-¿Nada? Pero...
-Pero... podría haber pasado algo, ya lo sé. Mira, Paula, me gustas. No lo puedo negar. Me gusta charlar contigo, me gusta cómo llevas el pelo. Incluso me gustan tus horribles sandwiches porque sé que los haces con cariño. Y anoche me habría encantado besarte. Yo creo que todo eso es evidente sin que tengamos que hablar de ello, ¿No te parece?
Paula se mordió los labios. Le gustaba. Lo sabía, pero oírselo decir le gustó aún más.
-Pero estás casada -siguió Pedro-. Y yo no soy de los que se toman eso a broma. Sean cuales sean las circunstancias. Y creo que los dos somos suficientemente listos como para saber cuándo algo no puede ser.
Tenía razón. Ésa era la verdad. Nada iba a pasar entre ellos. Genial. Fabuloso. Pero le habría gustado preguntar por qué le resultaba tan fácil cuando para ella...
-¿Qué tal si damos un paseo para bajar la cena?
-Sí, claro. ¿Por qué no?
Pedro señaló el muelle, rodeado de gaviotas que se lanzaban sobre el agua para buscar restos de pescado. Paula tenía que caminar despacio para no resbalar sobre los tablones mojados, y cuando él le ofreció su mano, la rechazó. En cambio, se quitó las zapatillas y siguió paseando descalza, como era su costumbre.
-Ahí está Belvedere -dijo Pedro entonces, señalando con la mano.
Paula miró el acantilado y encontró su gran esperanza blanca entre una gran masa de arbustos. Vió las rocas y luego...
-¡Y ahí está la playa! -gritó.
No era precisamente el paraíso de los surfistas, pero había un trocito de arena blanca justo debajo de su casa, como había soñado. Y al verlo sintió que su corazón se llenaba de... ¿De orgullo? ¿De felicidad?
-¿Puedes ver tu casa desde aquí, Pedro?
-Está por ahí, en algún sitio.
Algo en su tono de voz hizo que Paula lo mirase, sorprendida. ¿Por ahí, en algún sitio? Entonces se dió cuenta de que no sabía dónde vivía.
-¿Dónde?
-Por ahí.
-Venga, enséñamela. Tú te pasas el día en mi casa y yo ni siquiera sé dónde vives. ¿Qué es, una caravana o una mansión? En realidad, no sé nada de tí. Podrías estar casado y tener diez hijos.
-No estoy casado -dijo él, muy serio.
-Muy bien. Pues nada, no me lo cuentes.
¿Habría estado casado? ¿Tendría novia? ¿Tendría familia? No había dicho que no tuviera hijos.
-Paula...
-¿Sí?
-¿No habíamos quedado en... dejarlo estar? Tenemos que relajarnos.
-Sí, de acuerdo, es verdad.
-¿Tienes frío?
-No, estoy bien.
A pesar de eso, Pedro le pasó un brazo por los hombros y frotó sus manos... sus delgadísimas manos, sus manos de palmas duras. Sin darse cuenta, enredó los dedos en los suyos y se quedaron así, mirando la puesta de sol durante un rato.
-Esto es bonito, ¿Verdad?
-Sí, mucho.
Paula pensó que era la primera vez que se tocaban. ¿Eso estaba bien? No sabía la respuesta, pero sí se dió cuenta de que no era ella sola la que se sentía desorientada. Pedro también lo estaba y, como ella, no sabía qué hacer.
-No estás nada relajada.
-No, pero lo estoy intentando. Gracias por cenar conmigo, Pedro. Lo he pasado muy bien.
-Yo también.
Unos minutos después volvieron a la puerta del pub.
-Nos vemos el lunes, Paula.
-Hasta el lunes -sonrió ella, subiendo al jeep.
Pedro la saludó con la mano y empezó a subir colina arriba... ¿Viviría en el hotel Sorrento? ¿En un coche abandonado? ¿En una cabaña?
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