-¿De casas?
-Sí, al principio. Luego ampliamos la empresa y nos dedicamos a restaurar monumentos históricos.
-Hay muchos de ésos en Sidney. Pero aquí no -dijo Paula-. ¿Por qué viniste a Sorrento?
-Solía venir aquí con mis padres cuando era pequeño. Y mi primo Ariel sigue viviendo en Rye.
-Pues por lo que yo he visto, la gente de aquí prefiere tirar una casa y construirla de nuevo que renovarla. Belvedere podría haber acabado siendo un montón de escombros si yo no la hubiera comprado. Así que no creo que haya mucho trabajo para tí.
-Eso da igual. Ya no me dedico a restaurar edificios.
-¿Por qué no?
-He cambiado mucho -contestó Pedro, poniéndose serio-. Mi oficio, mi casa, mi estilo de vida. Después de la muerte de mi hermana Melina, decidí cambiar.
-Ah, vaya. Lo siento, sé que no es asunto mío...
-No importa. Para mí fue fácil tomar la decisión de venir aquí, aunque sabía que no habría trabajo de restauración.
Paula no sabía qué decir. Nerviosa, iba a darse la vuelta...
-¿Quieres un consejo para dormir bien?
-Si crees que me ayudaría...
-Tienes que dejarte llevar por los sonidos del mar, las gaviotas, las olas golpeando la playa, las sirenas de los barcos... Y cuando lo hagas te preguntarás por qué no has vivido en la playa toda la vida.
-No creo que sea tan fácil.
-¿Sabes que hay gente que compra CDs con el ruido de las olas para dormir?
-Pues les deseo suerte.
Pedro soltó una carcajada y Paula sonrió también. Porque estaba empezando a entender que sus amigas tenían razón. Quizá aquel sitio, con su aire fresco y su olor a mar era el elixir para una larga y feliz vida. Él levantó una mano para secarse el sudor de la frente y, cuando la apartó, ella se encontró mirando un par de ojos pardos... en los había una ambigua invitación. Y entonces, de repente, Pedro dió un paso hacia ella. Fue tan inesperado que ella dió un paso atrás y chocó contra uno delos escalones.
-Sólo iba a tomar el sandwich, te lo prometo.
-Ah, sí, perdona... es que estaba distraída pensando en mis cosas. Me suele pasar. Aunque también me dedico a mirarme el ombligo.
Luego volvió a entrar en casa, dejando el camino libre entre el hombre y su almuerzo. Pero aun dentro lo oyó suspirar de contento mientras mordía el sandwich. Parecía feliz con su vida, pensó. Y eso le daba envidia. ¿Cuándo fue la última vez que ella había suspirado de felicidad?
Antes, en Melbourne, era famosa por sus retratos, pero lo único que podía producir ahora eran... manchas azules. Incluso las cartas de Tamara, su agente, en las que, sutilmente, le insinuaba que no podría seguir representándola si no producía algo y pronto, no la estimulaban para trabajar. Necesitaba algo, pero no sabía qué. Quizá la posibilidad de una playa desierta al final del precipicio... Y para eso necesitaba a Pedro Alfonso. Y sus músculos. Y su actitud decidida. Y sus suspiros de satisfacción por un simple sandwich de tomate y lechuga. Paula respiró profundamente, asomando la cabeza en el porche.
-Si quieres más café, está en la cocina. Y lo mismo digo sobre el contenido de la nevera, puedes tomar lo que quieras.
Mientras entraba de nuevo en la casa, respirando el aroma de la madreselva, el café y la colonia masculina, tuvo que sonreír. Era curioso cómo una persona podía animarse gracias a las cosas más sencillas. Al final de un largo y caluroso día cortando madreselva, hiedra seca, helechos y todas las hierbas conocidas para el hombre, Pedro se secó el sudor de la frente, metió los trapos en la funda de la almohada y encontró a Paula en la esquina del enorme estudio, mirando la tela manchada de azul con la concentración de alguien que estuviera buscando respuestas a los misterios del universo.
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