Reconocía su mirada. Una mirada enigmática y ansiosa que sugería que la deseaba y que, si se le diese la oportunidad, la tomaría allí mismo, sobre la mesa de la cocina, en un acto que entrañaría algo más que besos. Tragando saliva con dificultad, Paula apartó la mirada y pensó que sería buena idea cambiar de tema. Hablar de un posible casamiento entre ambos no era lo más adecuado en ese momento.
—Al menos he pagado los electrodomésticos que me traerán la semana que viene. Creo que esta cocina y esta nevera estaban ya en la casa cuando mi padre vivía aquí.
—Seguramente.
—Así que hacían falta nuevos, ¿No te parece?
Durante los diez minutos siguientes estuvieron hablando de asuntos triviales. Cualquier otra cosa podía levantar chispas e incendiarse en Dios sabe qué.
—¿Pau?
—¿Sí?
—Esto no funciona.
Entendió lo que Pedro quería decir. La conversación había derivado de los electrodomésticos a las tazas rotas, de que él no quería cerveza a los muebles del salón y a la película más taquillera de la semana anterior, pero todo como si a ninguno de los dos les importara lo más mínimo.
—¿No?
—No. Está bien que sintamos lo que estamos sintiendo en este momento, tomes la decisión que tomes dentro de una semana. Y precisamente por eso —dijo, levantándose—, si estás segura de que no quieres que te ayude a retirar las tazas rotas, será mejor que me vaya antes de que...
—¿Antes de qué? —preguntó ella al ver que dudaba a la hora de acabar la frase.
—Antes de que te coma viva.
Ella inspiró de forma rápida al imaginarse la escena. Y entonces, en vez de dejarlo estar, preguntó algo realmente estúpido:
—¿Y por qué querrías hacer algo así?
Pedro sonrió. Y la forma en que lo hizo aceleró rápidamente el pulso de Paula en varias partes de su cuerpo. No fue una sonrisa depredadora, sino una que decía: «Si de veras quieres saberlo...».
—La razón por la que te comería viva es que el otro día sólo tuve ocasión de probarte un poco. Pero lo suficiente como para haber perdido el sueño desde entonces. Y he descubierto que me muero por conocer a qué sabes. Así que, si no estás preparada para que eso ocurra, acompáñame hasta la puerta.
Francamente, en ese instante ella no estaba segura de para qué estaba preparada y pensó que ese grado de duda era razón suficiente como para acompañarle hasta la puerta. Tenía muchas cosas que pensar y que solucionar en su cabeza, y tan sólo una semana para hacerlo. Se levantó y rodeó la mesa. Cuando él le tendió la mano, ella supo que, si se tocaban, se desataría una cadena de sensaciones y acontecimientos para lo que no estaba segura de estar preparada. Trasladó la mirada de su mano a su rostro y vio que él también lo sabía. ¿Se suponía que aquello era un desafío? ¿O sencillamente era una forma de enfrentarla a lo que sería vivir con él bajo el mismo techo? Podía haber ignorado su mano extendida, pero habría sido de muy mala educación y ella no era una persona maleducada.
Pedro la estaba observando. Esperando a que ella diera el paso siguiente. Así que lo dió, colocando su mano en la de él. Y en cuanto se tocaron ella lo notó. El calor de su cuerpo se extendió por el de ella y en lugar de resistirlo se sumergió más y más en él. Antes de que detectara sus intenciones, Pedro le soltó la mano y le deslizó los dedos por el brazo arriba y abajo, en una caricia tan suave y sensual que ella tuvo que cerrar la boca con fuerza para no gemir. La miraba con intensidad, y ella se dio cuenta en ese momento de que la caricia no era lo único que la estaba desarmando. El olor de su cuerpo la impregnaba y atraía de tal forma que se le humedecieron las braguitas. «Dios mío».
—Puede que me equivoque, Pau—dijo Pedro con voz grave y susurrante mientras seguía acariciándole los brazos—. Puede que estés preparada para que te saboree entera, deslice la lengua por tu piel, te deguste en mi boca y me dé un festín de ti con la terrible ansia que necesito saciar. Y puede que también estés preparada para que, mientras su sabor delicioso se interna en mi boca, use la lengua para mantenerte en vilo una y otra vez y te suma en un deseo que tengo intención de satisfacer.
Sus palabras ya la estaban excitando tanto como sus caricias. Le hacían sentir cosas. Desear cosas. Y aumentaban su deseo de explorar. Experimentar. Ejercitar su libertad de esa manera.
—Dime que estás preparada —le urgió en voz baja—. Me excito y me caliento sólo con mirarte. Por favor, dime que estás preparada para mí.
Paula pensó que aquél era el susurro más ronco que había escuchado jamás, y le afectó tanto física como mentalmente. Le empujó a desear lo que fuese que él le ofrecía. Lo que fuese aquello para lo que supuestamente estaba preparada. Como para otras mujeres, el sexo no era para ella un gran misterio. Al menos desde que, cuando tenía doce años, vió a Carla, el ama de llaves de sus padres, con el jardinero. Entonces no había entendido el por qué de aquellos gemidos y gruñidos y por qué tenían que estar desnudos. Conforme crecía, la habían protegido de cualquier encuentro con el sexo opuesto y nunca había tenido tiempo de pensar en ello.
martes, 31 de octubre de 2017
Propuesta: Capítulo 15
Paula se quedó con la boca abierta.
—¿Contigo?
—Sí.
Miró a Pedro largo y tendido y luego negó categóricamente con la cabeza.
—¿Y por qué querrías tú casarte conmigo? —preguntó, confundida.
—Piénsalo, Pau. Ambos saldríamos ganando de esta situación. Si te casas conmigo, conservarás tu fondo fiduciario y tus padres no podrán interponerse. Y yo también obtendré lo que quiero: tu finca y a Hercules.
Ella abrió los ojos, asombrada.
—¿Estás hablando de un matrimonio de conveniencia?
—Sí —Pedro pudo ver una luz brillando en la mirada inocente de Paula. Pero luego se volvió cautelosa.
—¿Y quieres que te dé mi finca y a Hercules?
—La finca sería para los dos y Hercules sólo para mí.
Paula se mordisqueó el labio inferior pensando en la proposición al tiempo que intentaba evitar la decepción que amenazaba con invadirla. Había ido a Denver a vivir de forma independiente, no dependiente. Pero lo que él proponía no era lo que ella había planeado. Estaba aprendiendo a vivir sola sin el control de sus padres. Quería tener su propia vida y Pedro acababa de proponerle que la compartiesen. Incluso aunque fuese un arreglo temporal, no iba a poder evitar sentir que le arrebataban su independencia.
—¿Y cuánto tiempo tendremos que estar casados?
—Tanto como queramos, pero al menos un año. Luego seremos libres de pedir el divorcio. Pero piénsalo, una vez que enviemos a tu padre la prueba de que estamos legalmente casados, no tendrá más remedio que levantar la suspensión de tu fondo fiduciario.
Paula sabía que sus padres siempre serían sus padres y, aunque los quería, no podía seguir soportando el modo en que la controlaban. Creía que la proposición de Pedro podría funcionar, pero todavía albergaba algunas reservas y preocupaciones.
—¿Viviremos en casas separadas? —se atrevió a preguntar.
—No, viviremos o aquí o en mi casa. No me importa mudarme aquí si hace falta, pero no podemos vivir separados. No podernos darles ni a tus padres ni a nadie razones para pensar que nuestro matrimonio es una farsa.
Ella asintió, pensando que era lógico, pero tenía que hacerle otra pregunta. Era delicada, pero necesitaba saber la respuesta. Se aclaró la garganta.
—Y si vivimos en la misma casa, ¿Esperas que durmamos en la misma cama?
Él la miró fijamente.
—Creo que a estas alturas ha quedado claro que existe una atracción entre nosotros, razón por la cual esta noche, tal y como tú has señalado, no he sido precisamente el señor Simpatía. El beso que nos dimos me hizo desear más y creo que sabes a lo que podría haberme llevado ese deseo.
Sí, Paula lo sabía. Y dado que él estaba siendo sincero con ella, se vió en la necesidad de corresponder.
—Y la razón por la que estuve «fría», como has dicho, fue porque al besarte sentí cosas que nunca había sentido antes y con todo lo que me está pasando, lo último que necesito es un amante. ¿Y ahora pretendes que acepte a un marido, Pedro?
—Sí, pero sólo porque así dejarás de tener los problemas que tienes. Y me gustaría que nos acostásemos juntos, pero esa decisión te la dejo a tí. No voy a presionarte para que hagas algo que te incomode, pero seguramente sabes que, si vivimos bajo el mismo techo, tarde o temprano acabará sucediendo.
Paula tragó saliva. Sí, lo sabía. Si se casaba, se solucionarían sus problemas y, como Pedro había dicho, él también obtendría lo que deseaba: ser copropietario de la finca y dueño de Hércules. Ambos saldrían ganando de esa situación. Pero aun así...
—Tengo que pensarlo, Pedro. Tu proposición me parece buena pero tengo que estar segura de que es la solución adecuada.
—¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para pensarlo?
—Como mucho una semana. Para entonces ya tendré una respuesta —y deseó por encima de todas las cosa que fuese la correcta.
—Vale, me parece bien.
—¿No estás saliendo con nadie? —preguntó ella, porque necesitaba asegurarse.
—No. Créeme. No podría estar con alguien y besarte de la forma en que lo hice el otro día.
La mención del beso le hizo recordar ese día y la facilidad con que sus labios se habían amoldado a los de él. Había percibido enseguida su pasión, y algunas de las cosas que le había hecho con la lengua casi le hacen perder la cabeza. El cuerpo de Paula se estremecía en secreto por la intensidad de aquellos recuerdos. ¿Y esperaba que viviesen bajo el mismo techo sin acostarse? Definitivamente, era una expectativa nada realista por su parte. Desde que se besaron, estar bajo el mismo techo el tiempo que fuese era una bomba de relojería pasional que tarde o temprano estallaría y ambos lo sabían. Ella lo miró desde el otro lado de la mesa y se le encogió el estómago. Él la estaba mirando igual que aquel día justo antes de besarla. Y ella le había devuelto el beso. Se había acoplado a su boca y había disfrutado de cada segundo.
—¿Contigo?
—Sí.
Miró a Pedro largo y tendido y luego negó categóricamente con la cabeza.
—¿Y por qué querrías tú casarte conmigo? —preguntó, confundida.
—Piénsalo, Pau. Ambos saldríamos ganando de esta situación. Si te casas conmigo, conservarás tu fondo fiduciario y tus padres no podrán interponerse. Y yo también obtendré lo que quiero: tu finca y a Hercules.
Ella abrió los ojos, asombrada.
—¿Estás hablando de un matrimonio de conveniencia?
—Sí —Pedro pudo ver una luz brillando en la mirada inocente de Paula. Pero luego se volvió cautelosa.
—¿Y quieres que te dé mi finca y a Hercules?
—La finca sería para los dos y Hercules sólo para mí.
Paula se mordisqueó el labio inferior pensando en la proposición al tiempo que intentaba evitar la decepción que amenazaba con invadirla. Había ido a Denver a vivir de forma independiente, no dependiente. Pero lo que él proponía no era lo que ella había planeado. Estaba aprendiendo a vivir sola sin el control de sus padres. Quería tener su propia vida y Pedro acababa de proponerle que la compartiesen. Incluso aunque fuese un arreglo temporal, no iba a poder evitar sentir que le arrebataban su independencia.
—¿Y cuánto tiempo tendremos que estar casados?
—Tanto como queramos, pero al menos un año. Luego seremos libres de pedir el divorcio. Pero piénsalo, una vez que enviemos a tu padre la prueba de que estamos legalmente casados, no tendrá más remedio que levantar la suspensión de tu fondo fiduciario.
Paula sabía que sus padres siempre serían sus padres y, aunque los quería, no podía seguir soportando el modo en que la controlaban. Creía que la proposición de Pedro podría funcionar, pero todavía albergaba algunas reservas y preocupaciones.
—¿Viviremos en casas separadas? —se atrevió a preguntar.
—No, viviremos o aquí o en mi casa. No me importa mudarme aquí si hace falta, pero no podemos vivir separados. No podernos darles ni a tus padres ni a nadie razones para pensar que nuestro matrimonio es una farsa.
Ella asintió, pensando que era lógico, pero tenía que hacerle otra pregunta. Era delicada, pero necesitaba saber la respuesta. Se aclaró la garganta.
—Y si vivimos en la misma casa, ¿Esperas que durmamos en la misma cama?
Él la miró fijamente.
—Creo que a estas alturas ha quedado claro que existe una atracción entre nosotros, razón por la cual esta noche, tal y como tú has señalado, no he sido precisamente el señor Simpatía. El beso que nos dimos me hizo desear más y creo que sabes a lo que podría haberme llevado ese deseo.
Sí, Paula lo sabía. Y dado que él estaba siendo sincero con ella, se vió en la necesidad de corresponder.
—Y la razón por la que estuve «fría», como has dicho, fue porque al besarte sentí cosas que nunca había sentido antes y con todo lo que me está pasando, lo último que necesito es un amante. ¿Y ahora pretendes que acepte a un marido, Pedro?
—Sí, pero sólo porque así dejarás de tener los problemas que tienes. Y me gustaría que nos acostásemos juntos, pero esa decisión te la dejo a tí. No voy a presionarte para que hagas algo que te incomode, pero seguramente sabes que, si vivimos bajo el mismo techo, tarde o temprano acabará sucediendo.
Paula tragó saliva. Sí, lo sabía. Si se casaba, se solucionarían sus problemas y, como Pedro había dicho, él también obtendría lo que deseaba: ser copropietario de la finca y dueño de Hércules. Ambos saldrían ganando de esa situación. Pero aun así...
—Tengo que pensarlo, Pedro. Tu proposición me parece buena pero tengo que estar segura de que es la solución adecuada.
—¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para pensarlo?
—Como mucho una semana. Para entonces ya tendré una respuesta —y deseó por encima de todas las cosa que fuese la correcta.
—Vale, me parece bien.
—¿No estás saliendo con nadie? —preguntó ella, porque necesitaba asegurarse.
—No. Créeme. No podría estar con alguien y besarte de la forma en que lo hice el otro día.
La mención del beso le hizo recordar ese día y la facilidad con que sus labios se habían amoldado a los de él. Había percibido enseguida su pasión, y algunas de las cosas que le había hecho con la lengua casi le hacen perder la cabeza. El cuerpo de Paula se estremecía en secreto por la intensidad de aquellos recuerdos. ¿Y esperaba que viviesen bajo el mismo techo sin acostarse? Definitivamente, era una expectativa nada realista por su parte. Desde que se besaron, estar bajo el mismo techo el tiempo que fuese era una bomba de relojería pasional que tarde o temprano estallaría y ambos lo sabían. Ella lo miró desde el otro lado de la mesa y se le encogió el estómago. Él la estaba mirando igual que aquel día justo antes de besarla. Y ella le había devuelto el beso. Se había acoplado a su boca y había disfrutado de cada segundo.
