jueves, 10 de septiembre de 2020

El Millonario: Capítulo 3

 -Paula -contestó ella, echando café en la cafetera-. Lo que quiero es que me llames Paula.


-Muy bien. Si tú me llamas Pedro.


Ella alargó la mano para estrechársela. No era ni suave ni pequeña y la reacción que sintió al tocar aquella palma dura y llena de callos le hizo tragar saliva. Y pronto se encontró a sí mismo perdido en su perfume... De todos los que podía haber elegido, llevaba el de Sonia Rykiel. Estaba seguro de que era ése. Unas Navidades, una bonita dependienta de unos grandes almacenes lo había convencido para que lo comprase como regalo para su hermana. Pero, considerando que Melina era una chica alegre, vivaracha y nada sofisticada, había sido una broma entre ellos que nunca usaría el perfume. En Paula Chaves, podría haber jurado que no sólo llevaba el perfume, sino que el aroma emanaba de los poros de su piel. A pesar de las palabrotas y del aspecto bohemio, era una mujer encantadora. Y él también. De modo que la posibilidad de un romance entre ellos no era tan lejana. Claro que antes tendría que convencerla.


-¿Vives aquí sola?


-No estoy sola, tengo a Smiley. Supongo que lo habrás visto en la puerta.


-Ah, sí. Es una interesante variedad de compañía masculina, eso desde luego.


Ella sonrió, aunque Pedro no pensaba que fuese capaz de hacerlo. No era una sonrisa abierta, alegre, sino más bien reservada, cauta.


-Yo prefiero a Smiley.


-Sí, claro. ¿Quién no?


Bien, había algunas mujeres para las que él no era su tipo. Aunque hubo un tiempo, en Sidney, cuando se le veía como un partidazo. Y ahora, en Sorrento, solían hablar de él como alguien inalcanzable. Pero nunca antes una mujer lo había mirado a los ojos como diciendo: «ni lo sueñes».


-No creo que Smiley pueda manejar una herramienta -dijo Pedro.


-Lo sé. Y te aseguro que le he echado una bronca por ello.


Él soltó una carcajada. Porque bajo aquella fachada seria, había una mujer con carácter. Y nada le gustaba más que una mujer con carácter.  La cafetera había terminado de hacer su trabajo y ella se dio la vuelta para llenar dos tazas. Las mujeres que vivían en Portsea entraban en dos categorías: las que jamás se fijaban en él porque no les interesaban los hombres y las que lo veían como una alternativa a sus aburridos maridos, ricos en todos los casos. Si ése era el problema, podría dejar caer al suelo una declaración de Hacienda... así, como quien no quiere la cosa, para que viese que no era tan pobre como podía parecer. Quizá eso la animaría un poco. A menos, claro, que no fuera su tipo en absoluto. Ahora que lo pensaba, era muy alta y a él le gustaba pasar el brazo por los hombros de una mujer sin sufrir un tirón. Era demasiado clara, cuando a él le gustaba la sutileza. Demasiado fría, cuando él prefería que todo en su vida fuera más cálido. Sus días, sus noches, la mujer entre sus brazos durante esos días y esas noches... De modo que lo mejor sería dejarla en paz.


-¿Estás disponible para hacer trabajos que duren varios días?


-Trabajo para mucha gente. Me llaman por teléfono para arreglar esto o aquello... las hermanas Barclay incluso me llaman para cambiar las bombillas.


-De todas maneras, no creo que haya tanto que hacer.


Pedro no estaba de acuerdo. Belvedere era un trabajo colosal si pretendía restaurar la casa a su antigua gloria. El techo de la cocina, para empezar, debería levantarse por lo menos un metro. Y si añadía un lucernario, parecería dos veces más grande.


-¿Qué clase de trabajo sería?


-No puedo bajar a la playa -contestó Paula.


-¿Cómo?


-El jardín está hecho una jungla. Hay helechos, hiedra y madreselva tan altos que no se ve nada... y me gustaría ver la playa desde el porche. Pero intenté cortar la maleza y es imposible sin una sierra mecánica.


-¿Desde cuándo vives aquí? -preguntó Pedro, apoyando la cadera en la encimera.


-Vine hace seis meses de Melbourne. Venga, voy a enseñarte lo que quiero que cortes. 

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