martes, 31 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 16

Reconocía  su  mirada.  Una  mirada  enigmática  y  ansiosa  que  sugería  que  la  deseaba y que, si se le diese la oportunidad, la tomaría allí mismo, sobre la mesa de la cocina, en un acto que entrañaría algo más que besos. Tragando saliva con dificultad, Paula apartó la mirada y pensó que sería buena idea  cambiar  de  tema.  Hablar  de  un  posible  casamiento  entre  ambos  no  era  lo  más  adecuado en ese momento.

—Al  menos  he  pagado  los  electrodomésticos  que  me  traerán  la  semana  que  viene. Creo que esta cocina y esta nevera estaban ya en la casa cuando mi padre vivía aquí.

—Seguramente.

—Así que hacían falta nuevos, ¿No te parece?

 Durante  los  diez  minutos  siguientes  estuvieron  hablando  de  asuntos  triviales.  Cualquier otra cosa podía levantar chispas e incendiarse en Dios sabe qué.

—¿Pau?

—¿Sí?

—Esto no funciona.

 Entendió  lo  que  Pedro quería  decir.  La  conversación  había  derivado  de  los  electrodomésticos  a  las  tazas  rotas,  de  que  él  no  quería  cerveza  a  los  muebles  del  salón  y  a  la  película  más  taquillera  de  la  semana  anterior,  pero  todo  como  si  a  ninguno de los dos les importara lo más mínimo.

—¿No?

 —No. Está bien que sintamos lo que estamos sintiendo en este momento, tomes la  decisión que tomes dentro de  una  semana.  Y  precisamente  por  eso  —dijo,  levantándose—,  si  estás  segura  de  que  no  quieres  que  te  ayude  a  retirar  las  tazas  rotas, será mejor que me vaya antes de que...

—¿Antes de qué? —preguntó ella al ver que dudaba a la hora de acabar la frase.

—Antes de que te coma viva.

Ella  inspiró  de  forma  rápida  al  imaginarse  la  escena.  Y  entonces,  en  vez  de  dejarlo estar, preguntó algo realmente estúpido:

—¿Y por qué querrías hacer algo así?

 Pedro sonrió. Y la forma en que lo hizo aceleró rápidamente el pulso de Paula en varias partes de su cuerpo. No fue una sonrisa depredadora, sino una que decía: «Si de veras quieres saberlo...».

—La  razón  por  la  que  te  comería  viva  es  que  el  otro  día  sólo  tuve  ocasión  de  probarte  un  poco.  Pero  lo  suficiente  como  para  haber  perdido  el  sueño  desde  entonces.  Y  he  descubierto  que  me  muero  por  conocer  a  qué  sabes.  Así  que,  si  no  estás preparada para que eso ocurra, acompáñame hasta la puerta.

Francamente, en ese instante ella no estaba segura de para qué estaba preparada   y   pensó   que  ese  grado  de  duda  era  razón  suficiente  como  para  acompañarle hasta la puerta. Tenía muchas cosas que pensar y que solucionar en su cabeza, y tan sólo una semana para hacerlo. Se  levantó  y  rodeó  la  mesa.  Cuando  él  le  tendió  la  mano,  ella  supo  que,  si  se  tocaban,  se  desataría  una  cadena  de  sensaciones  y  acontecimientos  para  lo  que  no  estaba  segura  de  estar  preparada. Trasladó  la  mirada  de  su  mano  a  su  rostro  y  vio  que él también lo sabía. ¿Se suponía que aquello era un desafío? ¿O sencillamente era una forma de enfrentarla a lo que sería vivir con él bajo el mismo techo? Podía  haber  ignorado  su  mano  extendida,  pero  habría  sido  de  muy  mala  educación  y  ella  no  era  una  persona  maleducada.

 Pedro la  estaba  observando.  Esperando a que ella diera el paso siguiente. Así que lo dió, colocando su mano en la de él. Y en cuanto se tocaron ella lo notó. El calor de su cuerpo se extendió por el de ella y en lugar de resistirlo se sumergió más y más en él. Antes  de  que  detectara sus intenciones,  Pedro le  soltó  la  mano  y  le  deslizó  los  dedos  por  el  brazo  arriba  y  abajo,  en una  caricia  tan  suave  y  sensual  que  ella  tuvo  que cerrar la boca con fuerza para no gemir. La miraba con intensidad, y ella se dio cuenta en ese momento de que la caricia no era lo único que la estaba desarmando. El olor de su cuerpo la impregnaba y atraía de tal forma que se le humedecieron las braguitas. «Dios mío».

—Puede  que  me  equivoque,  Pau—dijo  Pedro con  voz  grave  y  susurrante  mientras  seguía  acariciándole  los  brazos—.  Puede  que  estés  preparada  para  que  te  saboree entera, deslice la lengua por tu piel, te deguste en mi boca y me dé un festín de  ti  con  la  terrible  ansia  que  necesito  saciar.  Y  puede  que  también  estés  preparada  para  que,  mientras  su  sabor  delicioso  se  interna  en  mi  boca,  use  la  lengua  para  mantenerte  en  vilo  una  y  otra  vez  y  te  suma  en  un  deseo  que  tengo  intención  de  satisfacer.

 Sus  palabras  ya  la  estaban  excitando  tanto  como  sus  caricias.  Le  hacían  sentir  cosas.  Desear  cosas.  Y  aumentaban  su  deseo  de  explorar.  Experimentar.  Ejercitar  su  libertad de esa manera.

—Dime  que  estás  preparada  —le  urgió  en  voz  baja—.  Me  excito  y  me  caliento  sólo con mirarte. Por favor, dime que estás preparada para mí.

Paula pensó que aquél era el susurro más ronco que había escuchado jamás, y le afectó  tanto  física  como  mentalmente.  Le  empujó a desear  lo  que  fuese  que  él  le  ofrecía. Lo que fuese aquello para lo que supuestamente estaba preparada. Como  para  otras  mujeres,  el  sexo  no  era  para  ella  un  gran  misterio.  Al  menos  desde que, cuando tenía doce años, vió a Carla, el ama de llaves de sus padres, con el jardinero. Entonces no había entendido el por qué de aquellos gemidos y gruñidos y  por  qué  tenían  que  estar  desnudos.  Conforme  crecía,  la  habían  protegido  de  cualquier  encuentro  con  el  sexo  opuesto  y  nunca  había  tenido  tiempo  de  pensar en ello.

Propuesta: Capítulo 15

Paula se quedó con la boca abierta.

—¿Contigo?

—Sí.

Miró a Pedro largo y tendido y luego negó categóricamente con la cabeza.

—¿Y por qué querrías tú casarte conmigo? —preguntó, confundida.

—Piénsalo,  Pau.  Ambos  saldríamos  ganando  de  esta  situación.  Si  te  casas  conmigo, conservarás tu fondo fiduciario y tus padres no podrán interponerse. Y yo también obtendré lo que quiero: tu finca y a Hercules.

 Ella abrió los ojos, asombrada.

—¿Estás hablando de un matrimonio de conveniencia?

—Sí  —Pedro pudo  ver  una  luz  brillando  en  la  mirada  inocente  de  Paula.  Pero  luego se volvió cautelosa.

—¿Y quieres que te dé mi finca y a Hercules?

—La finca sería para los dos y Hercules sólo para mí.

Paula se mordisqueó el labio inferior pensando en la proposición al tiempo que intentaba  evitar  la  decepción  que  amenazaba  con  invadirla.  Había  ido  a  Denver  a  vivir de forma independiente, no dependiente. Pero lo que él proponía no era lo que ella  había  planeado.  Estaba  aprendiendo  a  vivir  sola  sin  el  control  de  sus  padres.  Quería  tener  su  propia  vida  y  Pedro acababa  de  proponerle  que  la  compartiesen.  Incluso  aunque  fuese  un  arreglo  temporal,  no  iba  a  poder  evitar  sentir  que  le  arrebataban su independencia.

—¿Y cuánto tiempo tendremos que estar casados?

—Tanto como queramos, pero al menos un año. Luego seremos libres de pedir el  divorcio.  Pero  piénsalo,  una  vez que enviemos  a  tu  padre  la  prueba  de  que  estamos legalmente casados, no tendrá más remedio que levantar la suspensión de tu fondo fiduciario.

Paula sabía  que  sus  padres  siempre  serían  sus  padres  y,  aunque  los  quería,  no  podía seguir soportando el modo en que la controlaban. Creía que la proposición de Pedro podría funcionar, pero todavía albergaba algunas reservas y preocupaciones.

—¿Viviremos en casas separadas? —se atrevió a preguntar.

—No,  viviremos o  aquí  o  en  mi  casa.  No me importa mudarme  aquí  si  hace  falta,  pero  no  podemos  vivir  separados.  No  podernos  darles  ni  a  tus  padres  ni  a  nadie razones para pensar que nuestro matrimonio es una farsa.

Ella asintió, pensando que era lógico, pero tenía que hacerle otra pregunta. Era delicada, pero necesitaba saber la respuesta. Se aclaró la garganta.

—Y si vivimos en la misma casa, ¿Esperas que durmamos en la misma cama?

Él la miró fijamente.

—Creo  que  a  estas  alturas  ha  quedado  claro  que  existe  una  atracción  entre  nosotros,  razón por la  cual  esta  noche,  tal  y  como  tú  has  señalado,  no  he  sido  precisamente  el  señor  Simpatía.  El  beso que nos dimos me hizo desear  más  y  creo  que sabes a lo que podría haberme llevado ese deseo.

Sí,  Paula lo  sabía.  Y  dado  que  él  estaba  siendo  sincero  con  ella,  se  vió  en  la  necesidad de corresponder.

—Y  la  razón  por  la  que  estuve  «fría»,  como  has  dicho,  fue  porque  al  besarte  sentí  cosas  que  nunca  había  sentido  antes  y  con  todo  lo  que  me  está  pasando,  lo  último que necesito es un amante. ¿Y ahora pretendes que acepte a un marido, Pedro?

—Sí,  pero  sólo  porque  así  dejarás  de  tener  los  problemas  que  tienes.  Y  me  gustaría  que  nos  acostásemos  juntos,  pero  esa  decisión  te  la  dejo  a  tí.  No  voy  a  presionarte  para que  hagas  algo  que  te  incomode,  pero  seguramente  sabes  que,  si  vivimos bajo el mismo techo, tarde o temprano acabará sucediendo.

Paula tragó  saliva.  Sí,  lo  sabía.  Si  se  casaba,  se solucionarían  sus  problemas  y,  como Pedro había dicho, él también obtendría lo que deseaba: ser copropietario de la finca y dueño de Hércules. Ambos saldrían ganando de esa situación. Pero aun así...