Propuesta: Capítulo 14
Ella también inspiró con fuerza.
—Era mi padre. Ha llamado para regodearse.
Pedro frunció el ceño.
—¿De qué?
—Él y su abogado han obtenido un mandamiento judicial en contra de mi fondo fiduciario y quería que supiese que han suspendido mi asignación mensual.
Pedro detectó el temblor de su voz.
—Pero creía que faltaban tres meses para que cumplieses veintiséis años.
—Así es, pero algún juez, seguramente amigo de papá, ha considerado que mis padres tienen motivos para retener mi dinero. No creen que vaya a casarme antes de la expiración del fondo fiduciario. Necesito el dinero, Pedro. Contaba con él para pagar a mis hombres y todos los trabajos que he pedido que se hagan aquí. Hay muchas cosas de las que mi abuelo no se había ocupado y había que hacer, como reparar el tejado del granero. Mis padres me están poniendo en un aprieto intencionadamente y lo saben.
—Seguro que hay algo que tu abogado pueda hacer.
—Hace un rato me envió un mensaje diciendo que no podemos hacer nada ahora que hay un juez de por medio. E incluso si pudiéramos, llevaría tiempo y mis padres lo saben. Es un tiempo que ellos calculan que no tengo, lo cual se inclina a su favor. Cierto, tengo el rancho, pero hace falta dinero para mantenerlo en funcionamiento.
Él negó con la cabeza.
—¿Y todo porque no te has casado?
—Sí. Creen que me educaron para ser la esposa de alguien como David, que ya tiene su puesto en la alta sociedad de Savannah.
Pedro se quedó en silencio un instante.
—¿El fondo fiduciario especifica con quién tienes que casarte?
—No, sólo dice que tengo que estar casada. Supongo que mis abuelos lo elaboraron pensando que me casaría automáticamente con alguien que estuviese a mi altura.
De pronto, a Pedro se le ocurrió una idea. Era una locura... pero podría tener efecto a largo plazo. Al final, ella conseguiría lo que deseaba y él también. Extendió la mano para tomar la de Paula, sus dedos se entrelazaron y él intentó ignorar los sentimientos que le provocaba el tocarla.
—Sentémonos un rato. Creo que tengo una idea.
Paula dejó que la condujese hasta la mesa de la cocina, se sentó con las manos sobre la mesa y lo miró expectante.
—Prométeme que no te cerrarás cuando escuches mi proposición.
—Vale, lo prometo.
Él se detuvo un instante y luego dijo:
—Creo que deberías hacer lo que quieren tus padres y casarte.
—¿Cómo?
—Piénsalo, Pau. Puedes casarte con quien quieras para conservar tu fondo fiduciario.
Paula estaba aún más confundida.
—No entiendo, Pedro. No mantengo ninguna relación con nadie, ¿Con quién se supone que me voy a casar?
—Conmigo.
—Era mi padre. Ha llamado para regodearse.
Pedro frunció el ceño.
—¿De qué?
—Él y su abogado han obtenido un mandamiento judicial en contra de mi fondo fiduciario y quería que supiese que han suspendido mi asignación mensual.
Pedro detectó el temblor de su voz.
—Pero creía que faltaban tres meses para que cumplieses veintiséis años.
—Así es, pero algún juez, seguramente amigo de papá, ha considerado que mis padres tienen motivos para retener mi dinero. No creen que vaya a casarme antes de la expiración del fondo fiduciario. Necesito el dinero, Pedro. Contaba con él para pagar a mis hombres y todos los trabajos que he pedido que se hagan aquí. Hay muchas cosas de las que mi abuelo no se había ocupado y había que hacer, como reparar el tejado del granero. Mis padres me están poniendo en un aprieto intencionadamente y lo saben.
—Seguro que hay algo que tu abogado pueda hacer.
—Hace un rato me envió un mensaje diciendo que no podemos hacer nada ahora que hay un juez de por medio. E incluso si pudiéramos, llevaría tiempo y mis padres lo saben. Es un tiempo que ellos calculan que no tengo, lo cual se inclina a su favor. Cierto, tengo el rancho, pero hace falta dinero para mantenerlo en funcionamiento.
Él negó con la cabeza.
—¿Y todo porque no te has casado?
—Sí. Creen que me educaron para ser la esposa de alguien como David, que ya tiene su puesto en la alta sociedad de Savannah.
Pedro se quedó en silencio un instante.
—¿El fondo fiduciario especifica con quién tienes que casarte?
—No, sólo dice que tengo que estar casada. Supongo que mis abuelos lo elaboraron pensando que me casaría automáticamente con alguien que estuviese a mi altura.
De pronto, a Pedro se le ocurrió una idea. Era una locura... pero podría tener efecto a largo plazo. Al final, ella conseguiría lo que deseaba y él también. Extendió la mano para tomar la de Paula, sus dedos se entrelazaron y él intentó ignorar los sentimientos que le provocaba el tocarla.
—Sentémonos un rato. Creo que tengo una idea.
Paula dejó que la condujese hasta la mesa de la cocina, se sentó con las manos sobre la mesa y lo miró expectante.
—Prométeme que no te cerrarás cuando escuches mi proposición.
—Vale, lo prometo.
Él se detuvo un instante y luego dijo:
—Creo que deberías hacer lo que quieren tus padres y casarte.
—¿Cómo?
—Piénsalo, Pau. Puedes casarte con quien quieras para conservar tu fondo fiduciario.
Paula estaba aún más confundida.
—No entiendo, Pedro. No mantengo ninguna relación con nadie, ¿Con quién se supone que me voy a casar?
—Conmigo.
Propuesta: Capítulo 13
Estacionó el coche y cuando abría la puerta para salir vió que Pedro ya estaba a su lado. Empezó a respirar agitadamente y sintió pánico.
—No hace falta que me acompañes hasta la puerta, Pedro—dijo ella rápidamente.
—Quiero hacerlo —se limitó a decir él.
Ella lo miró con fastidio al recordar que se había pasado la noche evitándola.
—¿Y por qué?
—¿Y por qué no? —sin esperar respuesta, la tomó de la mano y la llevó hasta la puerta de la casa.
«¡Bien!», pensó, echando chispas internamente y aguantando las ganas de soltarle la mano. El capataz vivía en el rancho y ella sabía que no debía montar una escena con Pedro bajo aquellas luces. Él se quedó tras ella mientras abría la puerta y Paula pensó que pretendía asegurarse de que no había ningún peligro dentro de la casa antes de marcharse. Y tenía razón, porque la siguió hasta el interior. Cuando cerró la puerta tras ellos, ella apoyó las manos en las caderas y abrió la boca para decirle lo que pensaba, pero él se le adelantó:
—¿El beso del otro día estuvo fuera de lugar, Paula?
La suavidad con que hizo la pregunta, dió a Paula que pensar y dejó caer las manos. No, no había estado fuera de lugar en primer lugar porque ella había deseado ese beso. Había deseado sentir su boca en la de ella, su lengua enredada con la de ella. Y siendo sincera, podría admitir que deseaba que sus manos la recorriesen y la acariciasen como ningún otro hombre lo había hecho antes. Pedro esperaba una respuesta.
—No, no estuvo fuera de lugar.
—¿Entonces a qué viene que hoy estuvieses tan fría conmigo?
Ella alzó la barbilla.
—Lo mismo podría preguntarte yo, Pedro. No es que hayas sido el señor Simpatía precisamente.
Pedro se quedó en silencio durante un instante, pero ella adivinó que su comentario había hecho mella en él.
—No, no lo he sido precisamente —admitió.
Aunque había sido ella quien le había acusado, le sorprendió que lo admitiera.
—¿Por qué? —ella sabía la razón de su distanciamiento, pero quería conocer sus razones.
—Las damas primero.
—Bien —dijo ella, dejando el bolso sobre la mesa—. Creo que deberíamos tener una pequeña conversación. ¿Quieres beber algo?
—Sí —dijo él, frotándose la cara con frustración—. Me vendría bien una taza de té.
Ella alzó la vista hacia él, sorprendida por la elección. No hace falta decir que desde aquel primer día en que apareció por allí, Paula había comprado un par de botellas de cerveza y otra de vino para ofrecerle. Pero como había pedido té, le dijo:
—Muy bien, vuelvo enseguida —y salió de la habitación.
Pedro la vió marchar y se sintió más frustrado que nunca. Ella tenía razón, debían hablar. Negó con la cabeza. ¿Desde cuándo se habían complicado tanto las cosas entre ambos? ¿Desde aquel beso? ¿Un beso que iba a llegar tarde o temprano dada la enorme atracción que sentía el uno por el otro? Lanzó un profundo suspiro, preguntándose cómo le iba a explicar la frialdad con que la había tratado esa noche. ¿Cómo iba a decirle que su comportamiento no era más que un mecanismo de defensa porque la deseaba más de lo que jamás había deseado a ninguna otra mujer? El teléfono de Paula sonó y Pedro se preguntó quién podría ser a aquellas horas, pero pensó que no era asunto suyo cuando ella contestó al segundo timbrazo. Nunca se había atrevido a preguntarle si tenía novio o no y había asumido que no lo tenía. Un rato después, miró hacia la cocina al escuchar un ruido, el sonido de algo que se estrellaba contra el suelo. Rápidamente, entró a ver qué había pasado y a asegurarse de que Paula estaba bien. Se extrañó al entrar en la cocina y encontrársela agachada recogiendo la bandeja que se le había caído y dos tazas rotas.
—¿Estás bien, Paula? —preguntó.
Ella siguió recogiendo sin mirarlo.
—Estoy bien. Se me cayó sin querer.
Pedro se inclinó hacia ella.
—Al menos, no había té en las tazas. Podrías haberte quemado. Deja que te ayude.
Entonces se giró.
—Puedo hacerlo sola, Pedro. No necesito tu ayuda.
La miró a los ojos y, de no haber visto que los tenía rojos, se habría tomado en serio sus palabras hirientes.
—¿Qué pasa?
En lugar de contestar, negó con un gesto y apartó la mirada, negándose a volver mirarlo. Recuperando rápidamente la calma al verla tan disgustada, la agarró por la cintura y la ayudó a levantarse del suelo. Una vez la tuvo frente a él, inspiró profundamente y dijo:
—Quiero saber qué es lo que pasa, Paula.
—No hace falta que me acompañes hasta la puerta, Pedro—dijo ella rápidamente.
—Quiero hacerlo —se limitó a decir él.
Ella lo miró con fastidio al recordar que se había pasado la noche evitándola.
—¿Y por qué?
—¿Y por qué no? —sin esperar respuesta, la tomó de la mano y la llevó hasta la puerta de la casa.
«¡Bien!», pensó, echando chispas internamente y aguantando las ganas de soltarle la mano. El capataz vivía en el rancho y ella sabía que no debía montar una escena con Pedro bajo aquellas luces. Él se quedó tras ella mientras abría la puerta y Paula pensó que pretendía asegurarse de que no había ningún peligro dentro de la casa antes de marcharse. Y tenía razón, porque la siguió hasta el interior. Cuando cerró la puerta tras ellos, ella apoyó las manos en las caderas y abrió la boca para decirle lo que pensaba, pero él se le adelantó:
—¿El beso del otro día estuvo fuera de lugar, Paula?
La suavidad con que hizo la pregunta, dió a Paula que pensar y dejó caer las manos. No, no había estado fuera de lugar en primer lugar porque ella había deseado ese beso. Había deseado sentir su boca en la de ella, su lengua enredada con la de ella. Y siendo sincera, podría admitir que deseaba que sus manos la recorriesen y la acariciasen como ningún otro hombre lo había hecho antes. Pedro esperaba una respuesta.
—No, no estuvo fuera de lugar.
—¿Entonces a qué viene que hoy estuvieses tan fría conmigo?
Ella alzó la barbilla.
—Lo mismo podría preguntarte yo, Pedro. No es que hayas sido el señor Simpatía precisamente.
Pedro se quedó en silencio durante un instante, pero ella adivinó que su comentario había hecho mella en él.
—No, no lo he sido precisamente —admitió.
Aunque había sido ella quien le había acusado, le sorprendió que lo admitiera.
—¿Por qué? —ella sabía la razón de su distanciamiento, pero quería conocer sus razones.
—Las damas primero.
—Bien —dijo ella, dejando el bolso sobre la mesa—. Creo que deberíamos tener una pequeña conversación. ¿Quieres beber algo?
—Sí —dijo él, frotándose la cara con frustración—. Me vendría bien una taza de té.
Ella alzó la vista hacia él, sorprendida por la elección. No hace falta decir que desde aquel primer día en que apareció por allí, Paula había comprado un par de botellas de cerveza y otra de vino para ofrecerle. Pero como había pedido té, le dijo:
—Muy bien, vuelvo enseguida —y salió de la habitación.
Pedro la vió marchar y se sintió más frustrado que nunca. Ella tenía razón, debían hablar. Negó con la cabeza. ¿Desde cuándo se habían complicado tanto las cosas entre ambos? ¿Desde aquel beso? ¿Un beso que iba a llegar tarde o temprano dada la enorme atracción que sentía el uno por el otro? Lanzó un profundo suspiro, preguntándose cómo le iba a explicar la frialdad con que la había tratado esa noche. ¿Cómo iba a decirle que su comportamiento no era más que un mecanismo de defensa porque la deseaba más de lo que jamás había deseado a ninguna otra mujer? El teléfono de Paula sonó y Pedro se preguntó quién podría ser a aquellas horas, pero pensó que no era asunto suyo cuando ella contestó al segundo timbrazo. Nunca se había atrevido a preguntarle si tenía novio o no y había asumido que no lo tenía. Un rato después, miró hacia la cocina al escuchar un ruido, el sonido de algo que se estrellaba contra el suelo. Rápidamente, entró a ver qué había pasado y a asegurarse de que Paula estaba bien. Se extrañó al entrar en la cocina y encontrársela agachada recogiendo la bandeja que se le había caído y dos tazas rotas.
—¿Estás bien, Paula? —preguntó.
Ella siguió recogiendo sin mirarlo.
—Estoy bien. Se me cayó sin querer.
Pedro se inclinó hacia ella.
—Al menos, no había té en las tazas. Podrías haberte quemado. Deja que te ayude.
Entonces se giró.
—Puedo hacerlo sola, Pedro. No necesito tu ayuda.
La miró a los ojos y, de no haber visto que los tenía rojos, se habría tomado en serio sus palabras hirientes.
—¿Qué pasa?
En lugar de contestar, negó con un gesto y apartó la mirada, negándose a volver mirarlo. Recuperando rápidamente la calma al verla tan disgustada, la agarró por la cintura y la ayudó a levantarse del suelo. Una vez la tuvo frente a él, inspiró profundamente y dijo:
—Quiero saber qué es lo que pasa, Paula.
martes, 24 de octubre de 2017
Propuesta: Capítulo 12
Entonces recordó la pregunta de Romina y pensó que, hasta que no le respondiese, ella no se movería de allí.
