-Hola, soy Laura Klein.
-Pedro Alfonso, encantando de conocerte.
-Perdona, no los he presentado -se disculpó Paula.
Después de hacer las presentaciones, las tres mujeres lo miraron aún con más interés.
-¿Quieres comer con nosotras? -preguntó Florencia.
-No, sólo iba a parar cinco minutos. Hay mucho trabajo que hacer. Voy a sacar la pasta de la nevera y luego seguiré con lo mío. Pero gracias.
-Como quieras.
-Encantado de conoceros.
-Lo mismo digo -sonrió Laura, coqueta.
Tres horas después, Pedro oyó risas en la parte delantera de la casa.
-Dale un beso a las niñas de mi parte -oyó que decía Paula.
-Claro que sí -contestó Florencia.
-Y acuérdate, tienes que averiguar si tu nuevo amigo es un manitas en todo -oyó que decía Laura, la más joven.
Pedro se mordió los labios para no soltar una carcajada.
-Venga, chicas -las llamó Brenda-. Nos espera muestro carruaje.
Unos minutos después, Paula se dió la vuelta y... se encontró de cara con él. Pareció que iba a acercarse, pero no lo hizo, como si algo la detuviera. Pedro la saludó con la mano y ella hizo un gesto con la cabeza antes de volver a la casa. Y durante el resto de la tarde, Pedro tuvo que recordarse a sí mismo que estaba allí para trabajar, no para tomar café y charlar con la dueña de la casa. Aunque le gustaría saber si él era la razón por la que Paula Chaves se había puesto colorada.
El viernes, a las ocho, Paula no estaba en su sitio de siempre, delante del cuadro. Pedro se acercó al pie de la escalera, pero no se atrevió a subir. No sabía lo que había arriba. ¿Enormes dormitorios de techos altos o cuartos diminutos necesitados de renovación? Quizá algún día Paula le dejaría verlo. Quizá habría un ático fabuloso... Pedro miró hacia arriba, pero todo estaba a oscuras. No había encontrado la oportunidad de pedirle que cenase con él. Por ahora, lo único que había conseguido era un tonto «a mí me gusta el cuadro». «Bien hecho, Romeo». Se puso a silbar, mirando alrededor. ¿Dónde estaba Paula? Luego miró El gran azul, buscando un paisaje y entonces, de repente, notó que un rostro lo miraba desde la tela. Le dió tal susto, que tuvo que dar un paso atrás. Pero en cuanto parpadeó la imagen había desaparecido. El cuadro, de nuevo, no era nada más que un montón de manchas azules. Volvió a dar un paso atrás, restregándose los ojos con las manos. ¿Estaría empezando a ver visiones? El sonido de unos pasos anunció entonces la llegada de ella.
-Hola.
-Hola, Pedro.
-Oye, ¿Estás segura de que este cuadro es un paisaje?
-No, es un bodegón de manzanas azules.
-Ah, qué graciosa. La cosa es... no sé, me ha parecido ver un rostro ahí.
-Un rostro -repitió ella.
-Sí, una cara. O a lo mejor me estoy volviendo loco en tu maldito jardín, no sé.
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