—Tengo  que  pensarlo,  Pedro.  Tu  proposición  me  parece  buena  pero  tengo  que  estar segura de que es la solución adecuada.

—¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para pensarlo?

—Como mucho una semana. Para entonces ya tendré una respuesta —y deseó por encima de todas las cosa que fuese la correcta.

—Vale, me parece bien.

—¿No estás saliendo con nadie? —preguntó ella, porque necesitaba asegurarse.

—No. Créeme. No podría estar con alguien y besarte de la forma en que lo hice el otro día.

La mención del beso le hizo recordar ese día y la facilidad con que sus labios se habían amoldado a los de él. Había percibido enseguida su pasión, y algunas de las cosas que le había  hecho con  la  lengua  casi  le  hacen  perder  la  cabeza. El cuerpo de  Paula se estremecía  en  secreto  por  la  intensidad  de  aquellos  recuerdos.  ¿Y esperaba  que viviesen bajo el mismo techo sin acostarse? Definitivamente, era una expectativa nada realista por su parte. Desde que se besaron, estar bajo el mismo techo el tiempo que  fuese  era  una  bomba  de  relojería  pasional  que  tarde  o  temprano  estallaría  y  ambos lo sabían. Ella lo miró  desde  el  otro  lado  de  la  mesa  y  se  le  encogió  el  estómago.  Él  la  estaba mirando igual que aquel día justo antes de besarla. Y ella le había devuelto el beso. Se había acoplado a su boca y había disfrutado de cada segundo.

Propuesta: Capítulo 14

Ella también inspiró con fuerza.

—Era mi padre. Ha llamado para regodearse.

Pedro frunció el ceño.

—¿De qué?

—Él  y  su  abogado  han  obtenido  un  mandamiento  judicial  en  contra  de  mi  fondo fiduciario y quería que supiese que han suspendido mi asignación mensual.

Pedro detectó el temblor de su voz.

—Pero creía que faltaban tres meses para que cumplieses veintiséis años.

—Así es, pero algún juez, seguramente amigo de papá, ha considerado que mis padres tienen motivos para retener mi dinero. No creen que vaya a casarme antes de la  expiración  del  fondo  fiduciario.  Necesito  el  dinero,  Pedro.  Contaba con  él  para  pagar  a  mis  hombres  y  todos  los  trabajos  que  he  pedido  que  se  hagan  aquí.  Hay  muchas  cosas  de  las  que  mi  abuelo  no  se  había  ocupado  y  había  que  hacer,  como  reparar   el   tejado   del   granero.   Mis  padres  me  están  poniendo  en  un  aprieto   intencionadamente y lo saben.

—Seguro que hay algo que tu abogado pueda hacer.

—Hace  un  rato  me  envió  un  mensaje  diciendo  que  no  podemos  hacer  nada  ahora que hay un juez de por medio. E incluso si pudiéramos, llevaría tiempo y mis padres lo saben. Es un tiempo que ellos calculan que no tengo, lo cual se inclina a su favor.   Cierto,   tengo  el  rancho,   pero  hace falta   dinero  para  mantenerlo  en  funcionamiento.

Él negó con la cabeza.

—¿Y todo porque no te has casado?

—Sí. Creen que me educaron para ser la esposa de alguien como David, que ya tiene su puesto en la alta sociedad de Savannah.

Pedro se quedó en silencio un instante.

—¿El fondo fiduciario especifica con quién tienes que casarte?

—No,  sólo dice que  tengo  que estar  casada.  Supongo  que  mis  abuelos  lo  elaboraron  pensando  que  me  casaría  automáticamente  con  alguien  que  estuviese  a  mi altura.

 De pronto,  a Pedro se  le  ocurrió  una  idea.  Era  una  locura...  pero  podría  tener  efecto a largo plazo. Al final, ella conseguiría lo que deseaba y él también. Extendió la mano para tomar la de Paula, sus dedos se entrelazaron y él intentó ignorar los sentimientos que le provocaba el tocarla.

—Sentémonos un rato. Creo que tengo una idea.

Paula dejó  que  la  condujese  hasta  la  mesa  de  la  cocina,  se  sentó  con  las  manos  sobre la mesa y lo miró expectante.

—Prométeme que no te cerrarás cuando escuches mi proposición.

—Vale, lo prometo.

Él se detuvo un instante y luego dijo:

—Creo que deberías hacer lo que quieren tus padres y casarte.

—¿Cómo?

—Piénsalo,  Pau.  Puedes  casarte  con  quien  quieras  para  conservar  tu  fondo  fiduciario.

Paula estaba aún más confundida.

—No entiendo, Pedro. No mantengo ninguna relación con nadie, ¿Con quién se supone que me voy a casar?

—Conmigo.

Propuesta: Capítulo 13

Estacionó el coche y cuando abría la puerta para salir vió que Pedro ya estaba a su lado. Empezó a respirar agitadamente y sintió pánico.

—No  hace  falta  que  me  acompañes hasta la puerta,   Pedro—dijo   ella   rápidamente.

—Quiero hacerlo —se limitó a decir él.

Ella lo miró con fastidio al recordar que se había pasado la noche evitándola.

—¿Y por qué?

—¿Y por qué no? —sin esperar respuesta, la tomó de la mano y la llevó hasta la puerta de la casa.

«¡Bien!», pensó, echando chispas  internamente  y  aguantando las  ganas  de  soltarle la mano. El capataz vivía en el rancho y ella sabía que no debía montar una escena con Pedro bajo aquellas luces. Él se quedó tras ella mientras abría la puerta y Paula pensó que  pretendía asegurarse  de  que  no  había  ningún  peligro  dentro  de  la  casa antes de marcharse. Y tenía razón, porque la siguió hasta el interior. Cuando cerró la puerta tras ellos, ella apoyó las manos en las caderas y abrió la boca para decirle lo que pensaba, pero él se le adelantó:

—¿El beso del otro día estuvo fuera de lugar, Paula?

La  suavidad  con  que  hizo  la  pregunta,  dió a Paula que  pensar  y  dejó  caer  las  manos. No, no había estado fuera de lugar en primer lugar porque ella había deseado ese  beso.  Había  deseado  sentir  su  boca  en  la  de  ella,  su  lengua  enredada  con  la  de  ella. Y siendo sincera, podría admitir que deseaba que sus manos la recorriesen y la acariciasen como ningún otro hombre lo había hecho antes. Pedro esperaba una respuesta.

—No, no estuvo fuera de lugar.

—¿Entonces a qué viene que hoy estuvieses tan fría conmigo?

Ella alzó la barbilla.

—Lo mismo podría  preguntarte  yo,  Pedro.  No  es  que  hayas  sido  el  señor  Simpatía precisamente.

Pedro se quedó en silencio durante un  instante,  pero  ella  adivinó  que  su  comentario había hecho mella en él.

—No, no lo he sido precisamente —admitió.

 Aunque había sido ella quien le había acusado, le sorprendió que lo admitiera.

—¿Por qué? —ella sabía la razón de su distanciamiento, pero quería conocer sus razones.

—Las damas primero.

—Bien —dijo ella, dejando el bolso sobre la mesa—. Creo que deberíamos tener una pequeña conversación. ¿Quieres beber algo?

—Sí —dijo él, frotándose la cara con frustración—. Me vendría bien una taza de té.

Ella  alzó  la  vista  hacia  él,  sorprendida  por  la elección.  No  hace  falta  decir  que  desde  aquel  primer día en  que  apareció por  allí,  Paula había comprado un par de  botellas de cerveza y otra de vino para ofrecerle. Pero como había pedido té, le dijo:

—Muy bien, vuelvo enseguida —y salió de la habitación.

Pedro la  vió  marchar  y  se  sintió  más  frustrado  que  nunca.  Ella  tenía  razón,  debían  hablar.  Negó  con  la  cabeza.  ¿Desde cuándo  se  habían  complicado  tanto  las  cosas entre  ambos?  ¿Desde aquel  beso?  ¿Un beso que iba a llegar tarde o temprano  dada la enorme atracción que sentía el uno por el otro? Lanzó  un  profundo  suspiro, preguntándose cómo le iba a explicar  la  frialdad  con  que  la  había  tratado esa noche.  ¿Cómo iba a decirle que  su  comportamiento  no  era más que un mecanismo de defensa porque la deseaba más de lo que jamás había deseado a ninguna otra mujer? El teléfono de Paula sonó y Pedro se preguntó quién podría ser a aquellas horas, pero pensó que no era asunto suyo cuando ella contestó al segundo timbrazo. Nunca se había atrevido a preguntarle si tenía novio o no y había asumido que no lo tenía.  Un rato después, miró  hacia  la  cocina  al  escuchar  un  ruido,  el  sonido de  algo que se estrellaba contra el suelo. Rápidamente, entró a ver qué había pasado y a asegurarse de que Paula estaba bien. Se extrañó al entrar en la cocina y encontrársela agachada recogiendo la bandeja que se le había caído y dos tazas rotas.

—¿Estás bien, Paula? —preguntó.

Ella siguió recogiendo sin mirarlo.

—Estoy bien. Se me cayó sin querer.

Pedro se inclinó hacia ella.

—Al  menos, no había té en las tazas.  Podrías haberte  quemado.  Deja  que  te  ayude.

Entonces se giró.

—Puedo hacerlo sola, Pedro. No necesito tu ayuda.

La miró a los ojos y, de no haber visto que los tenía rojos, se habría tomado en serio sus palabras hirientes.

—¿Qué pasa?

 En lugar de contestar, negó con un gesto y apartó la mirada, negándose a volver mirarlo. Recuperando rápidamente la calma al verla tan disgustada, la agarró por la cintura y la ayudó a levantarse del suelo. Una vez la tuvo frente a él, inspiró profundamente y dijo:

—Quiero saber qué es lo que pasa, Paula.

martes, 24 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 12

Entonces recordó la pregunta de Romina y pensó que, hasta que no le respondiese, ella no se movería de allí.

—No, no estoy diciendo eso y lo sabes. No tengo ningún inconveniente en que Paula esté aquí.

¿Por qué sus hermanos y primos se pegaban a ella, atendían a todo lo que decía y la miraban tanto? Llevaba un vestido cruzado azul eléctrico de escote redondo y largo por encima de  la  rodilla  que  acentuaba  su  delgada  cintura,  sus  pechos  firmes  y  sus  piernas  estilizadas.  Le  sentaba  maravillosamente  bien.  Tanto,  que  podía  admitir  que  se  le  había acelerado el corazón nada más verla aparecer.