—No, no estoy diciendo eso y lo sabes. No tengo ningún inconveniente en que Paula esté aquí.
¿Por qué sus hermanos y primos se pegaban a ella, atendían a todo lo que decía y la miraban tanto? Llevaba un vestido cruzado azul eléctrico de escote redondo y largo por encima de la rodilla que acentuaba su delgada cintura, sus pechos firmes y sus piernas estilizadas. Le sentaba maravillosamente bien. Tanto, que podía admitir que se le había acelerado el corazón nada más verla aparecer.
—Están a punto de servir la cena. Más te vale sentarte cerca de ella. Los demás no dudarán en quitarte de en medio a patadas.
Pedro miró hacia donde estaba Paula y pensó que nadie le quitaría de en medio a patadas en lo referente a ella. Y que no se atrevieran a intentarlo. Paula sonreía ante un comentario de Pablo mientras intentaba no dirigir la mirada hacia Pedro. Habían hablado a su llegada, pero desde entonces se había mantenido apartado, había preferido dejar que fuesen sus hermanos y sus primos los que le hiciesen compañía. Nadie diría que eran dos personas que casi se habían arrancado las bocas hacía tan sólo unos días. Pero quizá ésa era la cuestión. Quizá él no quería que nadie se enterase. Pensándolo bien, ella ni siquiera le había preguntado si tenía novia. Y no le extrañaría que la tuviera. Que se hubiese pasado a tomar el té sólo significaba que era una persona amable. Y tenía que recordar que él siempre había guardado las formas con ella. Hasta el día en que fueron a su despacho. ¿Qué le había llevado a besarla? Había habido mucha química desde el principio, pero ninguno había hecho nada al respecto hasta ese día. ¿Es que el traspasar esos límites había llevado la relación entre ambos a una situación de la que nunca se recuperaría? Esperaba de corazón que no. Él era una persona muy agradable, terriblemente encantadora. Y aunque había decidido que lo mejor por el momento era que mantuviesen las distancias, deseaba conservar su amistad.
—Pamela está avisando a todo el mundo para la cena —anunció Federico conforme se acercaba al grupo—. Deja que te acompañe al comedor —dijo, tomando a Paula del brazo.
Ella le dedicó una sonrisa.
—Gracias.
Miró a Pedro. Sus miradas se encontraron y ella experimentó las mismas sensaciones que cuando lo tenía cerca. Ese rebullir en la boca del estómago la dejaba sin respiración.
—¿Estás bien? —le preguntó Federico.
Ella levantó la vista y vió la preocupación que reflejaban sus ojos negros, porque se había dado cuenta de que había mirado a su hermano.
—Sí, estoy bien. Deseó que lo que había dicho fuese verdad.
A Pedro no le sorprendió que lo sentaran en la mesa junto a Paula. Las mujeres de la familia tendían a actuar de casamenteras cuando se lo proponían, lo cual podía disculparse teniendo en cuenta que tres de ellas estaban felizmente casadas. Agachó la cabeza, más de lo que pensaba, para preguntarle si lo estaba pasando bien, y cuando ella se giró para mirarlo sus labios estuvieron a punto de tocarse. Pedro estuvo a pique de ignorar a todos los que estaban sentados a la mesa y sucumbir a la tentación de besarla. Ella debió de leerle la mente y se ruborizó, así que él tragó saliva y apartó la boca.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Sí. Y agradezco a tu familia que me haya invitado.
—Estoy seguro de que están encantados de tenerte aquí —dijo él.
Cuando acabó la cena y las conversaciones hubieron amainado eran casi las diez. Alguien sugirió que, dado lo tarde que se había hecho, sería conveniente acompañar a Paula a su casa. Varios de los primos de Pedro reclamaron ese honor y éste decidió que tenía que acabar con aquel sin sentido de una vez por todas, de modo que dijo en un tono que no admitía discusiones:
—Yo acompañaré a Paula.
Automáticamente todas las conversaciones cesaron y nadie cuestionó su intención.
—¿Estás lista? —preguntó a Paula amablemente.
—Sí.
Ella dió las gracias y abrazó a los primos y hermanos de Pedro. Era obvio que a todos les había caído bien y que habían disfrutado con su visita. Después de desear las buenas noches, él la siguió al exterior. Paula miró por el retrovisor y vió que él la seguía a una distancia prudente. Se echó a reír al pensar que, tratándose de Pedro, ninguna distancia lo era. Se ponía nerviosa sólo de pensar que lo tenía cerca. Hasta sentarse con él en la mesa había sido un desafío para ella, porque cada vez que le hablaba y ella le miraba a la cara y se fijaba en su boca, recordaba el momento en que se habían besado. Cuando se detuvieron en su jardín, emitió un suspiro de alivio, porque había previsto que volvería de noche y había dejado las luces exteriores encendidas.
—No, no estoy diciendo eso y lo sabes. No tengo ningún inconveniente en que Paula esté aquí.
¿Por qué sus hermanos y primos se pegaban a ella, atendían a todo lo que decía y la miraban tanto? Llevaba un vestido cruzado azul eléctrico de escote redondo y largo por encima de la rodilla que acentuaba su delgada cintura, sus pechos firmes y sus piernas estilizadas. Le sentaba maravillosamente bien. Tanto, que podía admitir que se le había acelerado el corazón nada más verla aparecer.
—Están a punto de servir la cena. Más te vale sentarte cerca de ella. Los demás no dudarán en quitarte de en medio a patadas.
Pedro miró hacia donde estaba Paula y pensó que nadie le quitaría de en medio a patadas en lo referente a ella. Y que no se atrevieran a intentarlo. Paula sonreía ante un comentario de Pablo mientras intentaba no dirigir la mirada hacia Pedro. Habían hablado a su llegada, pero desde entonces se había mantenido apartado, había preferido dejar que fuesen sus hermanos y sus primos los que le hiciesen compañía. Nadie diría que eran dos personas que casi se habían arrancado las bocas hacía tan sólo unos días. Pero quizá ésa era la cuestión. Quizá él no quería que nadie se enterase. Pensándolo bien, ella ni siquiera le había preguntado si tenía novia. Y no le extrañaría que la tuviera. Que se hubiese pasado a tomar el té sólo significaba que era una persona amable. Y tenía que recordar que él siempre había guardado las formas con ella. Hasta el día en que fueron a su despacho. ¿Qué le había llevado a besarla? Había habido mucha química desde el principio, pero ninguno había hecho nada al respecto hasta ese día. ¿Es que el traspasar esos límites había llevado la relación entre ambos a una situación de la que nunca se recuperaría? Esperaba de corazón que no. Él era una persona muy agradable, terriblemente encantadora. Y aunque había decidido que lo mejor por el momento era que mantuviesen las distancias, deseaba conservar su amistad.
—Pamela está avisando a todo el mundo para la cena —anunció Federico conforme se acercaba al grupo—. Deja que te acompañe al comedor —dijo, tomando a Paula del brazo.
Ella le dedicó una sonrisa.
—Gracias.
Miró a Pedro. Sus miradas se encontraron y ella experimentó las mismas sensaciones que cuando lo tenía cerca. Ese rebullir en la boca del estómago la dejaba sin respiración.
—¿Estás bien? —le preguntó Federico.
Ella levantó la vista y vió la preocupación que reflejaban sus ojos negros, porque se había dado cuenta de que había mirado a su hermano.
—Sí, estoy bien. Deseó que lo que había dicho fuese verdad.
A Pedro no le sorprendió que lo sentaran en la mesa junto a Paula. Las mujeres de la familia tendían a actuar de casamenteras cuando se lo proponían, lo cual podía disculparse teniendo en cuenta que tres de ellas estaban felizmente casadas. Agachó la cabeza, más de lo que pensaba, para preguntarle si lo estaba pasando bien, y cuando ella se giró para mirarlo sus labios estuvieron a punto de tocarse. Pedro estuvo a pique de ignorar a todos los que estaban sentados a la mesa y sucumbir a la tentación de besarla. Ella debió de leerle la mente y se ruborizó, así que él tragó saliva y apartó la boca.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Sí. Y agradezco a tu familia que me haya invitado.
—Estoy seguro de que están encantados de tenerte aquí —dijo él.
Cuando acabó la cena y las conversaciones hubieron amainado eran casi las diez. Alguien sugirió que, dado lo tarde que se había hecho, sería conveniente acompañar a Paula a su casa. Varios de los primos de Pedro reclamaron ese honor y éste decidió que tenía que acabar con aquel sin sentido de una vez por todas, de modo que dijo en un tono que no admitía discusiones:
—Yo acompañaré a Paula.
Automáticamente todas las conversaciones cesaron y nadie cuestionó su intención.
—¿Estás lista? —preguntó a Paula amablemente.
—Sí.
Ella dió las gracias y abrazó a los primos y hermanos de Pedro. Era obvio que a todos les había caído bien y que habían disfrutado con su visita. Después de desear las buenas noches, él la siguió al exterior. Paula miró por el retrovisor y vió que él la seguía a una distancia prudente. Se echó a reír al pensar que, tratándose de Pedro, ninguna distancia lo era. Se ponía nerviosa sólo de pensar que lo tenía cerca. Hasta sentarse con él en la mesa había sido un desafío para ella, porque cada vez que le hablaba y ella le miraba a la cara y se fijaba en su boca, recordaba el momento en que se habían besado. Cuando se detuvieron en su jardín, emitió un suspiro de alivio, porque había previsto que volvería de noche y había dejado las luces exteriores encendidas.
Propuesta: Capítulo 11
En ese instante sonó el teléfono móvil y ella puso los ojos en blanco al ver que quien llamaba era su madre. Exhaló un suspiro antes de decir:
—¿Sí, mamá?
—Habrás sabido por tu abogado que hemos encontrado una estipulación en tu fondo fiduciario.
—Sí, ya me lo ha contado —por supuesto, Alejandra Chaves se había tomado la molestia de llamar para regodease. Si todo les salía bien, acabaría dependiendo de ellos de por vida.
—Bien. Tu padre y yo esperamos que pongas fin a esta estupidez y vuelvas a casa.
—Lo siento, mamá, pero ya estoy en casa.
—No, no lo estás, y si sigues haciendo el idiota, acabarás arrepintiéndote. ¿Qué harás cuando te quedes sin dinero?
—Supongo que buscar un trabajo.
—No seas ridícula.
—Hablo en serio. Lamento que no sepas apreciar la diferencia. Tengo veinticinco años, por Dios santo. Tienen que dejar que haga mi vida.
—Y te dejaremos, pero allí no. Además, David ha estado preguntado por tí.
—Muy amable por su parte. ¿Alguna cosa más, mamá?
—Quiero que dejes de complicar las cosas.
—Si querer vivir mi vida como yo quiero, es complicar las cosas, prepárate para más días complicados de ahora en adelante. Adiós, mamá.
Por respeto, Paula no colgó el teléfono hasta que oyó que su madre colgaba, y entonces negó con la cabeza. Sus padres estaban convencidos de que la tenían donde ellos querían. Y esa posibilidad le preocupaba más que ninguna otra cosa.
Pedro paseó la mirada por la habitación. Todos sus primos habían conversado en un aparte con Paula. Sin duda estaban tan fascinados por su inteligencia como por su belleza. Y había sido así desde el momento en que llegó. Más de una vez había tenido que lanzar una mirada asesina a Pablo para que retrocediera. No sabía muy bien por qué. De hecho, según su punto de vista, ella estaba bastante fría con él. Aunque se mostraba educada, nadie podría imaginar que había devorado su boca como lo había hecho tres días antes en su despacho. Y quizá era ésa la razón por la que Paula actuaba de aquel modo. Se supone que nadie lo sabía. Era su secreto. ¿No? No.
Conocía bien a su familia, mucho mejor que ella. El hecho de que ellos dos actuasen como si fuesen conocidos sólo les hacía sospechar. Su hermano Nicolás ya había expresado sus sospechas.
—¿Problemas en el paraíso con la belleza sureña?
Él había fruncido el ceño, tentado de decirle a Nicolás que no había problemas en el paraíso porque él y Paula no tenían ese tipo de relación. Tan sólo se habían besado una vez, por Dios santo. Dos, teniendo en cuenta que hubo un segundo beso antes de salir del despacho. Así que, de acuerdo, se habían besado dos veces. No era para tanto. Inspiró hondo y se preguntó por qué le daba tanta importancia si no era para tanto. ¿Por qué había llegado temprano a esperar su llegada como un niño espera la llegada de la Navidad?
—Estás muy callado esta noche, Pepe.
Levantó la vista, vió que su prima Romina estaba junto a él y supo por qué estaba allí. No sólo quería hurgar en su cabeza: quería diseccionar su mente.
—No más que de costumbre, Romi.
—Pues yo creo que sí. ¿Tiene Paula algo que ver?
—¿Y qué te hace pensar así?
Ella se encogió de hombros.
—Es que no paras de mirarla cuando crees que nadie te ve.
—Eso no es verdad.
Romina sonrió.
—Sí lo es. Seguramente lo haces sin darte cuenta.
¿Era así? ¿Se había notado tanto que miraba a Paula? Por supuesto, alguien como Romina, que siempre estaba al tanto de todo y de todos, o al menos, lo intentaba, no dejaba pasar esas cosas por alto.
—Pensaba que iba a ser una cena informal.
Romina sonrió.
—Eso pensó Diego la primera vez que trajo a Nadia para presentársela a la familia.
—La única diferencia es que Diego trajo a Nadia. Yo no he traído a Paulani la he invitado.
—¿Estás diciendo que preferirías que no hubiese venido?
Odiaba que Romina intentara poner en su boca cosas que no había dicho. Y hablando de boca... miró hacia el otro lado de la habitación y vió cómo se movía la de Paula sin poder evitar recordar todo lo que había hecho con ella al besarla.
—¿Pepe?
—¿Sí, mamá?
—Habrás sabido por tu abogado que hemos encontrado una estipulación en tu fondo fiduciario.
—Sí, ya me lo ha contado —por supuesto, Alejandra Chaves se había tomado la molestia de llamar para regodease. Si todo les salía bien, acabaría dependiendo de ellos de por vida.
—Bien. Tu padre y yo esperamos que pongas fin a esta estupidez y vuelvas a casa.
—Lo siento, mamá, pero ya estoy en casa.
—No, no lo estás, y si sigues haciendo el idiota, acabarás arrepintiéndote. ¿Qué harás cuando te quedes sin dinero?
—Supongo que buscar un trabajo.
—No seas ridícula.
—Hablo en serio. Lamento que no sepas apreciar la diferencia. Tengo veinticinco años, por Dios santo. Tienen que dejar que haga mi vida.
—Y te dejaremos, pero allí no. Además, David ha estado preguntado por tí.
—Muy amable por su parte. ¿Alguna cosa más, mamá?
—Quiero que dejes de complicar las cosas.
—Si querer vivir mi vida como yo quiero, es complicar las cosas, prepárate para más días complicados de ahora en adelante. Adiós, mamá.
