeó de nuevo al ver que Pedro se dirigía hacia ella con una taza de café en la mano.


-¿Perdona?


-El gran azul. Yo creo que el cuadro va estupendamente. De verdad me gusta... sí, éste va a quedar muy bien en la pared de mi cuarto de baño.


Paula rió y tosió a la vez.


-Si de verdad piensas poner mi cuadro en el baño de tu casa, Pedro Alfonso, no hay trato.


-Muy bien, de acuerdo. Aunque allí lo disfrutaría más gente que en cualquier otro sitio de la casa.


-En realidad, me alegro de que mi agente no vaya a ver éste.


-¿Tienes un agente?


-¿No sabías que tengo talento? -bromeó ella.


-Perdón, perdón. Claro que sí. Pero es que vienen pintores aquí todo el tiempo... En verano pintan la playa, el puerto... ya sabes. Pero no son profesionales -sonrió Pedro-. O sea, que has vendido cuadros.


-Sí, claro -contestó Paula, jugando con la brocha como había hecho el primer día, como si fuera un bastón de majorette.


-Tienes que enseñarme a hacer eso.


-Es fácil.


-No creas, para mí es físicamente imposible. No puedo mover los dedos tan rápido.


-Tonterías -dijo ella, colocando la brocha entre sus dedos-. Sólo tienes que girarla así... ¿Ves?


Después de girarla, lanzó la brocha al aire y la atrapó por la espalda.


-¡Pero bueno...! Veo que muchas horas libres producen formas de arte que no tienen nada que ver con la pintura.


-Desde luego -rió Paula. 


-Bueno, me voy. Ya he terminado por hoy.


-Hasta mañana.


-Y no discutas, pero mañana invito yo a comer.


-¿Quién está discutiendo?


Cuando Pedro salió del estudio, Paula respiró profundamente. No se había percatado de que, desde que él entró, no había respirado del todo. Pero ni su taza vacía de café ni la brocha eran la razón por la que pensaba en él cuando se iba a dormir. 




Pedro iba girando las llaves entre los dedos mientras se acercaba a la puerta de su casa. Y luego se dió una vueltecita que habría hecho morirse de envidia al mismísimo John Travolta. Una vez dentro, tiró las llaves en una bandeja de madera sobre la antigua mesa del pasillo e, inmediatamente, pensó en el banco de madera que hacía de mesa en la cocina de Paula. Paula. Una mujer muy interesante. Lista, rápida. Profunda como un pozo. Y divertida. Lo último que habría esperado de ella era que fuese divertida. Entró en el salón, con su sofá de cuero oscuro, las mesas de caoba, los brillantes suelos de madera y su colección de arte. Muy diferente del estudio de ella, sí. Ya no vivía en una exclusiva zona de Sidney y ahora trabajaba como manitas en lugar de ser el presidente de una multimillonaria empresa de restauración, pero eso no significaba que no pudiera rodearse de cosas hermosas.


-Buenas noches.


La sombra de un hombre en su estudio, delante del ordenador, hizo que Pedro diera un salto.


-¡Ariel! Qué susto me has dado, idiota.


-Lo siento. Ya sabes cómo es esto. Se nos ha caído Internet y necesitaba hacer un pedido. Espero que no te importe.


-Claro que no. ¿Quieres una cerveza?


-No, gracias.


-¿Por qué no has ido a tu casa a hacer el pedido?


-Porque Romina está estudiando música y ahora le ha dado por aprender a  tocar... la trompeta.


Pedro soltó una carcajada. Estaba seguro de que aquel pedido no era tan urgente. 

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