—Están a punto de servir la cena. Más te vale sentarte cerca de ella. Los demás no dudarán en quitarte de en medio a patadas.

Pedro miró hacia donde estaba Paula y pensó que nadie le quitaría de en medio a patadas en lo referente a ella. Y que no se atrevieran a intentarlo. Paula sonreía  ante  un  comentario  de  Pablo mientras  intentaba  no  dirigir  la  mirada  hacia  Pedro.  Habían  hablado a su  llegada,  pero  desde  entonces  se  había  mantenido apartado, había preferido dejar que fuesen sus hermanos y sus primos los que le hiciesen compañía. Nadie diría que eran dos personas que casi se habían arrancado las bocas hacía tan  sólo  unos  días.  Pero  quizá  ésa  era  la  cuestión.  Quizá  él  no  quería  que  nadie  se  enterase. Pensándolo bien, ella ni siquiera le había preguntado si tenía novia. Y no le extrañaría que la tuviera. Que se hubiese pasado a tomar el té sólo significaba que era una persona amable. Y tenía que recordar que él siempre había guardado las formas con ella. Hasta el día en que fueron a su despacho. ¿Qué  le  había  llevado  a  besarla?  Había  habido  mucha  química  desde  el  principio,  pero  ninguno  había  hecho  nada  al  respecto  hasta  ese  día.  ¿Es  que  el  traspasar esos límites había llevado la relación entre ambos a una situación de la que nunca  se  recuperaría?  Esperaba de corazón  que  no.  Él  era  una  persona  muy  agradable,  terriblemente  encantadora.  Y  aunque  había  decidido  que  lo  mejor  por  el  momento era que mantuviesen las distancias, deseaba conservar su amistad.

—Pamela  está  avisando  a  todo  el  mundo  para  la  cena  —anunció  Federico conforme  se acercaba al grupo—. Deja que te acompañe al comedor —dijo, tomando a Paula del brazo.

 Ella le dedicó una sonrisa.

—Gracias.

Miró  a  Pedro.  Sus  miradas  se  encontraron  y  ella  experimentó  las  mismas  sensaciones que cuando lo tenía cerca. Ese rebullir en la boca del estómago la dejaba sin respiración.

—¿Estás bien? —le preguntó Federico.

Ella  levantó  la  vista  y  vió  la  preocupación  que  reflejaban  sus  ojos  negros,  porque se había dado cuenta de que había mirado a su hermano.

—Sí, estoy bien.  Deseó que lo que había dicho fuese verdad.

A Pedro no le sorprendió que lo sentaran en la mesa junto a Paula. Las mujeres de la familia tendían a actuar de casamenteras cuando se lo proponían, lo cual podía disculparse teniendo en cuenta que tres de ellas estaban felizmente casadas. Agachó la cabeza,  más  de  lo  que  pensaba, para preguntarle si lo estaba pasando  bien, y cuando ella se  giró  para  mirarlo sus  labios  estuvieron  a  punto  de  tocarse. Pedro estuvo a pique de ignorar a todos los que estaban sentados a la mesa y sucumbir a la tentación de besarla. Ella debió de leerle la mente y se ruborizó,  así  que  él  tragó  saliva  y  apartó  la  boca.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Sí. Y agradezco a tu familia que me haya invitado.

—Estoy seguro de que están encantados de tenerte aquí —dijo él.

Cuando  acabó  la  cena  y  las  conversaciones  hubieron  amainado  eran  casi  las  diez.  Alguien sugirió  que,  dado  lo  tarde  que  se  había  hecho,  sería  conveniente  acompañar  a Paula a  su  casa.  Varios  de  los  primos  de  Pedro reclamaron  ese  honor  y  éste  decidió  que  tenía  que  acabar  con  aquel  sin  sentido  de  una  vez  por  todas,  de  modo que dijo en un tono que no admitía discusiones:

—Yo acompañaré a Paula.

Automáticamente  todas  las  conversaciones  cesaron  y  nadie  cuestionó  su  intención.

 —¿Estás lista? —preguntó a Paula amablemente.

—Sí.

Ella dió las gracias y abrazó a los primos y hermanos de Pedro. Era obvio que a todos les había caído bien y que habían disfrutado con su visita. Después de desear las buenas noches, él la siguió al exterior. Paula miró por el retrovisor y vió que él la seguía a una distancia prudente. Se  echó  a reír al  pensar que,  tratándose  de  Pedro,  ninguna  distancia  lo  era.  Se  ponía nerviosa sólo de pensar que lo tenía cerca. Hasta sentarse con él en la mesa había sido un desafío para ella, porque cada vez que le hablaba y ella le miraba a la cara y se fijaba en su boca, recordaba el momento en que se habían besado. Cuando  se  detuvieron  en  su  jardín,  emitió  un  suspiro  de  alivio,  porque  había  previsto que volvería de  noche  y  había  dejado las luces exteriores encendidas. 

Propuesta: Capítulo 11

En ese instante sonó el teléfono móvil y ella puso los ojos en blanco al ver que quien llamaba era su madre. Exhaló un suspiro antes de decir:

—¿Sí, mamá?

—Habrás sabido por tu abogado que hemos encontrado una estipulación en tu fondo fiduciario.

—Sí, ya me lo ha contado —por supuesto, Alejandra Chaves se había tomado la molestia  de  llamar  para  regodease.  Si  todo  les  salía  bien,  acabaría  dependiendo  de  ellos de por vida.

—Bien.  Tu  padre y yo  esperamos  que  pongas  fin  a  esta  estupidez  y  vuelvas  a  casa.

—Lo siento, mamá, pero ya estoy en casa.

—No, no lo estás, y si sigues haciendo el idiota, acabarás arrepintiéndote. ¿Qué harás cuando te quedes sin dinero?

—Supongo que buscar un trabajo.

—No seas ridícula.

—Hablo  en  serio.   Lamento que no  sepas  apreciar  la  diferencia.   Tengo   veinticinco años, por Dios santo. Tienen que dejar que haga mi vida.

—Y te dejaremos, pero allí no. Además, David ha estado preguntado por tí.

—Muy amable por su parte. ¿Alguna cosa más, mamá?

—Quiero que dejes de complicar las cosas.

—Si querer vivir mi vida como yo quiero, es complicar las cosas, prepárate para más días complicados de ahora en adelante. Adiós, mamá.

 Por  respeto,  Paula no colgó el  teléfono  hasta  que  oyó  que  su  madre  colgaba,  y  entonces negó con la cabeza. Sus padres estaban convencidos de que la tenían donde ellos querían. Y esa posibilidad le preocupaba más que ninguna otra cosa.


Pedro paseó  la  mirada  por  la  habitación.  Todos  sus  primos  habían  conversado  en un aparte con Paula. Sin duda estaban tan fascinados por su inteligencia como por su  belleza.  Y  había  sido  así  desde  el  momento  en  que  llegó.  Más  de  una  vez  había  tenido  que  lanzar una  mirada asesina  a  Pablo para que retrocediera.  No sabía  muy  bien por qué. De  hecho,  según  su  punto  de  vista,  ella  estaba  bastante  fría  con  él.  Aunque  se  mostraba educada, nadie podría imaginar que había devorado su boca como lo había hecho  tres  días  antes  en  su  despacho.  Y  quizá  era  ésa  la  razón  por  la  que  Paula actuaba de aquel modo. Se supone que nadie lo sabía. Era su secreto. ¿No? No.

Conocía  bien  a  su  familia,  mucho  mejor  que  ella.  El  hecho  de  que  ellos  dos  actuasen  como  si  fuesen  conocidos  sólo  les  hacía  sospechar.  Su  hermano  Nicolás   ya  había expresado sus sospechas.

—¿Problemas en el paraíso con la belleza sureña?

 Él había fruncido el ceño, tentado de decirle a Nicolás que no había problemas en el paraíso porque él y Paula no tenían ese tipo de relación. Tan sólo se habían besado una vez, por Dios santo. Dos, teniendo en cuenta que hubo un segundo beso antes de salir del despacho. Así que, de acuerdo, se habían besado dos veces. No era para tanto. Inspiró hondo y se preguntó por qué le daba tanta importancia si no era para tanto. ¿Por qué había  llegado  temprano  a esperar su llegada como un  niño espera  la  llegada  de  la  Navidad?

—Estás muy callado esta noche, Pepe.

Levantó la vista, vió que su prima Romina estaba junto a él y supo por qué estaba allí. No sólo quería hurgar en su cabeza: quería diseccionar su mente.

—No más que de costumbre, Romi.

—Pues yo creo que sí. ¿Tiene Paula algo que ver?

 —¿Y qué te hace pensar así?

Ella se encogió de hombros.

—Es que no paras de mirarla cuando crees que nadie te ve.

—Eso no es verdad.

Romina sonrió.

—Sí lo es. Seguramente lo haces sin darte cuenta.

¿Era  así?  ¿Se  había  notado  tanto  que  miraba  a  Paula?  Por  supuesto, alguien  como Romina, que siempre estaba al tanto de todo y de todos, o al menos, lo intentaba, no dejaba pasar esas cosas por alto.

—Pensaba que iba a ser una cena informal.

Romina sonrió.

—Eso  pensó  Diego la  primera  vez  que  trajo  a  Nadia para  presentársela  a  la  familia.

 —La única diferencia es que Diego trajo a Nadia. Yo no he traído a Paulani la he invitado.

—¿Estás diciendo que preferirías que no hubiese venido?

Odiaba  que  Romina intentara  poner  en  su  boca  cosas  que  no  había  dicho.  Y  hablando de boca... miró hacia el otro lado de la habitación y vió cómo se movía la de Paula sin poder evitar recordar todo lo que había hecho con ella al besarla.

—¿Pepe?

Propuesta: Capítulo 10

Pedro se  pasó  la  mano  por  la  cara  mientras  observaba  a  Paula correr  hacia  el  coche.  Se  cercioró de que entraba  en  él  y salía  del  estacionamiento,  y  luego  salió  él  detrás en el suyo. No  pensaba preguntarse  por  qué  la  había  besado,  porque  lo sabía    perfectamente.  Ella era pura feminidad, una tentación que no muchos logran resistir y  una  inyección  de  deseo  en  los  brazos  de  un  hombre.  Él  había  tenido  de  todo  aquello,  y  no  en  pequeñas,  sino  en  grandes  cantidades.  Una  vez  conocido  su  sabor,  deseaba saborearla una y otra vez. Al  detener  la  camioneta  ante  un  semáforo,  miró  su  reloj.  Paula no  era  la  única  que tenía una reunión aquella tarde. Pablo, Leonardo y él tenían una teleconferencia con  sus  tíos  desde  Montana  en  menos  de  una  hora.  No  lo  había  olvidado,  pero  no  había  sido  capaz de acortar  el  tiempo que  había  pasado con Paula.   Todavía  conservaba su sabor en la boca, así que se alegraba de no haberlo hecho. Negó  con  la  cabeza,  porque  le  seguía  costando  creer  lo  bien  que  habían  conectado  con  aquel  beso,  y  eso  le  llevó  a  preguntarse  cómo  conectarían  en  otras  cosas y otros lugares... como en el dormitorio. No podía quitarse de la cabeza la idea de ella desnuda con los muslos abiertos mientras  él  la  penetraba.  La  deseaba  con  todas  sus  fuerzas  y,  aunque  quería  pensar  que sólo se trataba de una atracción física, no estaba seguro de que fuese así. Y si no lo era, ¿de qué se trataba entonces?

