Paula se mordió los labios. Estaba segura de que costaría un dineral cortar todo aquello que la separaba de... ¿De qué? ¿De las rocas? Quizá, con un poco de suerte, de un trocito de playa. Pero si él podía hacerlo, también ella podía encontrar dinero para pagarlo. Suspirando, se sirvió una taza de café, salió al porche y apoyó los codos en la barandilla. Entonces lo vio. Se había quitado el jersey y la camiseta gris, ahora cubierta de sudor, se pegaba a su torso mientras cortaba las ramas secas de la madreselva enganchada a la hiedra. El cinturón de herramientas estaba en el suelo, junto con una funda de almohada de la que sobresalía un paño. Sonrió. Había mucho que decir sobre un hombre que tenía tanta confianza en sí mismo como para llevar una funda de almohada al trabajo. Smiley se acercó entonces y ella se inclinó para acariciarlo.
-¿Qué tal va todo, precioso?
Smiley la miró, casi con una sonrisa en los labios.
-Ya sé que no has tenido que usar muchas veces tu instinto de perro guardián, pero la próxima vez que un extraño entre en casa podrías avisarme, ¿No?
Smiley se tiró al suelo, sobre sus pies, y Paula supo que ésa iba a ser la única respuesta. Luego volvió a mirar por encima de la barandilla. Pedro tardaría días en limpiar toda aquella maleza, incluso con una sierra mecánica. Y aunque el tipo se creía un conquistador y ella no tenía la menor intención de tontear con él, eso no era motivo para ser antipática. Le llevaría algo de comer, decidió. Nada especial, un sandwich de tomate y lechuga, por ejemplo.
-Vamos dentro, Smiley. Yo también tengo hambre.
Diez minutos después, salía al porche con el primer bocadillo que había hecho para otra persona en seis meses. Incluso Florencia, Laura y Brenda llevaban su propia comida cuando iban a verla los miércoles. Afortunadamente. Porque un sandwich de tomate y lechuga era lo único que ella sabía hacer en la cocina.
-He pensado que te apetecería comer algo.
Pedro se volvió, sorprendido.
-Ah, qué bien. Estaba muerto de hambre, gracias.
Paula iba a darse la vuelta cuando vio que tenía la frente manchada de tierra. Pensó dejarlo así el resto del día, pero que esa mancha estropeara su estética belleza masculina era demasiado para su mente de artista.
-Tienes tierra ahí... -murmuró-. En la frente. Tierra y hierba.
Él se encogió de hombros.
-No será la última vez. Ésta es la clase de trabajo que deja marca en un hombre. Como el tuyo -contestó, señalando sus pies.
Paula descubrió que tenía los pies manchados de pintura y movió los dedos. Dedos a los que solía hacer la pedicura todas las semanas cuando vivía en Melbourne. Pero ahora tenía las uñas cortas y sin pintar, como una adolescente.
-Gajes del oficio.
-No está mal esto de poder ensuciarse. Al menos no tenemos que preocuparnos por la hipertensión o el estrés de la ciudad.
Paula parpadeó. ¿Le apetecía charlar?
-No me interesa nada la hipertensión, pero echo de menos el estrés de vivir en una gran ciudad.
-¿Por qué?
-Sin tener una fecha tope que me mantenga concentrada, suele distraerme. Y echo de menos el ruido del tráfico por la noche. Aún no puedo dormirme antes de las dos de la mañana... Mi amiga Florencia dice que debería darle las gracias al cielo por haber cambiado el humo de los coches por aire puro, pero yo no sé si es natural que una mujer adicta al café y al trabajo se haya transformado en una campesina de repente.
-Y a mí me pasó lo mismo cuando me vine de Sidney -sonrió Pedro.
-¿Eres de Sidney?
-Sí, nací allí. Aunque llevo aquí algún tiempo y el sol y la sal marina han permeado mi piel para siempre. Pero dale tiempo, tú también te acostumbrarás.
Paula se puso colorada. ¿Tan evidente era que el sol y la sal marina aún no le habían hecho efecto?
-¿Y en Sidney también te dedicabas a... esto?
-Más o menos. Me dedicaba a la restauración.
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