-Ah, ya... perdona.
-Fernando es un abogado especializado en el mundo del arte. Era mi abogado. Pero resulta que ha estado acostándose con una abogada de su bufete... durante los dos últimos años.
Paula no parpadeó. Ni una sola vez. Pero Pedro se daba cuenta de cuánto le dolía decir aquello. Que su expresión fuera impenetrable no era más que un mecanismo de defensa.
-Ella representa a jugadores de fútbol sobre todo. Ahora está embarazada... de mi marido. Así que el día que me marché de Melbourne, pedí el divorcio.
Pedro asintió con la cabeza.
-¿Y yo qué soy, una especie de venganza?
-No -contestó ella-. Hace meses que no veo a Fernando. Sólo hemos hablado a través de abogados desde que me fui de Melbourne. De modo que no sabe nada de mi vida.
-Ya veo -suspiró Pedro, sin saber qué decir-. Creo que debería irme, Paula.
-Sí, seguramente es lo mejor.
Pedro dió un paso hacia los escalones, pero sabía que se daría de tortas durante todo el fin de semana si la dejaba sola. Él había dado el primer paso y él debería cortar aquello. Porque, además de ser preciosa y fascinante, Paula no había hecho nada malo.
-Has hecho bien contándome lo de Fernando.
Paula tardó más de lo que él esperaba en asentir con la cabeza y luego, sin decir una palabra, Pedro bajó los escalones y se dirigió a su camioneta. Sólo esperaba que ese fin de semana no estuviera lleno de imágenes de sus ojos, de su cuello, de ese aroma suyo. De Paula Chaves. Pintora. Excéntrica. Y mujer casada.
Para Paula, el sábado fue un día horrible. El gran azul seguía siendo grande y azul; y ella apenas podía concentrarse y mucho menos descifrar lo que estaba pintando. Irritada, tiró la brocha en un bote de aguarrás y subió a su dormitorio. Las sábanas blancas estaban hechas un lío, la evidencia de otra noche en blanco. Había dos almohadas a un lado de la cama. Su lado. Donde dormía sola. Donde llevaba seis meses durmiendo sola. Suspirando, se metió en la ducha. Nada como el agua fresca para aclarar los pensamientos. Por el momento, el horizonte de Port Phillip Bay no había producido nada, pero la falta de progreso era culpa suya. Tomó una esponja y un jabón con olor a canela y empezó a frotarse vigorosamente de la cabeza a los pies, intentando olvidar la mayor de las distracciones. Pedro. Estaría por allí, pescando, pensando mal de ella? Aunque lo entendería, claro. Debería haberle contado que estaba casada mucho antes. Una cosa era segura: no podía seguir encerrada en la casa por más tiempo. La idea de seguir peregrinando de habitación en habitación le resultaba sencillamente insoportable. Tenía que salir, ver gente, olvidarse de todo... ¿Y qué mejor manera de hacerlo que salir de compras? Eso haría. Iría a comprar un estéreo. Y no se acercaría al muelle, por supuesto.
Con unos vaqueros nuevos, una rebequita de manga cóctel que había encontrado en el armario y unas zapatillas de deporte que le resultaban un poco incómodas porque llevaba meses paseando descalza, Paula subió al jeep y se dirigió a Sorrento. El pueblo estaba lleno de familias de Melbourne que iban a pasar allí el fin de semana; todos alegres, haciendo fotos, con atuendo playero. Nadie parecía tener una sola preocupación en Sorrento, pensó. Por fin, encontró una tienda de electrónica y preguntó por el estéreo más barato que tuvieran. Pero todos eran más caros de lo que esperaba... ¿Debía comprarlo?, se preguntó. ¿Y esos sofás tan bonitos de color café que había visto en la tienda de muebles? ¿Podía gastarse ese dinero? Le molestaba dudar tanto, darle tantas vueltas a las cosas... Entonces recordó algo que Pedro había dicho: «En la vida, nada sale como uno espera. Nunca. Así que yo he aprendido a no esperar nada. De esa forma, sólo puedes recibir sorpresas agradables».
Cuantos temores tienen!
ResponderEliminar