No pudo  ahondar  en  el  tema  porque  en  aquel  momento  sonó  el  teléfono.  Lo  sacó del cinturón y vio que era su primo Leonardo. Se había casado hacía poco más de un mes, y eso que Pedro creía que era la última persona que llegaría a enamorarse. Pero  lo  había  hecho,  y  era  comprensible.  Mariana era  una  mujer  muy  valiosa  y  todos  pensaban que era una gran incorporación a la familia Alfonso.

—¿Sí, Leonardo?

 —Eh, tío, ¿Dónde estás? ¿Has olvidado la reunión de hoy?

—No, no la he olvidado y estoy a menos de treinta minutos.

—Muy bien. Me han dicho que tu dama vendrá a cenar el viernes por la noche.

Pedro se  detuvo  a  pensar  por  un  instante.   Aquel  comentario le hubiese  molestado viniendo  de  cualquier  otro,  pero  Leonardo era  Leonardo y  las  dos  personas  que  sabían  mejor  que  nadie  que  no  tenía  una  «dama»  eran  sus  primos  Leonardo y  Pablo.  Sabiéndolo,  imaginó  que  lo  que  intentaba  su primo era  sacarle  información.

—No tengo una dama y tú lo sabes.

—¿Ah, sí? En ese caso ¿Desde cuándo te has aficionado al té?

Él se echó a reír sin apartar los ojos de la carretera.

—Ah, veo que nuestra querida Romina ha estado haciendo comentarios.

—¿Quién  si  no?  Puede  que  Paula se  lo  contase  a  las  mujeres  durante  la  visita,  pero por supuesto, Romina es la que ha decidido que estás loco por la belleza sureña. Y éstas son palabras de Romi, no mías.

—Gracias por aclarármelo —no sólo estaba loco por Paula Chaves.

 El pulso se aceleraba con sólo pensar en el beso que se habían dado.

 —De nada. Ponme al día, Pepe. ¿Qué hay entre tú y la belleza sureña?

—Admito que me atrae, pero ¿A quién no? En todo caso, no es algo serio.

—¿Estás seguro?

Pedro apretó el volante: ése era el quid de la cuestión. Cuando pensaba en Paula, lo único de lo que estaba seguro era que la deseaba de un modo en que jamás había deseado a  ninguna otra mujer.  Seguramente se estaba adentrando en  terreno peligroso,  pero  por  razones  que  no  lograba  entender,  no  podía  admitir  que  estaba  seguro de que fuese así.

—Ya te contaré.

Le  incomodó  pensar  que  no  había  ofrecido  una  respuesta  a  Leonardo porque  no  podía.  Y  para  un  hombre  que  siempre  había  tenido  las  cosas  claras  a  la  hora  de  hablar  del  lugar  que  una  mujer  ocupaba  en  su corazón, imaginaba lo que su primo estaría pensando. Él mismo estaba intentando no pensar lo mismo. Cielos, sólo había pretendido ser  un  buen  vecino  y  luego  se  había  dado  cuenta de lo mucho que  disfrutaba  en  su  compañía. Y además estaba la atracción que había surgido entre los dos y que él no había sido capaz de ignorar.

—Nos vemos cuando llegues, Pepe. Conduce con cuidado —dijo Leonardo sin más comentarios sobre Paula.

—Lo haré.



Paula contemplaba las montañas desde la ventana de su dormitorio. La reunión con Juan había sido informativa y un poco abrumadora, pero había captado lo que él le había dicho. En lo alto de la lista estaba Hercules.  El  caballo  estaba  nervioso,  y  todo el mundo sabía cuándo no estaba de buen humor. Según  Juan, llevaban  tiempo  sin  montarlo  porque  pocos  hombres  se  le  podían  acercar.  El único capaz de  manejar a Hercules  era  Pedro.  El  mismo  que  ella  había  decidido  evitar  en  adelante.  Reconocía  el  peligro  en  cuanto  lo  veía  y  en  este  caso era un peligro que podía además sentir. Físicamente. Si  él  seguía  visitándola,  si  seguía  pasando el  tiempo  con  ella,  no  importaba  cómo, se sentirían tentados de ir aún más lejos. Lo ocurrido demostraba que ella era prácticamente arcilla en sus manos y no quería imaginar qué pasaría si aquello iba a más. Le gustaba, pero al mismo tiempo se sentía amenazada.

Propuesta: Capítulo 9

—¿De  veras  tu  abuelo  estuvo  casado  con  todas  esas  mujeres?  —preguntó  ella  después de  que él  le relatara  la  historia  de  cómo  Rafael se había convertido en  la  oveja  negra de la familia  al  fugarse a  principios  del  siglo  XX  con  la  mujer  del  predicador y le hablara de  todas las esposas que supuestamente había ido acumulando por el camino.

—Eso es lo que todo el mundo está intentando averiguar.  Necesitamos saber si existen más Alfonso. Sofía ha contratado a un detective privado para que le ayude a resolver el enigma de las esposas de Rafael. Hemos desechado a dos y nos quedan dos más por investigar.

Poco después de acabar los postres y el café, Pedro miró su reloj.

—Vamos  según  lo  previsto.  Te llevaré de regreso  a  tiempo para recoger  tu  coche y llegar a la reunión con Juan.

Pedro se puso en pie, rodeó la mesa y le tendió la mano. En el momento en que se tocaron, una oleada de sensaciones les recorrió al mismo tiempo. Les caló hasta los huesos, se les enredó en la carne y él no pudo sino estremecerse. El aroma del cuerpo de Paula lo inundó y exhaló un suspiro entrecortado. Una parte de su cabeza le decía que se apartara y pusiese cierta distancia entre ambos.  Pero otra parte de él le  dijo  que  se enfrentaba  a  lo  inevitable.  Desde el  principio había  existido  aquella  atracción,  ese grado  de  deseo  entre  los  dos.  Para  él,  desde el  momento en que la  había  visto  entrar en el  salón  de  baile  con  Antonio Chaves. Allí había sabido que la deseaba. Se miraron y, por un instante, él pensó que ella apartaría la mirada, pero no lo hizo.

Paula no podía resistirse a él más de lo que Pedro podía resistirse a ella y ambos lo sabían, razón por la que, seguramente, cuando él se aproximó y comenzó a inclinar la cabeza, Bella se puso de puntillas y le ofreció su boca. En  cuanto  sus  labios  se  encontraron,  un  sonido  ronco  y  gutural  surgió  de  la  garganta de Pedro y la besó con más fuerza al ver que ella le rodeaba el cuello con los brazos.  Deslizó  la  lengua  con  facilidad  en  su  boca,  explorando  primero  un  lado  y  luego el otro, así como las zonas intermedias, y luego la enredó con la de ella en un profundo  acoplamiento.  Cuando  Paula repitió  la  secuencia,  una  sacudida  de  deseo  inundó el cuerpo de Pedro. Y prendió. «Dios  santo».  Un  ansia  como  nunca  había  experimentado  con  anterioridad  se  aposentó  en  su  mente.  Sintió  una  conexión  sexual  con  ella  que  nunca  había  sentido  con ninguna otra mujer. Mientras sus lenguas se deslizaban la una en la otra, partes de  él  se  prepararon,  dispuestas  a  explotar  en  cualquier  momento.  Nunca  había  conocido  una  pasión  tan  incontenible,  un  deseo  tan  patente  y  una  necesidad  tan  primaria. La boca de él se afanaba en saborear la de ella, pero el resto de su cuerpo ansiaba sentirla, abrazarla con más fuerza.  Instintivamente,   sintió que  ella  se  reclinaba  sobre  él  y  sus  cuerpos  se  unían  desde  el  pecho  hasta  las  rodillas  mientras  la  besaba  con  más  pasión.  Gimió,  preguntándose  si  alguna  vez  se  encontraría  saciado.

Paula sentía lo mismo con respecto a él. Ningún hombre la había abrazado con tal fuerza,   la había besado con tanta pasión y  le  había provocado  aquellas  sensaciones que recorrían su cuerpo a una velocidad mayor que la de la luz. Y  ella  notaba  su  erección,  su  miembro  rígido  y  palpitante  sobre  su  sexo,  apretándose  con  fuerza  en  la  intersección  de  sus  muslos,  haciendo  que  sintiera  allí,  justo  allí,   cosas   totalmente   nuevas   para   ella.   Era   más  que  un  hormigueo.   Experimentaba dolor en ese preciso lugar. Se  sentía  como  una  masa  de  queroseno  y  él  era  la  antorcha  que  la  iba  a  encender  para  hacerla  explotar  en  llamas.  Pedro era  puro  músculo  apretándose  contra  ella  y  ella  lo  quería  todo.  Lo  deseaba.  No  estaba  segura de lo que su deseo entrañaba, pero sabía que era el único hombre que la hacía sentir de aquel modo. Deseaba que fuera él, y nadie más, quien la hiciera sentirse así.

Cuando  finalmente  Pedro retiró  la  boca  y  dejó  su  rostro  pegado  al de Paula, instintivamente, ella le lamió los labios de punta a punta, reacia a renunciar su sabor. Pedro emitió  entonces  un  sonido  gutural  que  desató  el  deseo  de  ella e  hizo  que  acercara los labios a los de él, momento en que Pedro volvió a apoderarse de su boca. Le introdujo la lengua como si tuviese todo el derecho a estar allí, cosa en la que ella estuvo de acuerdo. Lentamente, dejó de besarla y la miró a los ojos durante un largo rato. Luego le acarició los labios con el pulgar y paseó los dedos por los rizos de su pelo.

—Será  mejor  que  nos  vayamos o  no llegarás  a  la  reunión  —dijo  él,  bajando el  tono de voz.

