Muy bien, iba a entrar, a saludarla y a decirle adiós. Sí, era un hombre que sabía lo que quería. Pedro se dejó caer sobre la silla y soltó una carcajada que despertó miradas a su alrededor.
-¿Qué estaba haciendo? Quizá era el hecho de que no pudiera tenerla lo que la hacía aún más atractiva.
-¡Pepe!
Pedro levantó la mirada y se encontró con su primo Ariel.
-Hola, ¿Qué haces tú por aquí?
-Cenando con la familia -contestó Ariel, señalando por encima del hombro una mesa donde estaban Carla y las cuatro niñas.
-Qué romántico.
-Bueno, cuéntame qué pasa contigo y con Lady Chaves. No me digas que esto es una cita. Está casada, no sé si lo sabes.
-Sí, lo sé. Pero nos hemos encontrado aquí... ¿Y tú cómo sabes que está casada, por cierto?
-Las hermanas Barclay me lo contaron el otro día.
-¿Y no se te ocurrió contármelo a mí?
Ariel se encogió de hombros.
-No sabía que te interesara esa información. ¿Te interesa?
Pedro miró a Paula, que estaba hablando con el camarero.
-Ha pedido el divorcio.
-Ya, bueno, pero sigue casada.
-Lo sé.
-Bueno, ten cuidado. No hagas nada malo -sonrió su primo, despidiéndose con la mano.
Pedro no tuvo oportunidad de hacer ninguna promesa porque Paula lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. Una sonrisa cauta, discreta. Pero él no pudo evitar devolvérsela. Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para recordarse a sí mismo por qué no había podido dormir o por qué ir de pesca lo había aburrido por primera vez en su vida a pesar de que hacía un tiempo maravilloso. Seguía deseando a Paula. Pero Paula Chaves no era libre.
Después de una hora de cotilleos sobre la gente del pueblo, sobre el primo de Pedro y su banda de mujeres y sobre una señora que pensaba que «manitas» era sinónimo de «conquistador» y se negaba a darle los buenos días, a Paula le dolía la cara de tanto reírse. Y de fingir que lo estaba pasando realmente bien. Pedro, con vaqueros oscuros y un jersey de color verde oliva y sin una gota de sudor, tenía un aspecto más masculino que nunca. Y ella no podía negar que algo había ocurrido esa noche, cuando estuvo a punto de besarla. Cada vez que lo miraba, que oía su voz, sentía un anhelo, un deseo que no podía controlar.
-Tenemos que hablar -dijo, sin pensar.
De repente, Pedro bajó la cabeza y empezó a golpeársela con la mesa.
-¿Qué haces? -rió ella.
-¿No sabes que ésas son las tres palabras que un hombre más teme?
-¿Además de «en qué estás pensando»? -sonrió Paula.
Pedro volvió a golpearse la cabeza con la mesa.
-Pedro, por favor, que la gente está mirando...
-Sí, es verdad. Pero éste no es el mejor sitio para hablar. Aquí hasta las paredes oyen.
-Pero tenemos que hablar sobre lo que pasó anoche.
-Sí, espera... vamos a pagar la cuenta.
-Pago yo.
-No, de eso nada.
-Insisto, pago yo -repitió Paula-. Tú estás trabajando por un cuadro.
-Muy bien, como quieras.
Después de pagar, se levantaron y él puso una mano en su espalda. Sólo tendría que haber movido la mano unos centímetros y la habría tomado por la cintura.
-¿Dónde vamos?
-No, sé, a la playa por ejemplo. Y anoche no pasó nada.
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