Por respeto, Paula no colgó el teléfono hasta que oyó que su madre colgaba, y entonces negó con la cabeza. Sus padres estaban convencidos de que la tenían donde ellos querían. Y esa posibilidad le preocupaba más que ninguna otra cosa.
Pedro paseó la mirada por la habitación. Todos sus primos habían conversado en un aparte con Paula. Sin duda estaban tan fascinados por su inteligencia como por su belleza. Y había sido así desde el momento en que llegó. Más de una vez había tenido que lanzar una mirada asesina a Pablo para que retrocediera. No sabía muy bien por qué. De hecho, según su punto de vista, ella estaba bastante fría con él. Aunque se mostraba educada, nadie podría imaginar que había devorado su boca como lo había hecho tres días antes en su despacho. Y quizá era ésa la razón por la que Paula actuaba de aquel modo. Se supone que nadie lo sabía. Era su secreto. ¿No? No.
Conocía bien a su familia, mucho mejor que ella. El hecho de que ellos dos actuasen como si fuesen conocidos sólo les hacía sospechar. Su hermano Nicolás ya había expresado sus sospechas.
—¿Problemas en el paraíso con la belleza sureña?
Él había fruncido el ceño, tentado de decirle a Nicolás que no había problemas en el paraíso porque él y Paula no tenían ese tipo de relación. Tan sólo se habían besado una vez, por Dios santo. Dos, teniendo en cuenta que hubo un segundo beso antes de salir del despacho. Así que, de acuerdo, se habían besado dos veces. No era para tanto. Inspiró hondo y se preguntó por qué le daba tanta importancia si no era para tanto. ¿Por qué había llegado temprano a esperar su llegada como un niño espera la llegada de la Navidad?
—Estás muy callado esta noche, Pepe.
Levantó la vista, vió que su prima Romina estaba junto a él y supo por qué estaba allí. No sólo quería hurgar en su cabeza: quería diseccionar su mente.
—No más que de costumbre, Romi.
—Pues yo creo que sí. ¿Tiene Paula algo que ver?
—¿Y qué te hace pensar así?
Ella se encogió de hombros.
—Es que no paras de mirarla cuando crees que nadie te ve.
—Eso no es verdad.
Romina sonrió.
—Sí lo es. Seguramente lo haces sin darte cuenta.
¿Era así? ¿Se había notado tanto que miraba a Paula? Por supuesto, alguien como Romina, que siempre estaba al tanto de todo y de todos, o al menos, lo intentaba, no dejaba pasar esas cosas por alto.
—Pensaba que iba a ser una cena informal.
Romina sonrió.
—Eso pensó Diego la primera vez que trajo a Nadia para presentársela a la familia.
—La única diferencia es que Diego trajo a Nadia. Yo no he traído a Paulani la he invitado.
—¿Estás diciendo que preferirías que no hubiese venido?
Odiaba que Romina intentara poner en su boca cosas que no había dicho. Y hablando de boca... miró hacia el otro lado de la habitación y vió cómo se movía la de Paula sin poder evitar recordar todo lo que había hecho con ella al besarla.
—¿Pepe?
Propuesta: Capítulo 10
Pedro se pasó la mano por la cara mientras observaba a Paula correr hacia el coche. Se cercioró de que entraba en él y salía del estacionamiento, y luego salió él detrás en el suyo. No pensaba preguntarse por qué la había besado, porque lo sabía perfectamente. Ella era pura feminidad, una tentación que no muchos logran resistir y una inyección de deseo en los brazos de un hombre. Él había tenido de todo aquello, y no en pequeñas, sino en grandes cantidades. Una vez conocido su sabor, deseaba saborearla una y otra vez. Al detener la camioneta ante un semáforo, miró su reloj. Paula no era la única que tenía una reunión aquella tarde. Pablo, Leonardo y él tenían una teleconferencia con sus tíos desde Montana en menos de una hora. No lo había olvidado, pero no había sido capaz de acortar el tiempo que había pasado con Paula. Todavía conservaba su sabor en la boca, así que se alegraba de no haberlo hecho. Negó con la cabeza, porque le seguía costando creer lo bien que habían conectado con aquel beso, y eso le llevó a preguntarse cómo conectarían en otras cosas y otros lugares... como en el dormitorio. No podía quitarse de la cabeza la idea de ella desnuda con los muslos abiertos mientras él la penetraba. La deseaba con todas sus fuerzas y, aunque quería pensar que sólo se trataba de una atracción física, no estaba seguro de que fuese así. Y si no lo era, ¿de qué se trataba entonces?
No pudo ahondar en el tema porque en aquel momento sonó el teléfono. Lo sacó del cinturón y vio que era su primo Leonardo. Se había casado hacía poco más de un mes, y eso que Pedro creía que era la última persona que llegaría a enamorarse. Pero lo había hecho, y era comprensible. Mariana era una mujer muy valiosa y todos pensaban que era una gran incorporación a la familia Alfonso.
—¿Sí, Leonardo?
—Eh, tío, ¿Dónde estás? ¿Has olvidado la reunión de hoy?
—No, no la he olvidado y estoy a menos de treinta minutos.
—Muy bien. Me han dicho que tu dama vendrá a cenar el viernes por la noche.
Pedro se detuvo a pensar por un instante. Aquel comentario le hubiese molestado viniendo de cualquier otro, pero Leonardo era Leonardo y las dos personas que sabían mejor que nadie que no tenía una «dama» eran sus primos Leonardo y Pablo. Sabiéndolo, imaginó que lo que intentaba su primo era sacarle información.
—No tengo una dama y tú lo sabes.
—¿Ah, sí? En ese caso ¿Desde cuándo te has aficionado al té?
Él se echó a reír sin apartar los ojos de la carretera.
—Ah, veo que nuestra querida Romina ha estado haciendo comentarios.
—¿Quién si no? Puede que Paula se lo contase a las mujeres durante la visita, pero por supuesto, Romina es la que ha decidido que estás loco por la belleza sureña. Y éstas son palabras de Romi, no mías.
—Gracias por aclarármelo —no sólo estaba loco por Paula Chaves.
El pulso se aceleraba con sólo pensar en el beso que se habían dado.
—De nada. Ponme al día, Pepe. ¿Qué hay entre tú y la belleza sureña?
—Admito que me atrae, pero ¿A quién no? En todo caso, no es algo serio.
—¿Estás seguro?
Pedro apretó el volante: ése era el quid de la cuestión. Cuando pensaba en Paula, lo único de lo que estaba seguro era que la deseaba de un modo en que jamás había deseado a ninguna otra mujer. Seguramente se estaba adentrando en terreno peligroso, pero por razones que no lograba entender, no podía admitir que estaba seguro de que fuese así.
—Ya te contaré.
Le incomodó pensar que no había ofrecido una respuesta a Leonardo porque no podía. Y para un hombre que siempre había tenido las cosas claras a la hora de hablar del lugar que una mujer ocupaba en su corazón, imaginaba lo que su primo estaría pensando. Él mismo estaba intentando no pensar lo mismo. Cielos, sólo había pretendido ser un buen vecino y luego se había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba en su compañía. Y además estaba la atracción que había surgido entre los dos y que él no había sido capaz de ignorar.
—Nos vemos cuando llegues, Pepe. Conduce con cuidado —dijo Leonardo sin más comentarios sobre Paula.
—Lo haré.
Paula contemplaba las montañas desde la ventana de su dormitorio. La reunión con Juan había sido informativa y un poco abrumadora, pero había captado lo que él le había dicho. En lo alto de la lista estaba Hercules. El caballo estaba nervioso, y todo el mundo sabía cuándo no estaba de buen humor. Según Juan, llevaban tiempo sin montarlo porque pocos hombres se le podían acercar. El único capaz de manejar a Hercules era Pedro. El mismo que ella había decidido evitar en adelante. Reconocía el peligro en cuanto lo veía y en este caso era un peligro que podía además sentir. Físicamente. Si él seguía visitándola, si seguía pasando el tiempo con ella, no importaba cómo, se sentirían tentados de ir aún más lejos. Lo ocurrido demostraba que ella era prácticamente arcilla en sus manos y no quería imaginar qué pasaría si aquello iba a más. Le gustaba, pero al mismo tiempo se sentía amenazada.
No pudo ahondar en el tema porque en aquel momento sonó el teléfono. Lo sacó del cinturón y vio que era su primo Leonardo. Se había casado hacía poco más de un mes, y eso que Pedro creía que era la última persona que llegaría a enamorarse. Pero lo había hecho, y era comprensible. Mariana era una mujer muy valiosa y todos pensaban que era una gran incorporación a la familia Alfonso.
—¿Sí, Leonardo?
—Eh, tío, ¿Dónde estás? ¿Has olvidado la reunión de hoy?
—No, no la he olvidado y estoy a menos de treinta minutos.
—Muy bien. Me han dicho que tu dama vendrá a cenar el viernes por la noche.
Pedro se detuvo a pensar por un instante. Aquel comentario le hubiese molestado viniendo de cualquier otro, pero Leonardo era Leonardo y las dos personas que sabían mejor que nadie que no tenía una «dama» eran sus primos Leonardo y Pablo. Sabiéndolo, imaginó que lo que intentaba su primo era sacarle información.
—No tengo una dama y tú lo sabes.
—¿Ah, sí? En ese caso ¿Desde cuándo te has aficionado al té?
Él se echó a reír sin apartar los ojos de la carretera.
—Ah, veo que nuestra querida Romina ha estado haciendo comentarios.
—¿Quién si no? Puede que Paula se lo contase a las mujeres durante la visita, pero por supuesto, Romina es la que ha decidido que estás loco por la belleza sureña. Y éstas son palabras de Romi, no mías.
—Gracias por aclarármelo —no sólo estaba loco por Paula Chaves.
El pulso se aceleraba con sólo pensar en el beso que se habían dado.
—De nada. Ponme al día, Pepe. ¿Qué hay entre tú y la belleza sureña?
—Admito que me atrae, pero ¿A quién no? En todo caso, no es algo serio.
—¿Estás seguro?
Pedro apretó el volante: ése era el quid de la cuestión. Cuando pensaba en Paula, lo único de lo que estaba seguro era que la deseaba de un modo en que jamás había deseado a ninguna otra mujer. Seguramente se estaba adentrando en terreno peligroso, pero por razones que no lograba entender, no podía admitir que estaba seguro de que fuese así.
—Ya te contaré.
Le incomodó pensar que no había ofrecido una respuesta a Leonardo porque no podía. Y para un hombre que siempre había tenido las cosas claras a la hora de hablar del lugar que una mujer ocupaba en su corazón, imaginaba lo que su primo estaría pensando. Él mismo estaba intentando no pensar lo mismo. Cielos, sólo había pretendido ser un buen vecino y luego se había dado cuenta de lo mucho que disfrutaba en su compañía. Y además estaba la atracción que había surgido entre los dos y que él no había sido capaz de ignorar.
—Nos vemos cuando llegues, Pepe. Conduce con cuidado —dijo Leonardo sin más comentarios sobre Paula.
—Lo haré.
Paula contemplaba las montañas desde la ventana de su dormitorio. La reunión con Juan había sido informativa y un poco abrumadora, pero había captado lo que él le había dicho. En lo alto de la lista estaba Hercules. El caballo estaba nervioso, y todo el mundo sabía cuándo no estaba de buen humor. Según Juan, llevaban tiempo sin montarlo porque pocos hombres se le podían acercar. El único capaz de manejar a Hercules era Pedro. El mismo que ella había decidido evitar en adelante. Reconocía el peligro en cuanto lo veía y en este caso era un peligro que podía además sentir. Físicamente. Si él seguía visitándola, si seguía pasando el tiempo con ella, no importaba cómo, se sentirían tentados de ir aún más lejos. Lo ocurrido demostraba que ella era prácticamente arcilla en sus manos y no quería imaginar qué pasaría si aquello iba a más. Le gustaba, pero al mismo tiempo se sentía amenazada.
Propuesta: Capítulo 9
—¿De veras tu abuelo estuvo casado con todas esas mujeres? —preguntó ella después de que él le relatara la historia de cómo Rafael se había convertido en la oveja negra de la familia al fugarse a principios del siglo XX con la mujer del predicador y le hablara de todas las esposas que supuestamente había ido acumulando por el camino.
—Eso es lo que todo el mundo está intentando averiguar. Necesitamos saber si existen más Alfonso. Sofía ha contratado a un detective privado para que le ayude a resolver el enigma de las esposas de Rafael. Hemos desechado a dos y nos quedan dos más por investigar.
Poco después de acabar los postres y el café, Pedro miró su reloj.
—Vamos según lo previsto. Te llevaré de regreso a tiempo para recoger tu coche y llegar a la reunión con Juan.
Pedro se puso en pie, rodeó la mesa y le tendió la mano. En el momento en que se tocaron, una oleada de sensaciones les recorrió al mismo tiempo. Les caló hasta los huesos, se les enredó en la carne y él no pudo sino estremecerse. El aroma del cuerpo de Paula lo inundó y exhaló un suspiro entrecortado. Una parte de su cabeza le decía que se apartara y pusiese cierta distancia entre ambos. Pero otra parte de él le dijo que se enfrentaba a lo inevitable. Desde el principio había existido aquella atracción, ese grado de deseo entre los dos. Para él, desde el momento en que la había visto entrar en el salón de baile con Antonio Chaves. Allí había sabido que la deseaba. Se miraron y, por un instante, él pensó que ella apartaría la mirada, pero no lo hizo.
Paula no podía resistirse a él más de lo que Pedro podía resistirse a ella y ambos lo sabían, razón por la que, seguramente, cuando él se aproximó y comenzó a inclinar la cabeza, Bella se puso de puntillas y le ofreció su boca. En cuanto sus labios se encontraron, un sonido ronco y gutural surgió de la garganta de Pedro y la besó con más fuerza al ver que ella le rodeaba el cuello con los brazos. Deslizó la lengua con facilidad en su boca, explorando primero un lado y luego el otro, así como las zonas intermedias, y luego la enredó con la de ella en un profundo acoplamiento. Cuando Paula repitió la secuencia, una sacudida de deseo inundó el cuerpo de Pedro. Y prendió. «Dios santo». Un ansia como nunca había experimentado con anterioridad se aposentó en su mente. Sintió una conexión sexual con ella que nunca había sentido con ninguna otra mujer. Mientras sus lenguas se deslizaban la una en la otra, partes de él se prepararon, dispuestas a explotar en cualquier momento. Nunca había conocido una pasión tan incontenible, un deseo tan patente y una necesidad tan primaria. La boca de él se afanaba en saborear la de ella, pero el resto de su cuerpo ansiaba sentirla, abrazarla con más fuerza. Instintivamente, sintió que ella se reclinaba sobre él y sus cuerpos se unían desde el pecho hasta las rodillas mientras la besaba con más pasión. Gimió, preguntándose si alguna vez se encontraría saciado.