Incapaz de pronunciar una sola palabra, ella se limitó a asentir. Entonces él la tomó de la mano y enlazó sus dedos con los de  ella,  y  las  sensaciones  que  había  experimentado  siguieron  estando  presentes,  casi de forma insoportable, pero Paula se propuso combatirlas. Desde ese momento en adelante. No podía iniciar una relación con nadie, sobre todo con alguien como Pedro. Y menos en aquel momento. Ya tenía bastante con el rancho y con sus padres. Tenía  que  mantener  la  cabeza  fría  y  no  dejarse  atrapar  por  los  deseos  de  la  carne. No necesitaba un amante; necesitaba una estrategia. Y   conforme   salían juntos   del   despacho, intentó   deshacerse de sus  sentimientos.  Acababan de  besarla  hasta hacerle perder el  conocimiento y estaba intentado convencerse de que, pasara lo que pasara, no volvería a ocurrir. El  único  problema  era  que  su  cabeza  había  decidido  una  cosa  y  su  cuerpo  reclamaba otra distinta.

jueves, 19 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 8

—Me encanta la comida italiana —dijo ella, entusiasmada, mientras agarraba el tenedor.

Pedro sirvió  el  vino  y  al mirarla la  pilló sorbiendo  un  espagueti,  que  atravesó  sus  seductores  labios.  Sintió  un  nudo en  el  estómago,  y  cuando ella  se  chupó  los  labios, no pudo evitar envidiar a aquel fideo. Al ver que le miraba, ella se ruborizó.

—Lo  siento.  Sé que estoy siendo  maleducada,  pero  no  me  pude  resistir  —dijo  con  una  sonrisa—.  Es  algo que siempre  quise  hacer  y  no  pude cuando comía  espaguetis con mis padres.

—No te preocupes. De hecho, puedes sorber el resto si te apetece. Aquí estamos sólo tú y yo.

—Gracias, pero será mejor que no lo haga.

—Intuyo  que  tus  padres te imponían  mucha  disciplina  —dijo,  tomando  un  sorbo de vino.

—Lo siguen  haciendo,  o  al  menos  lo  intentan.  Incluso  ahora,  no  se  detendrán  ante  nada para devolverme  a  Savannah  con  el  fin  de  tenerme  controlada.  Esta  mañana  recibí  una  llamada  de  mi  abogado  advirtiéndome  de  que  es  posible  que  hayan  encontrado  una  laguna  legal  en  el  fondo  fiduciario  que  crearon  mis  abuelos  antes de su muerte.

Él alzó una ceja.

—¿Qué tipo de laguna legal?

—Una que dice que se supone que tengo que estar casada pasado un año. Si eso es  cierto,  tengo menos de tres meses  —dijo ella,  indignada—.  Seguro que esperan que vuelva a Savannah para casarme con David.

—¿David?

 Paula lo miró a los ojos y Jason detectó la preocupación que había en su mirada.

—Sí,  David Pierce.  Pertenece  a  una  familia  acaudalada  de  Savannah  y  mis  padres han decidido que David y yo somos la pareja perfecta.

Él  vió  cómo  sus  hombros  se  elevaban  y  descendían  conforme  lanzaba  varios  suspiros.  Era  obvio que no  le  gustaba la  idea de  convertirse  en  la  señora de  David Pierce. Maldita sea, y a él tampoco le gustaba.

—¿Cuándo sabrás lo que tienes que hacer?

—No  estoy  segura. Tengo  un  buen  abogado,  pero  he  de  admitir  que  el  de  mis  padres tiene  más  experiencia  en  estas  cosas.  En  otras  palabras,  es  un  viejo  zorro.  Estoy  convencida de que mis abuelos  dispusieron mi herencia pensando que velaban por mi futuro porque, en sus círculos sociales, lo ideal era que una joven se casara a los veintiséis años.

—¿Y tus padres no tienen reparos en obligarte a que te cases?

—No,  en  absoluto.  No  les  importa  mi  felicidad.  Lo  único  que  les  importa  es  demostrar una vez más que controlan mi vida y siempre la controlarán.

Pedro detectó el temblor que había en su voz y cuando Paula bajó la vista como para  mirar  a  los  cubiertos,  supo  que  estaba  a  punto  de  echarse  a  llorar.  En ese momento,  algo  en su interior quiso levantarse,  abrazarla  y  decirle  que  todo  saldría  bien.

—Creía  que  en  la  universidad  me  libraría  de  la  vigilancia  de  mis  padres,  pero  descubrí  que habían delegado en determinadas  personas,   administrativos  y  profesores,  para  que  me  controlaran  y  les  informaran  de  mi  comportamiento  —dijo  ella,  interrumpiendo  sus  pensamientos—.  Y  pensaba,  de  veras  te lo  digo,  que  el  dinero  que  iba  a  heredar  junto  con  el  rancho  eran  el  modo  de  empezar  a  vivir  mi  propia vida como quisiera y el fin de la autoridad de mis padres. Iba a ejercitar mi libertad por primera vez en la vida.

Hizo una breve pausa.

—Pedro.  Me  encanta  este  sitio.  Aquí  puedo  vivir  como  quiero,  hacer  lo  que  deseo. Es una libertad de la que no he disfrutado jamás y no quiero renunciar a ella.

—Entonces, no lo hagas. Lucha por lo que realmente quieres.

Ella volvió a dejar caer los hombros.

—Aunque mi idea es intentarlo, es más fácil decirlo que hacerlo. Mi padre es un personaje  muy  conocido  e  influyente  en  Savannah  y  tiene  muchos  amigos  jueces.  A  cualquiera  le  resultaría  ridículo  intentar  algo  tan  arcaico  como  obligar a  alguien  a  casarse,  pero  mis  padres  recurrirán  a  la  ayuda  de  sus  amigos  para  que  acabe  accediendo.

Una vez más, Paula se quedó en silencio durante un rato.

—Cuando supe de la existencia  de  Roberto y  le  pregunté  a  mi  padre  por  qué  nunca  me  contó  nada  de  su  vida  aquí  en  Denver,  no  quiso  decirme  ni  una  sola  palabra,  pero  he  estado  leyendo  los  diarios  de  mi  abuelo.  Afirma  que  mi  padre  odiaba vivir aquí. Mi abuela había venido de visita, conoció a Roberto y se enamoró, así  que  nunca  volvió  al  este.  Su  familia  la  desheredó  por  aquella  decisión.  Pero  después de acabar sus estudios en la universidad, mi padre se trasladó a Savannah y buscó  a  sus  abuelos  maternos,  quienes  se  mostraron  dispuestos  a  aceptarlo  de  buen  grado  siempre  y  cuando  nunca  les  recordara  lo  que  ellos  consideraban  una  traición  por parte de su hija, y así lo hizo.

 Entonces Paula enderezó la espalda y esbozó una sonrisa forzada.

—Cambiemos de tema —sugirió—. Pensar en mis tribulaciones ya es de por sí bastante  deprimente  y  has  organizado  una  comida  demasiado  agradable  como  para  que nos vengamos abajo. Disfrutaron del resto del almuerzo y hablaron de otras cosas.

Él le habló de su negocio de cría  de  caballos  y  sobre  cómo  él  y  los  Alfonso de  Atlanta  habían  descubierto que eran parientes a través de su bisabuelo Rafael Alfonso.

Propuesta: Capítulo 7

—Las  dejamos que se lo crean porque poco  a  poco  nos  van superando en número. Aunque Camila está en Australia, sigue teniendo voz y voto. Cuando se le pide que opine, se pone del lado de las mujeres.

—¿Decidís las cosas por votación?

—Sí,  creemos  en  la  democracia.  La  última vez que lo  hicimos fue  para  decidir  dónde  sería la cena  de  Navidad.  Normalmente  se  celebra  en  casa  de  Federico porque  era la antigua casa familiar, pero estaban renovando la cocina, así que decidimos por votación ir a la de Diego.

—¿Todos tienen casa?

—Sí.  Al  cumplir  los  veinticinco,  todos  heredamos  cuarenta  hectáreas.  Me  divirtió mucho bautizar mi finca.

—¿La tuya es Casa de Pedro, verdad?

—Así es.

Mientras él  le hablaba,  el cuerpo  de Paula había  estado  reaccionando  al  sonido  de  su  voz  como  si  tuviese  el  cometido  de  captar  todos  y  cada  uno  de  sus  matices.  Inspiró con fuerza y empezaron a conversar de nuevo, pero esta vez sobre la familia de  ella.  Él  había sido  sincero  al  hablarle  de  su  familia,  así  que  ella decidió  serlo  también sobre la suya.

—Mis  padres  y  yo  no  estamos  tan  unidos  y  no  recuerdo  ningún  momento  en  que  lo  estuviésemos.  No  están  de  acuerdo  con  que  me  haya  trasladado  aquí  —dijo,  preguntándose por qué quería compartir con él hasta el último detalle.

—¿Tienes más familia, primos?

—Mis padres eran hijos únicos. Tío Antonio tiene un hijo y una hija, pero no he tenido contacto con ellos desde la lectura del testamento. El tío sólo hablaba conmigo cuando pensaba que iba a vender el rancho y el ganado a su amigo.

Cuando la camioneta se detuvo frente a un enorme edificio, ella tuvo que secarse las lágrimas de lo mucho que se había reído con el relato de los líos en que se metía la menor de los Alfonso.

—No puedo imaginar que tu prima Romina—que a ella le parecía tan inocente— fuese tan camorrista de pequeña.

Pedro se echó a reír.

—Eh, no te dejes engañar por ella. Los primos Marcos y Adrián están en Harvard y Gabriel se alistó en la Marina. Le pedimos a Romina que se quedase en la universidad local para poder tenerla vigilada —se echó a reír y luego añadió—: Y aquello fue un error, porque al final fue ella la que empezó a controlarnos a nosotros.

Cuando  Pedro apagó  el  motor  de  la  camioneta, ella contempló  a  través del parabrisas el edificio que se alzaba ante ellos.

—¿Pero esto es un restaurante?

—No. Es Blue Ridge Management, la compañía que mi padre y mi tío fundaron hace unos cuarenta años. Cuando ellos murieron, Federico y Diego se hicieron cargo de  la  empresa,  pero  Diego decidió  finalmente  convertirse  en  criador  de  ovejas  y  Fede es  ahora  el  director  ejecutivo.  Mi  hermano  Nicolás tiene  un  puesto  en  la  directiva. Mis primos Pablo y Leonardo, al igual que yo, estuvimos trabajando para la empresa  cuando  terminamos  nuestros  estudios  universitarios,  pero  el  año  pasado  decidimos  montar  Montana  Alfonso y dedicarnos a  entrenar y criar  caballos.  Digamos que el  trabajo  de  oficina nunca fue nuestro fuerte.  Como Diego,  preferimos trabajar al aire libre.

Ella asintió y siguió su mirada hasta el edificio.

—¿Y vamos a comer aquí?

—Sí,  conservo  aquí  mi  despacho  y  de  vez  en  cuando  vengo  a  hacer  negocios.  He avisado de que veníamos y la secretaria de Fede ya se ha ocupado de prepararlo todo. Poco después  caminaban  por  el  enorme  vestíbulo de Blue Ridge Land  Management. 

Tras  detenerse  en  el  control  de  seguridad,  tomaron  el  ascensor  para  acceder a la planta de los ejecutivos. Pedro la  sorprendió  tomándola  del  brazo  y  conduciéndola   hacia  una serie de  despachos para detenerse en uno en concreto que llevaba su nombre en la puerta.  A ella le latía con fuerza el corazón.  Aunque él no la había calificado  como  tal,  para Paula aquella comida no dejaba de ser una cita. La idea se vió reforzada cuando él abrió la puerta y vió la mesa preparada para el almuerzo. La habitación era espaciosa y desde ella se veía todo Denver.

—Pedro, la mesa y la panorámica son preciosas. Gracias por invitarme a comer.

 —De nada —dijo él, ofreciéndole una silla.

—Abajo hay  un  restaurante enorme para  los  empleados,  pero  pensé  que  aquí  tendríamos más intimidad.

—Muy atento por tu parte.

«Lo he hecho por razones puramente egoístas», pensó Pedro mientras se sentaba frente a ella. Le gustaba tenerla para él solo. Aunque no solía beber té, siempre estaba deseando  visitarla para sentarse a charlar con ella.  Disfrutaba de su  compañía.  La  miró y sus miradas se encontraron. La reacción que tenían ambos con respecto al otro siempre  le  sorprendía,  porque  era  natural  y  descontrolada  al  mismo  tiempo.  No podía detener  el  calor que fluía por su cuerpo  en  aquel  momento,  ni  aun  proponiéndoselo.  Lentamente, ella rompió el contacto visual para bajar la mirada al plato. Cuando volvió a mirarle, sonreía.

—Espaguetis.

Él no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Sí.  Recuerdo que el otro  día comentaste  lo  mucho  que  te  gustaba  la  comida  italiana.

Propuesta: Capítulo 6

—Sí,  a  finales  de  esta  semana  me  llevarán  la  nevera  y  la  cocina.   Estoy  emocionada.

Pedro no pudo evitar reírse, porque realmente lo estaba.

—¿Vas a quedarte un tiempo por la ciudad, Paula?

—Sí. Tengo una reunión con Juan a última hora de la tarde. Voy a reunirme con él una vez a la semana, como sugeriste.

Él se alegró de que hubiese seguido su consejo.

—¿Te apetece comer conmigo? Hay un sitio cerca de aquí donde se come bastante bien.

—Me encantaría.

Pedro sabía que a él también le encantaría. Llevaba pensándolo mucho tiempo, sobre todo por la noche, cuando le costaba conciliar el sueño. Nunca se había sentido tan atraído por ninguna otra mujer. Tenía algo. Algo que no podía controlar y que lo atraía hacia ella. Quería averiguar hasta dónde iba a llegar y dónde acabaría.

—Podemos ir en  mi  camioneta.  Tu coche  estará  bien  aquí  estacionado hasta  que  volvamos.

—Muy bien.

Salieron juntos de la tienda y se dirigieron hacia la camioneta. Era un hermoso día  de  mayo  pero,  cuando  Pedro vió  que  ella  se  estremecía,  imaginó  que, en un día como  aquél,  en  Savannah  hacía  una  temperatura  de  más  de  veinticinco  grados.  En Denver, se mostraban encantados si en el mes de junio superaban los quince. Se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros.

—No hacía falta que hicieras eso.

Él sonrió.

—Sí hacía falta. No quiero que te resfríes por mi culpa.

Paula llevaba  pantalón  negro  y  un  jersey  de  lana  azul  claro.  Como  siempre,  su  aspecto era muy femenino. Y además llevaba su chaqueta. Siguieron caminando y, al llegar  a  la  camioneta,  ella alzó  la  vista  y  sus  miradas  se  encontraron.  Pedro sintió  la  electricidad  que  surgía  entre  los  dos.  Ella  apartó  los  ojos  rápidamente,  como  si  le  avergonzara lo evidente de la atracción que había entre ambos.

—¿Quieres que te devuelva la chaqueta? —preguntó ella en voz baja.

—No, quédatela. Me gusta que la lleves.

Ella se mordió el labio inferior.

—¿Por qué te gusta que la lleve?

 —Porque es así. Y porque es mía y la llevas tú.

Paula estaba convencida de que no había nada más cautivador que la sensación de llevar la chaqueta de un hombre cuya existencia representaba la esencia de la masculinidad.  La  impregnaba  del  calor,  el olor y el aura de Pedro en todos los aspectos posibles. La inundaba de la necesidad de tener, saber y sentir más de Pedro Alfonso.  Al  mirarle  a  través de la ventanilla  del  coche  mientras  él  sacaba  el  teléfono para reservar mesa en el restaurante, no pudo evitar sentir cómo la sangre se aceleraba en sus venas y un calor se aposentaba en su interior. Observó como volvía a meterse el teléfono en el bolsillo, pasaba por delante de la  camioneta  y  entraba  en  ella.  Era  el  tipo  de  hombre  con  el  que  a  una  mujer  le  encantaría acurrucarse en una noche fría de Colorado. Sólo la idea de en estar con él frente  a  una  chimenea  encendida  sería  una  fantasía  hecha  realidad  para  cualquier  mujer... Y su mayor temor.

—¿Estás cómoda? —preguntó él, poniéndose un sombrero de ala ancha.

Ella lo miró, fijó la mirada en él por un instante y luego asintió.

—Sí, estoy bien, gracias.

—De nada.

Salió marcha atrás del aparcamiento sin decir una palabra, pero ella no dejó de fijarse  en  las manos que agarraban el  volante.  Eran grandes  y  fuertes, y ella imaginaba cómo la agarrarían. Ese pensamiento impregnó de calor cada célula, cada poro de su cuerpo, extendiéndose a sus huesos y haciendo que se rindiera a algo que nunca había experimentado con anterioridad. Nunca antes le  había preocupado ser virgen, y tampoco  le preocupaba  en  ese  momento, excepto por el hecho de que lo desconocido estaba sacando a la luz su lado más atrevido. Provocaba que anticipara cosas que no debía anticipar.

—Te veo muy callada, Paula—dijo Pedro.

—Lo siento —respondió—. Estaba pensando en el viernes —decidió explicar.

—¿Viernes?

—Sí. Pamela me ha invitado a cenar.

—¿De verdad?

Paula detectó su tono de sorpresa.

—Sí.  Dijo  que  sería  la  oportunidad  perfecta  para que  los conociese a todos.  Al  parecer, todos mis vecinos son Alfonso, sólo que tú eres el que vive más cerca.

—¿Y qué es lo que te preocupa tanto del viernes?

—La cantidad de miembros de tu familia que voy a conocer.

Él rió entre dientes.

—Sobrevivirás.

—Gracias por el voto de confianza. Háblame de ellos.

 —Ya has conocido a los que creen que lo manejan todo, es decir, a las mujeres.

Ella se echó a reír.

—¿Acaso no es así?

Propuesta: Capítulo 5

Cumpliendo su palabra, se había pasado hacía unos días a tomar el té con ella. La conversación fue muy agradable y él le contó más cosas sobre su abuelo. Supo que Pedro y Roberto habían mantenido una relación muy cercana y en parte se alegró al pensar que él había contribuido a aliviar la soledad de su abuelo. Aunque  su  padre  se  había  negado  a  contarle  las  razones  que  le  llevaron  a  marcharse de casa, esperaba descubrirlo por sí misma. Su abuelo había escrito varios diarios y tenía intención de empezar a leerlos esa misma semana. Jason  también  le  resolvió  sus  dudas  sobre  cómo  llevar  el  rancho  y  le  aseguró  que  su  capataz  había  trabajado  para  su  abuelo  durante  varios  años  y  conocía  su  oficio. Aunque la visita de Pedro fue breve, ella la disfrutó enormemente.

Había  conocido  a  algunos  de  los  miembros  de  su  familia,  concretamente  a  las  mujeres, ya que hacía un par de días se habían presentado en su casa con regalos de bienvenida al vecindario. Pamela, Nadia y Mariana eran Alfonso por matrimonio y  Sofía y  Romina  de  nacimiento.  Le  hablaron  de  Camila,  la  hermana  de  Sofía y  Romina, que se había casado a primeros de ese año, se había trasladado a Australia y esperaba su primer hijo. Las  mujeres  la  habían  invitado  a  cenar  a  casa  de  Pamela  el  viernes  para  que  conociese al resto de la familia. Le pareció que la invitación era un gesto muy amable por  su  parte.  A  ellas  les  sorprendió  que  conociese ya a Pedro porque  él  no  les  había  comentado nada al respecto. No  estaba  segura  de  por  qué  no  lo  había  hecho,  cuando  era  evidente  que  los  Alfonso eran una familia muy unida, pero supuso que los hombres tienden a mantener sus actividades en privado y no las comparten con nadie.

Él le había dicho que  iba a  pasar  de nuevo  al  día  siguiente  a tomar el  té y ella  esperaba  ansiosa  su  visita. Era  obvio  que  entre  ambos  seguía  existiendo  una  fuerte atracción,  pero  Pedro siempre  se  comportaba  como  un  caballero.  Se  sentaba frente a Paula con  las  piernas  extendidas  y  tomaba el  té mientras  ella  le  hablaba.  Ella intentaba  no  acaparar  la  conversación,  pero  descubrió  que  él  era  alguien  con  quien  podía  hablar  y  que  escuchaba lo que tenía que decir. Y Pedro le había hablado de sí mismo. Paula supo que tenía treinta y cuatro años y  que  se  había  licenciado  por  la  Universidad  de  Denver.  También  le  contó  que  sus  padres y sus tíos habían muerto en un accidente de avión cuando él tenía dieciocho años, dejando huérfanos a catorce hermanos y primos. Le habló lleno de admiración de  cómo  Federico,  su  hermano  mayor,  y  su  primo  Diego se  habían  propuesto  mantener unida a la familia y lo habían logrado. No pudo evitar comparar esa familia tan numerosa con la suya, porque ella era hija  única  y,  aunque  quería  a  sus  padres,  no  recordaba  ni  una  sola  ocasión  en  que  hubiesen estado muy unidos. Entró    en  el  estacionamiento de  una  de  las  principales  tiendas  de electrodomésticos.  Cuando  regresara a  asa,  hablaría  con  el  capataz  para  ver  cómo  iban  las  cosas.  Pedro le  había  dicho  que  esas  reuniones  eran  necesarias  y  que  tenía  que mantenerse al tanto de todo lo que pasaba en el rancho. En cuanto entró en la tienda fue atendida por un vendedor y no le llevó mucho tiempo hacer las compras que necesitaba porque sabía exactamente lo que quería.