Paula sentía lo mismo con respecto a él. Ningún hombre la había abrazado con tal fuerza, la había besado con tanta pasión y le había provocado aquellas sensaciones que recorrían su cuerpo a una velocidad mayor que la de la luz. Y ella notaba su erección, su miembro rígido y palpitante sobre su sexo, apretándose con fuerza en la intersección de sus muslos, haciendo que sintiera allí, justo allí, cosas totalmente nuevas para ella. Era más que un hormigueo. Experimentaba dolor en ese preciso lugar. Se sentía como una masa de queroseno y él era la antorcha que la iba a encender para hacerla explotar en llamas. Pedro era puro músculo apretándose contra ella y ella lo quería todo. Lo deseaba. No estaba segura de lo que su deseo entrañaba, pero sabía que era el único hombre que la hacía sentir de aquel modo. Deseaba que fuera él, y nadie más, quien la hiciera sentirse así.
Cuando finalmente Pedro retiró la boca y dejó su rostro pegado al de Paula, instintivamente, ella le lamió los labios de punta a punta, reacia a renunciar su sabor. Pedro emitió entonces un sonido gutural que desató el deseo de ella e hizo que acercara los labios a los de él, momento en que Pedro volvió a apoderarse de su boca. Le introdujo la lengua como si tuviese todo el derecho a estar allí, cosa en la que ella estuvo de acuerdo. Lentamente, dejó de besarla y la miró a los ojos durante un largo rato. Luego le acarició los labios con el pulgar y paseó los dedos por los rizos de su pelo.
—Será mejor que nos vayamos o no llegarás a la reunión —dijo él, bajando el tono de voz.
Incapaz de pronunciar una sola palabra, ella se limitó a asentir. Entonces él la tomó de la mano y enlazó sus dedos con los de ella, y las sensaciones que había experimentado siguieron estando presentes, casi de forma insoportable, pero Paula se propuso combatirlas. Desde ese momento en adelante. No podía iniciar una relación con nadie, sobre todo con alguien como Pedro. Y menos en aquel momento. Ya tenía bastante con el rancho y con sus padres. Tenía que mantener la cabeza fría y no dejarse atrapar por los deseos de la carne. No necesitaba un amante; necesitaba una estrategia. Y conforme salían juntos del despacho, intentó deshacerse de sus sentimientos. Acababan de besarla hasta hacerle perder el conocimiento y estaba intentado convencerse de que, pasara lo que pasara, no volvería a ocurrir. El único problema era que su cabeza había decidido una cosa y su cuerpo reclamaba otra distinta.
—Eso es lo que todo el mundo está intentando averiguar. Necesitamos saber si existen más Alfonso. Sofía ha contratado a un detective privado para que le ayude a resolver el enigma de las esposas de Rafael. Hemos desechado a dos y nos quedan dos más por investigar.
Poco después de acabar los postres y el café, Pedro miró su reloj.
—Vamos según lo previsto. Te llevaré de regreso a tiempo para recoger tu coche y llegar a la reunión con Juan.
Pedro se puso en pie, rodeó la mesa y le tendió la mano. En el momento en que se tocaron, una oleada de sensaciones les recorrió al mismo tiempo. Les caló hasta los huesos, se les enredó en la carne y él no pudo sino estremecerse. El aroma del cuerpo de Paula lo inundó y exhaló un suspiro entrecortado. Una parte de su cabeza le decía que se apartara y pusiese cierta distancia entre ambos. Pero otra parte de él le dijo que se enfrentaba a lo inevitable. Desde el principio había existido aquella atracción, ese grado de deseo entre los dos. Para él, desde el momento en que la había visto entrar en el salón de baile con Antonio Chaves. Allí había sabido que la deseaba. Se miraron y, por un instante, él pensó que ella apartaría la mirada, pero no lo hizo.
Paula no podía resistirse a él más de lo que Pedro podía resistirse a ella y ambos lo sabían, razón por la que, seguramente, cuando él se aproximó y comenzó a inclinar la cabeza, Bella se puso de puntillas y le ofreció su boca. En cuanto sus labios se encontraron, un sonido ronco y gutural surgió de la garganta de Pedro y la besó con más fuerza al ver que ella le rodeaba el cuello con los brazos. Deslizó la lengua con facilidad en su boca, explorando primero un lado y luego el otro, así como las zonas intermedias, y luego la enredó con la de ella en un profundo acoplamiento. Cuando Paula repitió la secuencia, una sacudida de deseo inundó el cuerpo de Pedro. Y prendió. «Dios santo». Un ansia como nunca había experimentado con anterioridad se aposentó en su mente. Sintió una conexión sexual con ella que nunca había sentido con ninguna otra mujer. Mientras sus lenguas se deslizaban la una en la otra, partes de él se prepararon, dispuestas a explotar en cualquier momento. Nunca había conocido una pasión tan incontenible, un deseo tan patente y una necesidad tan primaria. La boca de él se afanaba en saborear la de ella, pero el resto de su cuerpo ansiaba sentirla, abrazarla con más fuerza. Instintivamente, sintió que ella se reclinaba sobre él y sus cuerpos se unían desde el pecho hasta las rodillas mientras la besaba con más pasión. Gimió, preguntándose si alguna vez se encontraría saciado.
Paula sentía lo mismo con respecto a él. Ningún hombre la había abrazado con tal fuerza, la había besado con tanta pasión y le había provocado aquellas sensaciones que recorrían su cuerpo a una velocidad mayor que la de la luz. Y ella notaba su erección, su miembro rígido y palpitante sobre su sexo, apretándose con fuerza en la intersección de sus muslos, haciendo que sintiera allí, justo allí, cosas totalmente nuevas para ella. Era más que un hormigueo. Experimentaba dolor en ese preciso lugar. Se sentía como una masa de queroseno y él era la antorcha que la iba a encender para hacerla explotar en llamas. Pedro era puro músculo apretándose contra ella y ella lo quería todo. Lo deseaba. No estaba segura de lo que su deseo entrañaba, pero sabía que era el único hombre que la hacía sentir de aquel modo. Deseaba que fuera él, y nadie más, quien la hiciera sentirse así.
Cuando finalmente Pedro retiró la boca y dejó su rostro pegado al de Paula, instintivamente, ella le lamió los labios de punta a punta, reacia a renunciar su sabor. Pedro emitió entonces un sonido gutural que desató el deseo de ella e hizo que acercara los labios a los de él, momento en que Pedro volvió a apoderarse de su boca. Le introdujo la lengua como si tuviese todo el derecho a estar allí, cosa en la que ella estuvo de acuerdo. Lentamente, dejó de besarla y la miró a los ojos durante un largo rato. Luego le acarició los labios con el pulgar y paseó los dedos por los rizos de su pelo.
—Será mejor que nos vayamos o no llegarás a la reunión —dijo él, bajando el tono de voz.
Incapaz de pronunciar una sola palabra, ella se limitó a asentir. Entonces él la tomó de la mano y enlazó sus dedos con los de ella, y las sensaciones que había experimentado siguieron estando presentes, casi de forma insoportable, pero Paula se propuso combatirlas. Desde ese momento en adelante. No podía iniciar una relación con nadie, sobre todo con alguien como Pedro. Y menos en aquel momento. Ya tenía bastante con el rancho y con sus padres. Tenía que mantener la cabeza fría y no dejarse atrapar por los deseos de la carne. No necesitaba un amante; necesitaba una estrategia. Y conforme salían juntos del despacho, intentó deshacerse de sus sentimientos. Acababan de besarla hasta hacerle perder el conocimiento y estaba intentado convencerse de que, pasara lo que pasara, no volvería a ocurrir. El único problema era que su cabeza había decidido una cosa y su cuerpo reclamaba otra distinta.
jueves, 19 de octubre de 2017
Propuesta: Capítulo 8
—Me encanta la comida italiana —dijo ella, entusiasmada, mientras agarraba el tenedor.
Pedro sirvió el vino y al mirarla la pilló sorbiendo un espagueti, que atravesó sus seductores labios. Sintió un nudo en el estómago, y cuando ella se chupó los labios, no pudo evitar envidiar a aquel fideo. Al ver que le miraba, ella se ruborizó.
—Lo siento. Sé que estoy siendo maleducada, pero no me pude resistir —dijo con una sonrisa—. Es algo que siempre quise hacer y no pude cuando comía espaguetis con mis padres.
—No te preocupes. De hecho, puedes sorber el resto si te apetece. Aquí estamos sólo tú y yo.
—Gracias, pero será mejor que no lo haga.
—Intuyo que tus padres te imponían mucha disciplina —dijo, tomando un sorbo de vino.
—Lo siguen haciendo, o al menos lo intentan. Incluso ahora, no se detendrán ante nada para devolverme a Savannah con el fin de tenerme controlada. Esta mañana recibí una llamada de mi abogado advirtiéndome de que es posible que hayan encontrado una laguna legal en el fondo fiduciario que crearon mis abuelos antes de su muerte.
Él alzó una ceja.
—¿Qué tipo de laguna legal?
—Una que dice que se supone que tengo que estar casada pasado un año. Si eso es cierto, tengo menos de tres meses —dijo ella, indignada—. Seguro que esperan que vuelva a Savannah para casarme con David.
—¿David?
Paula lo miró a los ojos y Jason detectó la preocupación que había en su mirada.
—Sí, David Pierce. Pertenece a una familia acaudalada de Savannah y mis padres han decidido que David y yo somos la pareja perfecta.
Él vió cómo sus hombros se elevaban y descendían conforme lanzaba varios suspiros. Era obvio que no le gustaba la idea de convertirse en la señora de David Pierce. Maldita sea, y a él tampoco le gustaba.
—¿Cuándo sabrás lo que tienes que hacer?
—No estoy segura. Tengo un buen abogado, pero he de admitir que el de mis padres tiene más experiencia en estas cosas. En otras palabras, es un viejo zorro. Estoy convencida de que mis abuelos dispusieron mi herencia pensando que velaban por mi futuro porque, en sus círculos sociales, lo ideal era que una joven se casara a los veintiséis años.
—¿Y tus padres no tienen reparos en obligarte a que te cases?
—No, en absoluto. No les importa mi felicidad. Lo único que les importa es demostrar una vez más que controlan mi vida y siempre la controlarán.
Pedro detectó el temblor que había en su voz y cuando Paula bajó la vista como para mirar a los cubiertos, supo que estaba a punto de echarse a llorar. En ese momento, algo en su interior quiso levantarse, abrazarla y decirle que todo saldría bien.
—Creía que en la universidad me libraría de la vigilancia de mis padres, pero descubrí que habían delegado en determinadas personas, administrativos y profesores, para que me controlaran y les informaran de mi comportamiento —dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Y pensaba, de veras te lo digo, que el dinero que iba a heredar junto con el rancho eran el modo de empezar a vivir mi propia vida como quisiera y el fin de la autoridad de mis padres. Iba a ejercitar mi libertad por primera vez en la vida.
Hizo una breve pausa.
—Pedro. Me encanta este sitio. Aquí puedo vivir como quiero, hacer lo que deseo. Es una libertad de la que no he disfrutado jamás y no quiero renunciar a ella.
—Entonces, no lo hagas. Lucha por lo que realmente quieres.
Ella volvió a dejar caer los hombros.
—Aunque mi idea es intentarlo, es más fácil decirlo que hacerlo. Mi padre es un personaje muy conocido e influyente en Savannah y tiene muchos amigos jueces. A cualquiera le resultaría ridículo intentar algo tan arcaico como obligar a alguien a casarse, pero mis padres recurrirán a la ayuda de sus amigos para que acabe accediendo.
Una vez más, Paula se quedó en silencio durante un rato.
—Cuando supe de la existencia de Roberto y le pregunté a mi padre por qué nunca me contó nada de su vida aquí en Denver, no quiso decirme ni una sola palabra, pero he estado leyendo los diarios de mi abuelo. Afirma que mi padre odiaba vivir aquí. Mi abuela había venido de visita, conoció a Roberto y se enamoró, así que nunca volvió al este. Su familia la desheredó por aquella decisión. Pero después de acabar sus estudios en la universidad, mi padre se trasladó a Savannah y buscó a sus abuelos maternos, quienes se mostraron dispuestos a aceptarlo de buen grado siempre y cuando nunca les recordara lo que ellos consideraban una traición por parte de su hija, y así lo hizo.
Entonces Paula enderezó la espalda y esbozó una sonrisa forzada.
—Cambiemos de tema —sugirió—. Pensar en mis tribulaciones ya es de por sí bastante deprimente y has organizado una comida demasiado agradable como para que nos vengamos abajo. Disfrutaron del resto del almuerzo y hablaron de otras cosas.
Él le habló de su negocio de cría de caballos y sobre cómo él y los Alfonso de Atlanta habían descubierto que eran parientes a través de su bisabuelo Rafael Alfonso.
Pedro sirvió el vino y al mirarla la pilló sorbiendo un espagueti, que atravesó sus seductores labios. Sintió un nudo en el estómago, y cuando ella se chupó los labios, no pudo evitar envidiar a aquel fideo. Al ver que le miraba, ella se ruborizó.
—Lo siento. Sé que estoy siendo maleducada, pero no me pude resistir —dijo con una sonrisa—. Es algo que siempre quise hacer y no pude cuando comía espaguetis con mis padres.
—No te preocupes. De hecho, puedes sorber el resto si te apetece. Aquí estamos sólo tú y yo.
—Gracias, pero será mejor que no lo haga.
—Intuyo que tus padres te imponían mucha disciplina —dijo, tomando un sorbo de vino.
—Lo siguen haciendo, o al menos lo intentan. Incluso ahora, no se detendrán ante nada para devolverme a Savannah con el fin de tenerme controlada. Esta mañana recibí una llamada de mi abogado advirtiéndome de que es posible que hayan encontrado una laguna legal en el fondo fiduciario que crearon mis abuelos antes de su muerte.
Él alzó una ceja.
—¿Qué tipo de laguna legal?
—Una que dice que se supone que tengo que estar casada pasado un año. Si eso es cierto, tengo menos de tres meses —dijo ella, indignada—. Seguro que esperan que vuelva a Savannah para casarme con David.
—¿David?
Paula lo miró a los ojos y Jason detectó la preocupación que había en su mirada.
—Sí, David Pierce. Pertenece a una familia acaudalada de Savannah y mis padres han decidido que David y yo somos la pareja perfecta.
Él vió cómo sus hombros se elevaban y descendían conforme lanzaba varios suspiros. Era obvio que no le gustaba la idea de convertirse en la señora de David Pierce. Maldita sea, y a él tampoco le gustaba.
—¿Cuándo sabrás lo que tienes que hacer?
—No estoy segura. Tengo un buen abogado, pero he de admitir que el de mis padres tiene más experiencia en estas cosas. En otras palabras, es un viejo zorro. Estoy convencida de que mis abuelos dispusieron mi herencia pensando que velaban por mi futuro porque, en sus círculos sociales, lo ideal era que una joven se casara a los veintiséis años.
—¿Y tus padres no tienen reparos en obligarte a que te cases?
—No, en absoluto. No les importa mi felicidad. Lo único que les importa es demostrar una vez más que controlan mi vida y siempre la controlarán.