—¿Paula?

Se  giró  y  estaba  allí,  con  unos  vaqueros  que  se  ajustaban  a  sus  vigorosos  muslos, una camisa azul y una chaqueta ligera de piel que realzaba la anchura de sus hombros.

—Pedro, ¡Qué sorpresa tan agradable! —le dijo con una sonrisa.

Fue también  una  sorpresa agradable para  Pedro.  Había entrado en la tienda  y,  de inmediato, como un radar, había detectado su presencia y sólo tuvo que seguir el olor de su cuerpo para encontrarla.

—Lo mismo digo. He venido a comprar un calentador para el barracón —dijo,  devolviéndole la sonrisa.

Se metió las manos en los bolsillos porque, de otro modo, se habría sentido tentado de agarrarla y besarla. Deseaba besar a Paula, pero se contuvo. No quería precipitar las cosas ni que ella pensara que se interesaba  porque quería comprar a Hercules, porque no era el caso. Su interés se basaba en el deseo y la necesidad.

—El otro día conocí  a  las  mujeres  de  tu  familia.  Vinieron  a  hacerme  una  visita  —dijo ella.

—¿Ah, sí?

—Sí. Sabía que acabarían por  hacerlo, porque habían hablado de ir  a darte  la  bienvenida al vecindario.

—Son muy agradables —afirmó Paula.

—Yo  también  lo  creo.  ¿Has comprado todo lo que necesitas?  —se  preguntó si comería con él si se lo pidiese.

martes, 17 de octubre de 2017

Propuesta: Capítulo 4

—¿Y qué significa ser un Alfonso? —preguntó mientras se sentaba sobre las piernas para acomodarse aún más en el asiento.

—Somos muchos, quince en total —dijo Pedro.

—¿Quince?

—Sí. Sin contar las tres cuñadas y el marido australiano de una prima. En  nuestro árbol genealógico se nos conoce como los Alfonso de Denver.

—¿Significa eso que hay más en otras partes del país?

—Sí, hay una rama procedente de  Atlanta.  Allí  tenemos  quince  primos.  La  mayoría estaban en el baile.

Ella sonrió divertida.  Recordó  haber  pensado en  lo mucho  que se parecían  todos. Pedro había sido el único al que había podido ver de cerca, el único con el que había mantenido una conversación antes de que su tío la sacara casi a la fuerza de la fiesta.

—Mi tío Antonio y tú no se llevan muy bien.

 Si aquella afirmación sorprendió a Pedro, no se reflejó en su rostro.

—No, nunca nos hemos llevado bien —dijo como si la idea no le molestase. De hecho,  lo  prefería  así—.  Nunca hemos estado de acuerdo en una serie de cosas, no sabría decirte exactamente por qué.

—¿Y qué me dices de mi abuelo? ¿Te llevabas bien con él?

—Así es. Roberto y yo teníamos una muy buena relación, que comenzó siendo yo  un  niño.  Me  enseñó  muchas  cosas  sobre  cómo  llevar  un  rancho  y  yo  disfrutaba  mucho de nuestras charlas.

—¿Te comentó alguna vez que tenía una nieta?

—No, pero tampoco sabía que tenía  un  hijo. El único  familiar  suyo  al  que  conocía era Antonio , y Roberto y él mantenían una relación un tanto tirante.

Ella asintió. Había oído que su padre se había marchado de casa a los diecisiete años  para  ingresar  en  la  universidad  y  no  había  regresado  jamás.  Su  tío  Antonio afirmaba  que  no  estaba  seguro  de  si  las  discrepancias  habían  surgido  siendo  él  mismo todavía un niño. Miguel Chaves había amasado su fortuna en la Costa Este, primero como promotor inmobiliario y luego como inversor en todo tipo de negocios lucrativos.  Así  había  conocido  a  su  madre,  una  joven  de  la  alta  sociedad  de  Savannah, hija de un armador y diez años mayor que él. El matrimonio se había basado más en un incremento de sus respectivas fortunas que en el amor. Paula sabía que tanto su padre como su madre habían mantenido discretas aventuras. En cuanto a Antonio Chaves, sabía que el padre viudo de Roberto, de setenta años de edad, se había casado con una joven de treinta y tantos años cuyo único hijo era  Antonio.  Dedujo  por  ciertos  comentarios  que  había  logrado  escuchar  de  la  hija de Antonio, Valentina, que Antonio y Roberto nunca se habían llevado bien porque éste pensaba que Beatríz, la madre de su tío, no era más que una cazafortunas que se había casado con un hombre que podía ser su abuelo.

—Aquí todo el mundo se sorprendió al saber que Roberto tenía una nieta.

Paula rió por lo bajo.

—Sí, para mí también fue una sorpresa descubrir que tenía un abuelo.

—¿No sabías de la existencia de Roberto?

—No. Mi padre tenía casi cuarenta años cuando se casó con mi madre y ya tenía cincuenta  cuando  yo  era  una  adolescente.  Como  nunca  los  mencionó,  asumí  que  habían  fallecido.  No  supe  de  Roberto hasta  que  me  citaron  para  la  lectura  del  testamento.  Mis  padres  ni  siquiera  me  comentaron  nada  sobre  el  funeral.  Ellos  asistieron  a  la  ceremonia,  pero me habían dicho que se iban  de  la  ciudad  por un asunto de negocios.  Fue a su vuelta  cuando  me  anunciaron  que  el  abogado  de  Roberto les había aconsejado que yo asistiese al cabo de una semana a la lectura del testamento.  No  hace  falta  que  diga que me disgustó  que  mis padres  me  ocultaran  algo  así  durante  tantos  años.  Pensaba  que  la  enemistad  entre  mi  padre  y  mi  abuelo  no  tenía  por  qué  haberme  incluido  a  mí.  Me  invadió  un  enorme  sentimiento  de  pérdida por no haber conocido a Roberto Chaves.

Pedro asintió.

—A veces podía llegar a ser todo un caso, créeme.

—Háblame de él. Quisiera saber más del abuelo al que nunca conocí.

—Me sería imposible contártelo todo en un día.

—Entonces vuelve otro día a tomar el té y hablamos, si te parece bien.

Ella se mantuvo  expectante,  aunque  pensaba  que  seguramente  Pedro tenía  muchas más cosas que hacer con su tiempo aparte de sentarse con ella a tomar el té. Era probable que un hombre como él tuviese otras cosas en mente cuando estaba con alguien del sexo opuesto.

—Sí, me parece bien. De hecho, me encantaría.

Ella  suspiró aliviada  para  sus  adentros,  sintiéndose  de pronto aturdida, encantada.

—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.

—¿A qué te dedicas? —preguntó ella sin pensarlo.

—Comparto  con  varios  de  mis  primos  un  negocio  de  cría  y  entrenamiento  de  caballos.

Le tendió la taza vacía, y entonces sus manos se rozaron y Paula se estremeció al tiempo que notaba que él había sentido lo mismo.

—Gracias por el té, Pau.

 —De nada. Vuelve cuando quieras.

Él la miró a los ojos y sostuvo la mirada por un instante.

—Lo haré.

El martes de la semana siguiente, Paula fue en coche a la ciudad a comprar electrodomésticos  nuevos  para  la  cocina.  Quizá  la  adquisición  de  una  cocina  y  un  frigorífico  no  supongan  mucho  para  algunos,  pero  para  ella  era  la  primera  vez  y  estaba  expectante.  Además,  así  olvidaría  la  llamada  que  había  recibido  de  su  abogado a primera hora de la mañana. Antes  había  hablado  con  sus  padres  y  la  conversación  le  había  resultado  agotadora.  Su padre había insistido en  que  vendiese  el  rancho  y  volviese  a  casa  de  inmediato.  Al colgar  el  teléfono, se  había  sentido  más  dispuesta  que  nunca  a  mantenerse lo más alejada posible de Savannah. Llevaba tan sólo tres semanas en el rancho, pero el sabor de la libertad, el poder hacer lo que quisiera y cuando quisiera era un lujo al que se negaba a renunciar. Luego  pasó  a  pensar  en  otra  cosa,  o,  mejor  dicho,  en  otra  persona.  Pedro Alfonso.

Propuesta: Capítulo 3

—No  me  puedo  quejar  —sus  facciones  se  relajaron  y  desmontó  del  enorme  caballo como si fuese la cosa más fácil del mundo.

«Yo  tampoco  me  puedo  quejar»,  pensó  ella,  al  ver  que  subía  las  escaleras  del  porche.  Cuando lo tuvo delante, se quedó sin habla.  Algo que sólo  pudo describir  como un deseo ardiente y fluido se apoderó de ella, impidiéndole respirar, porque él mantenía la mirada fija en sus ojos tal y como lo había hecho en el baile.

—¿Y tú qué tal, Pau?

Ella parpadeó al darse cuenta de que le estaba hablando.

—¿Cómo?  ¿Yo?  —la  forma  en  que  Pedro sonrió  le  hizo  pensar  en  cosas  que  no  debía, como en lo mucho que le gustaría besar aquella sonrisa.

—¿Cómo has pasado estos días... aparte de ocupada? —preguntó él.

Paula inspiró con fuerza y le dijo:

—Han sido unos días de mucho ajetreo, a veces de auténtica locura.

—Ya me imagino. Y lo de antes lo decía en serio. Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo.

—Muchas gracias por el ofrecimiento  —ella había  visto  el  desvío  hacia  su  rancho. 

Había  allí  un  cartel  que  decía:  "Casa  de  Pedro".  Y  por  lo  que  había  conseguido  adivinar  entre  los  árboles,  era  un  rancho  enorme  con  una  hermosa  casa  de  dos  plantas. De pronto recordó sus modales y le dijo:

—Estaba a punto de tomar un té. ¿Te apetece?

Él se apoyó en un poste y su sonrisa se hizo más grande.

—¿Té?

—Sí.

 Ella  supuso  que  él  lo  encontraba  divertido.  Lo  último  que  podría  apetecerle  a  un  vaquero  después  de  montar era una taza  de  té.  Seguramente  una  cerveza  fría  hubiese sido más de su agrado, pero era lo único que no tenía en la nevera.

—Si no te apetece, lo entenderé —le dijo ella.

—Una taza de té me irá bien.

—¿Estás seguro?

—Sí, segurísimo.

—Estupendo —abrió la puerta y él la siguió al interior de la casa.

Pedro pensó  que  estaba  guapísima,  pero  es  que,  además,  Paula olía  muy bien. Deseó encontrar una forma de ignorar el calor que le inundó al percibir el aroma de su cuerpo.

—Siéntate, Pedro, te traeré el té.

—De acuerdo.

La vió  meterse  en  la  cocina,  pero  en  lugar  de  sentarse,  se  quedó  de  pie  contemplando los cambios que se habían hecho en la vivienda. Inspiró con fuerza al recordar la última vez que vió a Roberto Chaves con vida. Fue un mes antes de su muerte. Pedro había ido a ver cómo estaba y a montar a Hercules. Era una de las pocas personas  que  podía  hacerlo,  porque  Roberto había  decidido  que  fuese  él  quien  domase al caballo.

Había bajado la vista para examinar el dibujo de la alfombra cuando la oyó entrar en la habitación.  Al levantar la mirada, parte de él deseó no haberlo hecho. La media  melena  rizada  que  enmarcaba  su  rostro  convertía  en  suave  al  tacto  su  piel  caoba y realzaba sus ojos color avellana. Era  una  mujer  refinada,  pero  él  percibía  en  ella  una  fuerza  interior  a  tener  en  cuenta.  Se  lo  había  demostrado  al  suponer  que  había  ido  a  verla  para  poner  en  cuestión  su  cordura  al  mudarse  allí.  Pero  quizá  era  él  quien  debía  cuestionarse  su  propia  cordura  por  no  convencerla  de  que  regresara  al  lugar  del  que  había  venido.  Por  muy  buenas  intenciones  que  tuviese,  no  estaba  hecha  para  ser  ranchera,  no  con  aquellas manos suaves y las uñas arregladas. Supuso  que  debía  existir  algún  tipo  de  conflicto  interno  que  la  había  llevado  a  decidirse  a  dirigir  el  rancho.  En  ese  momento  decidió  que  haría  todo  lo  posible  por  ayudarla  a  hacerlo  con  éxito.  Y  mientras  ella  posaba  la  bandeja  del  té  en  la  mesa,  supo que, entretanto, deseaba además conocerla mejor.

—Es  una  infusión  de  hierbas.  ¿Quieres  que  traiga  algo  para  endulzarla?  —preguntó Paula.

—No —negó él con rotundidad, a pesar de no estar muy seguro.

Aún seguía de pie cuando ella cruzó la habitación para acercarle su taza de té, y a  cada  paso  que  daba,  él  tenía  que  expulsar  el  aire  de  sus  pulmones.  Era  de  una  belleza  apabullante,  pero  al  mismo  tiempo  resultaba  tranquilizadora.  ¿Qué  edad  tendría  y  qué  estaría  haciendo  allí,  en  mitad  de  ningún  sitio  e  intentando  dirigir  un  rancho?

—Aquí tienes, Pedro.


 Le  gustó  el  modo  en  que  pronunciaba  su  nombre.  Cuando  agarró  la  taza,  sus  manos se rozaron e, inmediatamente, sintió una punzada en el estómago.

—Gracias  —dijo. 

Pensó que tenía que apartarse  y  no  dejar  que  Paula invadiera su espacio, pero al mismo tiempo deseaba que se quedase allí.

—De  nada.  Sugiero  que  nos  sentemos  o  acabaré  con  dolor  de  cuello  de  tanto  alzar la cabeza para mirarte.

Pedro pensó que sentarse con una mujer en su salón para tomar el té y conversar era una de las locuras más grandes que había hecho jamás. Pero lo estaba haciendo y, en ese momento, no podía imaginar otro lugar en el que pudiera sentirse mejor.

—Háblame de tí, Pedro—se oyó decir, deseosa de saber del hombre que parecía ocupar tanto espacio en su salón como en su cabeza.

—Soy un Alfonso—respondió él con una sonrisa.

Propuesta: Capítulo 2

Y  lo  triste  es  que  no  había  sabido  de  la  existencia  de  su  abuelo  hasta  que  le  notificaron  la  lectura  de  su  testamento.  No  le  habían  avisado  a  tiempo  para  que  asistiese  al  funeral  y  en  parte  todavía  estaba  molesta  con  sus  padres  por  habérselo  ocultado.

No  sabía  que  había  abierto  una  brecha  permanente  entre  padre  e  hijo,  pero  fuera  cual  fuese  la  contienda  entre  ambos,  no  debía  haberla  incluido  a  ella.  Tenía  todo el derecho a conocer a Roberto Chaves y lo había perdido. Antes  de  marcharse  de  Savannah  le  había  recordado  a  sus  padres  que  tenía  veinticinco  años  y  que  era  lo  suficientemente  mayor  como  para  tomar  sus  propias  decisiones.  Y  tanto  el  fondo  fiduciario  que  sus  abuelos  maternos  habían  establecido  como el rancho que acababa de heredar de su abuelo paterno le facilitaban enormemente la tarea. Era la primera vez en su vida que tenía algo realmente suyo. Sería mucho pedir que Miguel y Alejandra Chaves vieran las cosas de ese modo y le habían dejado claro que no era así. No le sorprendería que en ese preciso instante estuviesen  visitando  a  su  abogado  para  buscar  un  modo  de  obligarla  a volver a Savannah.  Pero tenía noticias que  darles:  aquél era su hogar y tenía  intención  de  quedarse.  Si ellos tuvieran voz y voto, ella estaría en Savannah, comprometida con David Pierce.  La  mayoría  de  las  mujeres  considerarían  a  David,  por  su  atractivo  y  su  riqueza,  un  buen  partido.  Y  si  ella  lo  pensaba  dos  veces,  también  podría  verlo  así.  Pero ése era el problema: que tenía que pensarlo dos veces. Habían salido juntos en muchas  ocasiones  pero  nunca  había  surgido  una  conexión  entre  ambos  y  ninguna  chispa de entusiasmo por parte de ella.

Había intentado explicárselo a sus padres con toda la delicadeza del mundo, pero ellos no habían dejado de imponérselo a la menor ocasión, lo que demostraba lo autoritarios que podían llegar a ser. Y   hablando   de   autoridad...   su   tío   Antonio se   había   convertido   en   otro   problema.  Tenía  cincuenta  años,  era  el  hermanastro  de  su  abuelo  y  ella  lo  había  conocido en su primer viaje a Denver para la lectura del testamento. Él pensaba que iba  a  heredar  el  rancho  y  se  había  sentido  muy  decepcionado  al  descubrir  lo  contrario.  También  esperaba  que  ella  lo  vendiese  todo  y,  cuando  había  decidido  no  hacerlo,  se  había  enfadado  y  le  había  dicho  que  su  amabilidad  se  había  terminado,  que no movería un dedo para ayudarla y que deseaba que descubrirse de la peor de las maneras que había cometido un error. Sentada en la hamaca del porche, pensó que no se había equivocado al decidir hacer  su  vida  allí.  Se  había  enamorado  de  la  finca  y  no  le  había  costado  llegar  a  la  conclusión  de  que,  aunque  le  habían  negado la oportunidad de conocer a su abuelo en  vida,  conectaría  con  él  a  su  muerte  al  aceptar  su  regalo.  Una  parte  de  ella  sentía  que, aunque nunca se habían conocido, él había adivinado de algún modo la infancia tan  desgraciada  que  había  tenido  y  le  estaba  ofreciendo  la  oportunidad  de  disfrutar  de una vida adulta más feliz.


Iba  a  volver  a  entrar  en  la  casa  para  seguir  empaquetando  las  cosas  de  su  abuelo cuando vio a lo lejos a alguien que se acercaba a caballo. Conforme el jinete se aproximaba,  lo  reconoció  y  sintió  un  cosquilleo  en  la  boca  del  estómago.  Era  Pedro Alfonso.  Se preguntó por qué vendría a visitarla. Le había comentado su interés por la  finca  y  por  Hercules.  ¿Habría  ido  a  convencerla  de  que  se  había  equivocado  al  mudarse allí, tal y como habían hecho su tío y sus padres? ¿Intentaría insistir en que le vendiese la finca y el caballo? Si ése era el caso, su respuesta iba a ser la misma que había  dado  a  los  demás.  Iba  a  quedarse  y  Hercules  seguiría  siendo  suyo  hasta  que  decidiese lo contrario.

—Hola, Pau.

—Pedro—ella  alzó  la  vista  hacia  los  ojos  marrones  que  la  observaban  y  pudo  jurar que irradiaban calor.  El tono de su voz le provocó un hormigueo en la piel igual que el de aquella otra noche—. ¿A qué se debe esta visita?

—Tengo  entendido  que has decidido probar como ranchera.

 Ella alzó la cabeza, sabiendo lo que vendría después.

—Así es. ¿Algún problema?

—No,  en  absoluto  —dijo  él  con  soltura—.  La  decisión  es  tuya.  Sin  embargo,  estoy seguro de que sabes que no te va a resultar fácil.

 —Sí, soy consciente de ello. ¿Alguna otra cosa que quieras decirme?

—Sí.  Somos  vecinos,  así  que,  si  alguna  vez  necesitas  ayuda,  no  dudes  en  decírmelo.

Ella se sorprendió. ¿Le estaba ofreciendo su ayuda?

 —¿Estás siendo agradable porque sigues queriendo comprar a Hercules? Porque si es así, debes saber que todavía no he tomado una decisión al respecto.

 Él se puso serio y su mirada se volvió ruda.

—La razón por la que estoy siendo agradable es que me tengo por una persona amable. Y en cuanto a Hercules, sí, sigo queriendo comprarlo, pero eso no tiene nada que ver con mi ofrecimiento.

Paula vió  que le había ofendido y  se  arrepintió  de  inmediato.  Normalmente  no  era tan desconfiada con la gente, pero se mostraba susceptible cuando se hablaba de la propiedad del rancho porque tenía a mucha gente en su contra.

—Quizá no debería haberme precipitado en mis conclusiones.

—Sí, quizás.

Todas las células de su cuerpo empezaron a estremecerse bajo la intensa mirada de Pedro. En ese momento supo que su ofrecimiento había sido sincero. No entendía bien cómo podía saberlo, pero así era.

—Reconozco mi error y te pido disculpas —dijo.

—Disculpas aceptadas.

—Gracias  —y  como  quería  recuperar  la  buena  sintonía  que  tenía  con  él,  le  preguntó—: ¿Cómo te va, Pedro?