Pedro detectó el temblor que había en su voz y cuando Paula bajó la vista como para mirar a los cubiertos, supo que estaba a punto de echarse a llorar. En ese momento, algo en su interior quiso levantarse, abrazarla y decirle que todo saldría bien.
—Creía que en la universidad me libraría de la vigilancia de mis padres, pero descubrí que habían delegado en determinadas personas, administrativos y profesores, para que me controlaran y les informaran de mi comportamiento —dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Y pensaba, de veras te lo digo, que el dinero que iba a heredar junto con el rancho eran el modo de empezar a vivir mi propia vida como quisiera y el fin de la autoridad de mis padres. Iba a ejercitar mi libertad por primera vez en la vida.
Hizo una breve pausa.
—Pedro. Me encanta este sitio. Aquí puedo vivir como quiero, hacer lo que deseo. Es una libertad de la que no he disfrutado jamás y no quiero renunciar a ella.
—Entonces, no lo hagas. Lucha por lo que realmente quieres.
Ella volvió a dejar caer los hombros.
—Aunque mi idea es intentarlo, es más fácil decirlo que hacerlo. Mi padre es un personaje muy conocido e influyente en Savannah y tiene muchos amigos jueces. A cualquiera le resultaría ridículo intentar algo tan arcaico como obligar a alguien a casarse, pero mis padres recurrirán a la ayuda de sus amigos para que acabe accediendo.
Una vez más, Paula se quedó en silencio durante un rato.
—Cuando supe de la existencia de Roberto y le pregunté a mi padre por qué nunca me contó nada de su vida aquí en Denver, no quiso decirme ni una sola palabra, pero he estado leyendo los diarios de mi abuelo. Afirma que mi padre odiaba vivir aquí. Mi abuela había venido de visita, conoció a Roberto y se enamoró, así que nunca volvió al este. Su familia la desheredó por aquella decisión. Pero después de acabar sus estudios en la universidad, mi padre se trasladó a Savannah y buscó a sus abuelos maternos, quienes se mostraron dispuestos a aceptarlo de buen grado siempre y cuando nunca les recordara lo que ellos consideraban una traición por parte de su hija, y así lo hizo.
Entonces Paula enderezó la espalda y esbozó una sonrisa forzada.
—Cambiemos de tema —sugirió—. Pensar en mis tribulaciones ya es de por sí bastante deprimente y has organizado una comida demasiado agradable como para que nos vengamos abajo. Disfrutaron del resto del almuerzo y hablaron de otras cosas.
Él le habló de su negocio de cría de caballos y sobre cómo él y los Alfonso de Atlanta habían descubierto que eran parientes a través de su bisabuelo Rafael Alfonso.
Propuesta: Capítulo 7
—Las dejamos que se lo crean porque poco a poco nos van superando en número. Aunque Camila está en Australia, sigue teniendo voz y voto. Cuando se le pide que opine, se pone del lado de las mujeres.
—¿Decidís las cosas por votación?
—Sí, creemos en la democracia. La última vez que lo hicimos fue para decidir dónde sería la cena de Navidad. Normalmente se celebra en casa de Federico porque era la antigua casa familiar, pero estaban renovando la cocina, así que decidimos por votación ir a la de Diego.
—¿Todos tienen casa?
—Sí. Al cumplir los veinticinco, todos heredamos cuarenta hectáreas. Me divirtió mucho bautizar mi finca.
—¿La tuya es Casa de Pedro, verdad?
—Así es.
Mientras él le hablaba, el cuerpo de Paula había estado reaccionando al sonido de su voz como si tuviese el cometido de captar todos y cada uno de sus matices. Inspiró con fuerza y empezaron a conversar de nuevo, pero esta vez sobre la familia de ella. Él había sido sincero al hablarle de su familia, así que ella decidió serlo también sobre la suya.
—Mis padres y yo no estamos tan unidos y no recuerdo ningún momento en que lo estuviésemos. No están de acuerdo con que me haya trasladado aquí —dijo, preguntándose por qué quería compartir con él hasta el último detalle.
—¿Tienes más familia, primos?
—Mis padres eran hijos únicos. Tío Antonio tiene un hijo y una hija, pero no he tenido contacto con ellos desde la lectura del testamento. El tío sólo hablaba conmigo cuando pensaba que iba a vender el rancho y el ganado a su amigo.
Cuando la camioneta se detuvo frente a un enorme edificio, ella tuvo que secarse las lágrimas de lo mucho que se había reído con el relato de los líos en que se metía la menor de los Alfonso.
—No puedo imaginar que tu prima Romina—que a ella le parecía tan inocente— fuese tan camorrista de pequeña.
Pedro se echó a reír.
—Eh, no te dejes engañar por ella. Los primos Marcos y Adrián están en Harvard y Gabriel se alistó en la Marina. Le pedimos a Romina que se quedase en la universidad local para poder tenerla vigilada —se echó a reír y luego añadió—: Y aquello fue un error, porque al final fue ella la que empezó a controlarnos a nosotros.
Cuando Pedro apagó el motor de la camioneta, ella contempló a través del parabrisas el edificio que se alzaba ante ellos.
—¿Pero esto es un restaurante?
—No. Es Blue Ridge Management, la compañía que mi padre y mi tío fundaron hace unos cuarenta años. Cuando ellos murieron, Federico y Diego se hicieron cargo de la empresa, pero Diego decidió finalmente convertirse en criador de ovejas y Fede es ahora el director ejecutivo. Mi hermano Nicolás tiene un puesto en la directiva. Mis primos Pablo y Leonardo, al igual que yo, estuvimos trabajando para la empresa cuando terminamos nuestros estudios universitarios, pero el año pasado decidimos montar Montana Alfonso y dedicarnos a entrenar y criar caballos. Digamos que el trabajo de oficina nunca fue nuestro fuerte. Como Diego, preferimos trabajar al aire libre.
Ella asintió y siguió su mirada hasta el edificio.
—¿Y vamos a comer aquí?
—Sí, conservo aquí mi despacho y de vez en cuando vengo a hacer negocios. He avisado de que veníamos y la secretaria de Fede ya se ha ocupado de prepararlo todo. Poco después caminaban por el enorme vestíbulo de Blue Ridge Land Management.
Tras detenerse en el control de seguridad, tomaron el ascensor para acceder a la planta de los ejecutivos. Pedro la sorprendió tomándola del brazo y conduciéndola hacia una serie de despachos para detenerse en uno en concreto que llevaba su nombre en la puerta. A ella le latía con fuerza el corazón. Aunque él no la había calificado como tal, para Paula aquella comida no dejaba de ser una cita. La idea se vió reforzada cuando él abrió la puerta y vió la mesa preparada para el almuerzo. La habitación era espaciosa y desde ella se veía todo Denver.
—Pedro, la mesa y la panorámica son preciosas. Gracias por invitarme a comer.
—De nada —dijo él, ofreciéndole una silla.
—Abajo hay un restaurante enorme para los empleados, pero pensé que aquí tendríamos más intimidad.
—Muy atento por tu parte.
«Lo he hecho por razones puramente egoístas», pensó Pedro mientras se sentaba frente a ella. Le gustaba tenerla para él solo. Aunque no solía beber té, siempre estaba deseando visitarla para sentarse a charlar con ella. Disfrutaba de su compañía. La miró y sus miradas se encontraron. La reacción que tenían ambos con respecto al otro siempre le sorprendía, porque era natural y descontrolada al mismo tiempo. No podía detener el calor que fluía por su cuerpo en aquel momento, ni aun proponiéndoselo. Lentamente, ella rompió el contacto visual para bajar la mirada al plato. Cuando volvió a mirarle, sonreía.
—Espaguetis.
Él no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Sí. Recuerdo que el otro día comentaste lo mucho que te gustaba la comida italiana.
—¿Decidís las cosas por votación?
—Sí, creemos en la democracia. La última vez que lo hicimos fue para decidir dónde sería la cena de Navidad. Normalmente se celebra en casa de Federico porque era la antigua casa familiar, pero estaban renovando la cocina, así que decidimos por votación ir a la de Diego.
—¿Todos tienen casa?
—Sí. Al cumplir los veinticinco, todos heredamos cuarenta hectáreas. Me divirtió mucho bautizar mi finca.
—¿La tuya es Casa de Pedro, verdad?
—Así es.
Mientras él le hablaba, el cuerpo de Paula había estado reaccionando al sonido de su voz como si tuviese el cometido de captar todos y cada uno de sus matices. Inspiró con fuerza y empezaron a conversar de nuevo, pero esta vez sobre la familia de ella. Él había sido sincero al hablarle de su familia, así que ella decidió serlo también sobre la suya.
—Mis padres y yo no estamos tan unidos y no recuerdo ningún momento en que lo estuviésemos. No están de acuerdo con que me haya trasladado aquí —dijo, preguntándose por qué quería compartir con él hasta el último detalle.
—¿Tienes más familia, primos?
—Mis padres eran hijos únicos. Tío Antonio tiene un hijo y una hija, pero no he tenido contacto con ellos desde la lectura del testamento. El tío sólo hablaba conmigo cuando pensaba que iba a vender el rancho y el ganado a su amigo.
Cuando la camioneta se detuvo frente a un enorme edificio, ella tuvo que secarse las lágrimas de lo mucho que se había reído con el relato de los líos en que se metía la menor de los Alfonso.
—No puedo imaginar que tu prima Romina—que a ella le parecía tan inocente— fuese tan camorrista de pequeña.
Pedro se echó a reír.
—Eh, no te dejes engañar por ella. Los primos Marcos y Adrián están en Harvard y Gabriel se alistó en la Marina. Le pedimos a Romina que se quedase en la universidad local para poder tenerla vigilada —se echó a reír y luego añadió—: Y aquello fue un error, porque al final fue ella la que empezó a controlarnos a nosotros.
Cuando Pedro apagó el motor de la camioneta, ella contempló a través del parabrisas el edificio que se alzaba ante ellos.
—¿Pero esto es un restaurante?
—No. Es Blue Ridge Management, la compañía que mi padre y mi tío fundaron hace unos cuarenta años. Cuando ellos murieron, Federico y Diego se hicieron cargo de la empresa, pero Diego decidió finalmente convertirse en criador de ovejas y Fede es ahora el director ejecutivo. Mi hermano Nicolás tiene un puesto en la directiva. Mis primos Pablo y Leonardo, al igual que yo, estuvimos trabajando para la empresa cuando terminamos nuestros estudios universitarios, pero el año pasado decidimos montar Montana Alfonso y dedicarnos a entrenar y criar caballos. Digamos que el trabajo de oficina nunca fue nuestro fuerte. Como Diego, preferimos trabajar al aire libre.
Ella asintió y siguió su mirada hasta el edificio.
—¿Y vamos a comer aquí?
—Sí, conservo aquí mi despacho y de vez en cuando vengo a hacer negocios. He avisado de que veníamos y la secretaria de Fede ya se ha ocupado de prepararlo todo. Poco después caminaban por el enorme vestíbulo de Blue Ridge Land Management.
Tras detenerse en el control de seguridad, tomaron el ascensor para acceder a la planta de los ejecutivos. Pedro la sorprendió tomándola del brazo y conduciéndola hacia una serie de despachos para detenerse en uno en concreto que llevaba su nombre en la puerta. A ella le latía con fuerza el corazón. Aunque él no la había calificado como tal, para Paula aquella comida no dejaba de ser una cita. La idea se vió reforzada cuando él abrió la puerta y vió la mesa preparada para el almuerzo. La habitación era espaciosa y desde ella se veía todo Denver.
—Pedro, la mesa y la panorámica son preciosas. Gracias por invitarme a comer.
—De nada —dijo él, ofreciéndole una silla.
—Abajo hay un restaurante enorme para los empleados, pero pensé que aquí tendríamos más intimidad.
—Muy atento por tu parte.
«Lo he hecho por razones puramente egoístas», pensó Pedro mientras se sentaba frente a ella. Le gustaba tenerla para él solo. Aunque no solía beber té, siempre estaba deseando visitarla para sentarse a charlar con ella. Disfrutaba de su compañía. La miró y sus miradas se encontraron. La reacción que tenían ambos con respecto al otro siempre le sorprendía, porque era natural y descontrolada al mismo tiempo. No podía detener el calor que fluía por su cuerpo en aquel momento, ni aun proponiéndoselo. Lentamente, ella rompió el contacto visual para bajar la mirada al plato. Cuando volvió a mirarle, sonreía.
—Espaguetis.
Él no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Sí. Recuerdo que el otro día comentaste lo mucho que te gustaba la comida italiana.
Propuesta: Capítulo 6
—Sí, a finales de esta semana me llevarán la nevera y la cocina. Estoy emocionada.
Pedro no pudo evitar reírse, porque realmente lo estaba.
—¿Vas a quedarte un tiempo por la ciudad, Paula?
—Sí. Tengo una reunión con Juan a última hora de la tarde. Voy a reunirme con él una vez a la semana, como sugeriste.
Él se alegró de que hubiese seguido su consejo.
—¿Te apetece comer conmigo? Hay un sitio cerca de aquí donde se come bastante bien.
—Me encantaría.
Pedro sabía que a él también le encantaría. Llevaba pensándolo mucho tiempo, sobre todo por la noche, cuando le costaba conciliar el sueño. Nunca se había sentido tan atraído por ninguna otra mujer. Tenía algo. Algo que no podía controlar y que lo atraía hacia ella. Quería averiguar hasta dónde iba a llegar y dónde acabaría.
—Podemos ir en mi camioneta. Tu coche estará bien aquí estacionado hasta que volvamos.
—Muy bien.
Salieron juntos de la tienda y se dirigieron hacia la camioneta. Era un hermoso día de mayo pero, cuando Pedro vió que ella se estremecía, imaginó que, en un día como aquél, en Savannah hacía una temperatura de más de veinticinco grados. En Denver, se mostraban encantados si en el mes de junio superaban los quince. Se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros.
—No hacía falta que hicieras eso.
Él sonrió.
—Sí hacía falta. No quiero que te resfríes por mi culpa.
Paula llevaba pantalón negro y un jersey de lana azul claro. Como siempre, su aspecto era muy femenino. Y además llevaba su chaqueta. Siguieron caminando y, al llegar a la camioneta, ella alzó la vista y sus miradas se encontraron. Pedro sintió la electricidad que surgía entre los dos. Ella apartó los ojos rápidamente, como si le avergonzara lo evidente de la atracción que había entre ambos.
—¿Quieres que te devuelva la chaqueta? —preguntó ella en voz baja.
—No, quédatela. Me gusta que la lleves.
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Por qué te gusta que la lleve?
—Porque es así. Y porque es mía y la llevas tú.
Paula estaba convencida de que no había nada más cautivador que la sensación de llevar la chaqueta de un hombre cuya existencia representaba la esencia de la masculinidad. La impregnaba del calor, el olor y el aura de Pedro en todos los aspectos posibles. La inundaba de la necesidad de tener, saber y sentir más de Pedro Alfonso. Al mirarle a través de la ventanilla del coche mientras él sacaba el teléfono para reservar mesa en el restaurante, no pudo evitar sentir cómo la sangre se aceleraba en sus venas y un calor se aposentaba en su interior. Observó como volvía a meterse el teléfono en el bolsillo, pasaba por delante de la camioneta y entraba en ella. Era el tipo de hombre con el que a una mujer le encantaría acurrucarse en una noche fría de Colorado. Sólo la idea de en estar con él frente a una chimenea encendida sería una fantasía hecha realidad para cualquier mujer... Y su mayor temor.
—¿Estás cómoda? —preguntó él, poniéndose un sombrero de ala ancha.
Ella lo miró, fijó la mirada en él por un instante y luego asintió.
—Sí, estoy bien, gracias.
—De nada.
Salió marcha atrás del aparcamiento sin decir una palabra, pero ella no dejó de fijarse en las manos que agarraban el volante. Eran grandes y fuertes, y ella imaginaba cómo la agarrarían. Ese pensamiento impregnó de calor cada célula, cada poro de su cuerpo, extendiéndose a sus huesos y haciendo que se rindiera a algo que nunca había experimentado con anterioridad. Nunca antes le había preocupado ser virgen, y tampoco le preocupaba en ese momento, excepto por el hecho de que lo desconocido estaba sacando a la luz su lado más atrevido. Provocaba que anticipara cosas que no debía anticipar.
—Te veo muy callada, Paula—dijo Pedro.
—Lo siento —respondió—. Estaba pensando en el viernes —decidió explicar.
—¿Viernes?
—Sí. Pamela me ha invitado a cenar.
—¿De verdad?
Paula detectó su tono de sorpresa.
—Sí. Dijo que sería la oportunidad perfecta para que los conociese a todos. Al parecer, todos mis vecinos son Alfonso, sólo que tú eres el que vive más cerca.
—¿Y qué es lo que te preocupa tanto del viernes?
—La cantidad de miembros de tu familia que voy a conocer.
Él rió entre dientes.
—Sobrevivirás.
—Gracias por el voto de confianza. Háblame de ellos.
—Ya has conocido a los que creen que lo manejan todo, es decir, a las mujeres.
Ella se echó a reír.
—¿Acaso no es así?
Pedro no pudo evitar reírse, porque realmente lo estaba.
—¿Vas a quedarte un tiempo por la ciudad, Paula?
—Sí. Tengo una reunión con Juan a última hora de la tarde. Voy a reunirme con él una vez a la semana, como sugeriste.
Él se alegró de que hubiese seguido su consejo.
—¿Te apetece comer conmigo? Hay un sitio cerca de aquí donde se come bastante bien.
—Me encantaría.
Pedro sabía que a él también le encantaría. Llevaba pensándolo mucho tiempo, sobre todo por la noche, cuando le costaba conciliar el sueño. Nunca se había sentido tan atraído por ninguna otra mujer. Tenía algo. Algo que no podía controlar y que lo atraía hacia ella. Quería averiguar hasta dónde iba a llegar y dónde acabaría.
—Podemos ir en mi camioneta. Tu coche estará bien aquí estacionado hasta que volvamos.
—Muy bien.
Salieron juntos de la tienda y se dirigieron hacia la camioneta. Era un hermoso día de mayo pero, cuando Pedro vió que ella se estremecía, imaginó que, en un día como aquél, en Savannah hacía una temperatura de más de veinticinco grados. En Denver, se mostraban encantados si en el mes de junio superaban los quince. Se quitó la chaqueta y se la echó por los hombros.
—No hacía falta que hicieras eso.
Él sonrió.
—Sí hacía falta. No quiero que te resfríes por mi culpa.
Paula llevaba pantalón negro y un jersey de lana azul claro. Como siempre, su aspecto era muy femenino. Y además llevaba su chaqueta. Siguieron caminando y, al llegar a la camioneta, ella alzó la vista y sus miradas se encontraron. Pedro sintió la electricidad que surgía entre los dos. Ella apartó los ojos rápidamente, como si le avergonzara lo evidente de la atracción que había entre ambos.
—¿Quieres que te devuelva la chaqueta? —preguntó ella en voz baja.
—No, quédatela. Me gusta que la lleves.
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Por qué te gusta que la lleve?
—Porque es así. Y porque es mía y la llevas tú.
Paula estaba convencida de que no había nada más cautivador que la sensación de llevar la chaqueta de un hombre cuya existencia representaba la esencia de la masculinidad. La impregnaba del calor, el olor y el aura de Pedro en todos los aspectos posibles. La inundaba de la necesidad de tener, saber y sentir más de Pedro Alfonso. Al mirarle a través de la ventanilla del coche mientras él sacaba el teléfono para reservar mesa en el restaurante, no pudo evitar sentir cómo la sangre se aceleraba en sus venas y un calor se aposentaba en su interior. Observó como volvía a meterse el teléfono en el bolsillo, pasaba por delante de la camioneta y entraba en ella. Era el tipo de hombre con el que a una mujer le encantaría acurrucarse en una noche fría de Colorado. Sólo la idea de en estar con él frente a una chimenea encendida sería una fantasía hecha realidad para cualquier mujer... Y su mayor temor.
—¿Estás cómoda? —preguntó él, poniéndose un sombrero de ala ancha.
Ella lo miró, fijó la mirada en él por un instante y luego asintió.
—Sí, estoy bien, gracias.
—De nada.
Salió marcha atrás del aparcamiento sin decir una palabra, pero ella no dejó de fijarse en las manos que agarraban el volante. Eran grandes y fuertes, y ella imaginaba cómo la agarrarían. Ese pensamiento impregnó de calor cada célula, cada poro de su cuerpo, extendiéndose a sus huesos y haciendo que se rindiera a algo que nunca había experimentado con anterioridad. Nunca antes le había preocupado ser virgen, y tampoco le preocupaba en ese momento, excepto por el hecho de que lo desconocido estaba sacando a la luz su lado más atrevido. Provocaba que anticipara cosas que no debía anticipar.
—Te veo muy callada, Paula—dijo Pedro.
—Lo siento —respondió—. Estaba pensando en el viernes —decidió explicar.
—¿Viernes?
—Sí. Pamela me ha invitado a cenar.
—¿De verdad?
Paula detectó su tono de sorpresa.
—Sí. Dijo que sería la oportunidad perfecta para que los conociese a todos. Al parecer, todos mis vecinos son Alfonso, sólo que tú eres el que vive más cerca.
—¿Y qué es lo que te preocupa tanto del viernes?
—La cantidad de miembros de tu familia que voy a conocer.
Él rió entre dientes.
—Sobrevivirás.
—Gracias por el voto de confianza. Háblame de ellos.
—Ya has conocido a los que creen que lo manejan todo, es decir, a las mujeres.
Ella se echó a reír.
—¿Acaso no es así?
Propuesta: Capítulo 5
Cumpliendo su palabra, se había pasado hacía unos días a tomar el té con ella. La conversación fue muy agradable y él le contó más cosas sobre su abuelo. Supo que Pedro y Roberto habían mantenido una relación muy cercana y en parte se alegró al pensar que él había contribuido a aliviar la soledad de su abuelo. Aunque su padre se había negado a contarle las razones que le llevaron a marcharse de casa, esperaba descubrirlo por sí misma. Su abuelo había escrito varios diarios y tenía intención de empezar a leerlos esa misma semana. Jason también le resolvió sus dudas sobre cómo llevar el rancho y le aseguró que su capataz había trabajado para su abuelo durante varios años y conocía su oficio. Aunque la visita de Pedro fue breve, ella la disfrutó enormemente.
Había conocido a algunos de los miembros de su familia, concretamente a las mujeres, ya que hacía un par de días se habían presentado en su casa con regalos de bienvenida al vecindario. Pamela, Nadia y Mariana eran Alfonso por matrimonio y Sofía y Romina de nacimiento. Le hablaron de Camila, la hermana de Sofía y Romina, que se había casado a primeros de ese año, se había trasladado a Australia y esperaba su primer hijo. Las mujeres la habían invitado a cenar a casa de Pamela el viernes para que conociese al resto de la familia. Le pareció que la invitación era un gesto muy amable por su parte. A ellas les sorprendió que conociese ya a Pedro porque él no les había comentado nada al respecto. No estaba segura de por qué no lo había hecho, cuando era evidente que los Alfonso eran una familia muy unida, pero supuso que los hombres tienden a mantener sus actividades en privado y no las comparten con nadie.
Él le había dicho que iba a pasar de nuevo al día siguiente a tomar el té y ella esperaba ansiosa su visita. Era obvio que entre ambos seguía existiendo una fuerte atracción, pero Pedro siempre se comportaba como un caballero. Se sentaba frente a Paula con las piernas extendidas y tomaba el té mientras ella le hablaba. Ella intentaba no acaparar la conversación, pero descubrió que él era alguien con quien podía hablar y que escuchaba lo que tenía que decir. Y Pedro le había hablado de sí mismo. Paula supo que tenía treinta y cuatro años y que se había licenciado por la Universidad de Denver. También le contó que sus padres y sus tíos habían muerto en un accidente de avión cuando él tenía dieciocho años, dejando huérfanos a catorce hermanos y primos. Le habló lleno de admiración de cómo Federico, su hermano mayor, y su primo Diego se habían propuesto mantener unida a la familia y lo habían logrado. No pudo evitar comparar esa familia tan numerosa con la suya, porque ella era hija única y, aunque quería a sus padres, no recordaba ni una sola ocasión en que hubiesen estado muy unidos. Entró en el estacionamiento de una de las principales tiendas de electrodomésticos. Cuando regresara a asa, hablaría con el capataz para ver cómo iban las cosas. Pedro le había dicho que esas reuniones eran necesarias y que tenía que mantenerse al tanto de todo lo que pasaba en el rancho. En cuanto entró en la tienda fue atendida por un vendedor y no le llevó mucho tiempo hacer las compras que necesitaba porque sabía exactamente lo que quería.
—¿Paula?
Se giró y estaba allí, con unos vaqueros que se ajustaban a sus vigorosos muslos, una camisa azul y una chaqueta ligera de piel que realzaba la anchura de sus hombros.
—Pedro, ¡Qué sorpresa tan agradable! —le dijo con una sonrisa.
Fue también una sorpresa agradable para Pedro. Había entrado en la tienda y, de inmediato, como un radar, había detectado su presencia y sólo tuvo que seguir el olor de su cuerpo para encontrarla.
—Lo mismo digo. He venido a comprar un calentador para el barracón —dijo, devolviéndole la sonrisa.
Se metió las manos en los bolsillos porque, de otro modo, se habría sentido tentado de agarrarla y besarla. Deseaba besar a Paula, pero se contuvo. No quería precipitar las cosas ni que ella pensara que se interesaba porque quería comprar a Hercules, porque no era el caso. Su interés se basaba en el deseo y la necesidad.
—El otro día conocí a las mujeres de tu familia. Vinieron a hacerme una visita —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Sí. Sabía que acabarían por hacerlo, porque habían hablado de ir a darte la bienvenida al vecindario.
—Son muy agradables —afirmó Paula.
—Yo también lo creo. ¿Has comprado todo lo que necesitas? —se preguntó si comería con él si se lo pidiese.
Había conocido a algunos de los miembros de su familia, concretamente a las mujeres, ya que hacía un par de días se habían presentado en su casa con regalos de bienvenida al vecindario. Pamela, Nadia y Mariana eran Alfonso por matrimonio y Sofía y Romina de nacimiento. Le hablaron de Camila, la hermana de Sofía y Romina, que se había casado a primeros de ese año, se había trasladado a Australia y esperaba su primer hijo. Las mujeres la habían invitado a cenar a casa de Pamela el viernes para que conociese al resto de la familia. Le pareció que la invitación era un gesto muy amable por su parte. A ellas les sorprendió que conociese ya a Pedro porque él no les había comentado nada al respecto. No estaba segura de por qué no lo había hecho, cuando era evidente que los Alfonso eran una familia muy unida, pero supuso que los hombres tienden a mantener sus actividades en privado y no las comparten con nadie.
Él le había dicho que iba a pasar de nuevo al día siguiente a tomar el té y ella esperaba ansiosa su visita. Era obvio que entre ambos seguía existiendo una fuerte atracción, pero Pedro siempre se comportaba como un caballero. Se sentaba frente a Paula con las piernas extendidas y tomaba el té mientras ella le hablaba. Ella intentaba no acaparar la conversación, pero descubrió que él era alguien con quien podía hablar y que escuchaba lo que tenía que decir. Y Pedro le había hablado de sí mismo. Paula supo que tenía treinta y cuatro años y que se había licenciado por la Universidad de Denver. También le contó que sus padres y sus tíos habían muerto en un accidente de avión cuando él tenía dieciocho años, dejando huérfanos a catorce hermanos y primos. Le habló lleno de admiración de cómo Federico, su hermano mayor, y su primo Diego se habían propuesto mantener unida a la familia y lo habían logrado. No pudo evitar comparar esa familia tan numerosa con la suya, porque ella era hija única y, aunque quería a sus padres, no recordaba ni una sola ocasión en que hubiesen estado muy unidos. Entró en el estacionamiento de una de las principales tiendas de electrodomésticos. Cuando regresara a asa, hablaría con el capataz para ver cómo iban las cosas. Pedro le había dicho que esas reuniones eran necesarias y que tenía que mantenerse al tanto de todo lo que pasaba en el rancho. En cuanto entró en la tienda fue atendida por un vendedor y no le llevó mucho tiempo hacer las compras que necesitaba porque sabía exactamente lo que quería.
—¿Paula?
Se giró y estaba allí, con unos vaqueros que se ajustaban a sus vigorosos muslos, una camisa azul y una chaqueta ligera de piel que realzaba la anchura de sus hombros.
—Pedro, ¡Qué sorpresa tan agradable! —le dijo con una sonrisa.
Fue también una sorpresa agradable para Pedro. Había entrado en la tienda y, de inmediato, como un radar, había detectado su presencia y sólo tuvo que seguir el olor de su cuerpo para encontrarla.
—Lo mismo digo. He venido a comprar un calentador para el barracón —dijo, devolviéndole la sonrisa.
Se metió las manos en los bolsillos porque, de otro modo, se habría sentido tentado de agarrarla y besarla. Deseaba besar a Paula, pero se contuvo. No quería precipitar las cosas ni que ella pensara que se interesaba porque quería comprar a Hercules, porque no era el caso. Su interés se basaba en el deseo y la necesidad.
—El otro día conocí a las mujeres de tu familia. Vinieron a hacerme una visita —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Sí. Sabía que acabarían por hacerlo, porque habían hablado de ir a darte la bienvenida al vecindario.
—Son muy agradables —afirmó Paula.
—Yo también lo creo. ¿Has comprado todo lo que necesitas? —se preguntó si comería con él si se lo pidiese.
martes, 17 de octubre de 2017
Propuesta: Capítulo 4
—¿Y qué significa ser un Alfonso? —preguntó mientras se sentaba sobre las piernas para acomodarse aún más en el asiento.
—Somos muchos, quince en total —dijo Pedro.
—¿Quince?
—Sí. Sin contar las tres cuñadas y el marido australiano de una prima. En nuestro árbol genealógico se nos conoce como los Alfonso de Denver.
—¿Significa eso que hay más en otras partes del país?
—Sí, hay una rama procedente de Atlanta. Allí tenemos quince primos. La mayoría estaban en el baile.
Ella sonrió divertida. Recordó haber pensado en lo mucho que se parecían todos. Pedro había sido el único al que había podido ver de cerca, el único con el que había mantenido una conversación antes de que su tío la sacara casi a la fuerza de la fiesta.
—Mi tío Antonio y tú no se llevan muy bien.
Si aquella afirmación sorprendió a Pedro, no se reflejó en su rostro.
—No, nunca nos hemos llevado bien —dijo como si la idea no le molestase. De hecho, lo prefería así—. Nunca hemos estado de acuerdo en una serie de cosas, no sabría decirte exactamente por qué.
—¿Y qué me dices de mi abuelo? ¿Te llevabas bien con él?
—Así es. Roberto y yo teníamos una muy buena relación, que comenzó siendo yo un niño. Me enseñó muchas cosas sobre cómo llevar un rancho y yo disfrutaba mucho de nuestras charlas.
—¿Te comentó alguna vez que tenía una nieta?
—No, pero tampoco sabía que tenía un hijo. El único familiar suyo al que conocía era Antonio , y Roberto y él mantenían una relación un tanto tirante.
Ella asintió. Había oído que su padre se había marchado de casa a los diecisiete años para ingresar en la universidad y no había regresado jamás. Su tío Antonio afirmaba que no estaba seguro de si las discrepancias habían surgido siendo él mismo todavía un niño. Miguel Chaves había amasado su fortuna en la Costa Este, primero como promotor inmobiliario y luego como inversor en todo tipo de negocios lucrativos. Así había conocido a su madre, una joven de la alta sociedad de Savannah, hija de un armador y diez años mayor que él. El matrimonio se había basado más en un incremento de sus respectivas fortunas que en el amor. Paula sabía que tanto su padre como su madre habían mantenido discretas aventuras. En cuanto a Antonio Chaves, sabía que el padre viudo de Roberto, de setenta años de edad, se había casado con una joven de treinta y tantos años cuyo único hijo era Antonio. Dedujo por ciertos comentarios que había logrado escuchar de la hija de Antonio, Valentina, que Antonio y Roberto nunca se habían llevado bien porque éste pensaba que Beatríz, la madre de su tío, no era más que una cazafortunas que se había casado con un hombre que podía ser su abuelo.
—Aquí todo el mundo se sorprendió al saber que Roberto tenía una nieta.
Paula rió por lo bajo.
—Sí, para mí también fue una sorpresa descubrir que tenía un abuelo.
—¿No sabías de la existencia de Roberto?
—No. Mi padre tenía casi cuarenta años cuando se casó con mi madre y ya tenía cincuenta cuando yo era una adolescente. Como nunca los mencionó, asumí que habían fallecido. No supe de Roberto hasta que me citaron para la lectura del testamento. Mis padres ni siquiera me comentaron nada sobre el funeral. Ellos asistieron a la ceremonia, pero me habían dicho que se iban de la ciudad por un asunto de negocios. Fue a su vuelta cuando me anunciaron que el abogado de Roberto les había aconsejado que yo asistiese al cabo de una semana a la lectura del testamento. No hace falta que diga que me disgustó que mis padres me ocultaran algo así durante tantos años. Pensaba que la enemistad entre mi padre y mi abuelo no tenía por qué haberme incluido a mí. Me invadió un enorme sentimiento de pérdida por no haber conocido a Roberto Chaves.
Pedro asintió.
—A veces podía llegar a ser todo un caso, créeme.
—Háblame de él. Quisiera saber más del abuelo al que nunca conocí.
—Me sería imposible contártelo todo en un día.
—Entonces vuelve otro día a tomar el té y hablamos, si te parece bien.
Ella se mantuvo expectante, aunque pensaba que seguramente Pedro tenía muchas más cosas que hacer con su tiempo aparte de sentarse con ella a tomar el té. Era probable que un hombre como él tuviese otras cosas en mente cuando estaba con alguien del sexo opuesto.
—Sí, me parece bien. De hecho, me encantaría.
Ella suspiró aliviada para sus adentros, sintiéndose de pronto aturdida, encantada.
—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.
—¿A qué te dedicas? —preguntó ella sin pensarlo.
—Comparto con varios de mis primos un negocio de cría y entrenamiento de caballos.
Le tendió la taza vacía, y entonces sus manos se rozaron y Paula se estremeció al tiempo que notaba que él había sentido lo mismo.
—Gracias por el té, Pau.
—De nada. Vuelve cuando quieras.
Él la miró a los ojos y sostuvo la mirada por un instante.
—Lo haré.
El martes de la semana siguiente, Paula fue en coche a la ciudad a comprar electrodomésticos nuevos para la cocina. Quizá la adquisición de una cocina y un frigorífico no supongan mucho para algunos, pero para ella era la primera vez y estaba expectante. Además, así olvidaría la llamada que había recibido de su abogado a primera hora de la mañana. Antes había hablado con sus padres y la conversación le había resultado agotadora. Su padre había insistido en que vendiese el rancho y volviese a casa de inmediato. Al colgar el teléfono, se había sentido más dispuesta que nunca a mantenerse lo más alejada posible de Savannah. Llevaba tan sólo tres semanas en el rancho, pero el sabor de la libertad, el poder hacer lo que quisiera y cuando quisiera era un lujo al que se negaba a renunciar. Luego pasó a pensar en otra cosa, o, mejor dicho, en otra persona. Pedro Alfonso.
—Somos muchos, quince en total —dijo Pedro.
—¿Quince?
—Sí. Sin contar las tres cuñadas y el marido australiano de una prima. En nuestro árbol genealógico se nos conoce como los Alfonso de Denver.
—¿Significa eso que hay más en otras partes del país?
—Sí, hay una rama procedente de Atlanta. Allí tenemos quince primos. La mayoría estaban en el baile.
Ella sonrió divertida. Recordó haber pensado en lo mucho que se parecían todos. Pedro había sido el único al que había podido ver de cerca, el único con el que había mantenido una conversación antes de que su tío la sacara casi a la fuerza de la fiesta.
—Mi tío Antonio y tú no se llevan muy bien.
Si aquella afirmación sorprendió a Pedro, no se reflejó en su rostro.
—No, nunca nos hemos llevado bien —dijo como si la idea no le molestase. De hecho, lo prefería así—. Nunca hemos estado de acuerdo en una serie de cosas, no sabría decirte exactamente por qué.
—¿Y qué me dices de mi abuelo? ¿Te llevabas bien con él?
—Así es. Roberto y yo teníamos una muy buena relación, que comenzó siendo yo un niño. Me enseñó muchas cosas sobre cómo llevar un rancho y yo disfrutaba mucho de nuestras charlas.
—¿Te comentó alguna vez que tenía una nieta?
—No, pero tampoco sabía que tenía un hijo. El único familiar suyo al que conocía era Antonio , y Roberto y él mantenían una relación un tanto tirante.
Ella asintió. Había oído que su padre se había marchado de casa a los diecisiete años para ingresar en la universidad y no había regresado jamás. Su tío Antonio afirmaba que no estaba seguro de si las discrepancias habían surgido siendo él mismo todavía un niño. Miguel Chaves había amasado su fortuna en la Costa Este, primero como promotor inmobiliario y luego como inversor en todo tipo de negocios lucrativos. Así había conocido a su madre, una joven de la alta sociedad de Savannah, hija de un armador y diez años mayor que él. El matrimonio se había basado más en un incremento de sus respectivas fortunas que en el amor. Paula sabía que tanto su padre como su madre habían mantenido discretas aventuras. En cuanto a Antonio Chaves, sabía que el padre viudo de Roberto, de setenta años de edad, se había casado con una joven de treinta y tantos años cuyo único hijo era Antonio. Dedujo por ciertos comentarios que había logrado escuchar de la hija de Antonio, Valentina, que Antonio y Roberto nunca se habían llevado bien porque éste pensaba que Beatríz, la madre de su tío, no era más que una cazafortunas que se había casado con un hombre que podía ser su abuelo.
—Aquí todo el mundo se sorprendió al saber que Roberto tenía una nieta.
Paula rió por lo bajo.
—Sí, para mí también fue una sorpresa descubrir que tenía un abuelo.
—¿No sabías de la existencia de Roberto?
—No. Mi padre tenía casi cuarenta años cuando se casó con mi madre y ya tenía cincuenta cuando yo era una adolescente. Como nunca los mencionó, asumí que habían fallecido. No supe de Roberto hasta que me citaron para la lectura del testamento. Mis padres ni siquiera me comentaron nada sobre el funeral. Ellos asistieron a la ceremonia, pero me habían dicho que se iban de la ciudad por un asunto de negocios. Fue a su vuelta cuando me anunciaron que el abogado de Roberto les había aconsejado que yo asistiese al cabo de una semana a la lectura del testamento. No hace falta que diga que me disgustó que mis padres me ocultaran algo así durante tantos años. Pensaba que la enemistad entre mi padre y mi abuelo no tenía por qué haberme incluido a mí. Me invadió un enorme sentimiento de pérdida por no haber conocido a Roberto Chaves.
Pedro asintió.
—A veces podía llegar a ser todo un caso, créeme.
—Háblame de él. Quisiera saber más del abuelo al que nunca conocí.
—Me sería imposible contártelo todo en un día.
—Entonces vuelve otro día a tomar el té y hablamos, si te parece bien.
Ella se mantuvo expectante, aunque pensaba que seguramente Pedro tenía muchas más cosas que hacer con su tiempo aparte de sentarse con ella a tomar el té. Era probable que un hombre como él tuviese otras cosas en mente cuando estaba con alguien del sexo opuesto.
—Sí, me parece bien. De hecho, me encantaría.
Ella suspiró aliviada para sus adentros, sintiéndose de pronto aturdida, encantada.
—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo.
—¿A qué te dedicas? —preguntó ella sin pensarlo.
—Comparto con varios de mis primos un negocio de cría y entrenamiento de caballos.
Le tendió la taza vacía, y entonces sus manos se rozaron y Paula se estremeció al tiempo que notaba que él había sentido lo mismo.
—Gracias por el té, Pau.
—De nada. Vuelve cuando quieras.
Él la miró a los ojos y sostuvo la mirada por un instante.
—Lo haré.
El martes de la semana siguiente, Paula fue en coche a la ciudad a comprar electrodomésticos nuevos para la cocina. Quizá la adquisición de una cocina y un frigorífico no supongan mucho para algunos, pero para ella era la primera vez y estaba expectante. Además, así olvidaría la llamada que había recibido de su abogado a primera hora de la mañana. Antes había hablado con sus padres y la conversación le había resultado agotadora. Su padre había insistido en que vendiese el rancho y volviese a casa de inmediato. Al colgar el teléfono, se había sentido más dispuesta que nunca a mantenerse lo más alejada posible de Savannah. Llevaba tan sólo tres semanas en el rancho, pero el sabor de la libertad, el poder hacer lo que quisiera y cuando quisiera era un lujo al que se negaba a renunciar. Luego pasó a pensar en otra cosa, o, mejor dicho, en otra persona. Pedro Alfonso.
Propuesta: Capítulo 3
—No me puedo quejar —sus facciones se relajaron y desmontó del enorme caballo como si fuese la cosa más fácil del mundo.
«Yo tampoco me puedo quejar», pensó ella, al ver que subía las escaleras del porche. Cuando lo tuvo delante, se quedó sin habla. Algo que sólo pudo describir como un deseo ardiente y fluido se apoderó de ella, impidiéndole respirar, porque él mantenía la mirada fija en sus ojos tal y como lo había hecho en el baile.
—¿Y tú qué tal, Pau?
Ella parpadeó al darse cuenta de que le estaba hablando.
—¿Cómo? ¿Yo? —la forma en que Pedro sonrió le hizo pensar en cosas que no debía, como en lo mucho que le gustaría besar aquella sonrisa.
—¿Cómo has pasado estos días... aparte de ocupada? —preguntó él.
Paula inspiró con fuerza y le dijo:
—Han sido unos días de mucho ajetreo, a veces de auténtica locura.
—Ya me imagino. Y lo de antes lo decía en serio. Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo.
—Muchas gracias por el ofrecimiento —ella había visto el desvío hacia su rancho.
Había allí un cartel que decía: "Casa de Pedro". Y por lo que había conseguido adivinar entre los árboles, era un rancho enorme con una hermosa casa de dos plantas. De pronto recordó sus modales y le dijo:
—Estaba a punto de tomar un té. ¿Te apetece?
Él se apoyó en un poste y su sonrisa se hizo más grande.
—¿Té?
—Sí.
Ella supuso que él lo encontraba divertido. Lo último que podría apetecerle a un vaquero después de montar era una taza de té. Seguramente una cerveza fría hubiese sido más de su agrado, pero era lo único que no tenía en la nevera.
—Si no te apetece, lo entenderé —le dijo ella.
—Una taza de té me irá bien.
—¿Estás seguro?
—Sí, segurísimo.
—Estupendo —abrió la puerta y él la siguió al interior de la casa.
Pedro pensó que estaba guapísima, pero es que, además, Paula olía muy bien. Deseó encontrar una forma de ignorar el calor que le inundó al percibir el aroma de su cuerpo.
—Siéntate, Pedro, te traeré el té.
—De acuerdo.
La vió meterse en la cocina, pero en lugar de sentarse, se quedó de pie contemplando los cambios que se habían hecho en la vivienda. Inspiró con fuerza al recordar la última vez que vió a Roberto Chaves con vida. Fue un mes antes de su muerte. Pedro había ido a ver cómo estaba y a montar a Hercules. Era una de las pocas personas que podía hacerlo, porque Roberto había decidido que fuese él quien domase al caballo.
Había bajado la vista para examinar el dibujo de la alfombra cuando la oyó entrar en la habitación. Al levantar la mirada, parte de él deseó no haberlo hecho. La media melena rizada que enmarcaba su rostro convertía en suave al tacto su piel caoba y realzaba sus ojos color avellana. Era una mujer refinada, pero él percibía en ella una fuerza interior a tener en cuenta. Se lo había demostrado al suponer que había ido a verla para poner en cuestión su cordura al mudarse allí. Pero quizá era él quien debía cuestionarse su propia cordura por no convencerla de que regresara al lugar del que había venido. Por muy buenas intenciones que tuviese, no estaba hecha para ser ranchera, no con aquellas manos suaves y las uñas arregladas. Supuso que debía existir algún tipo de conflicto interno que la había llevado a decidirse a dirigir el rancho. En ese momento decidió que haría todo lo posible por ayudarla a hacerlo con éxito. Y mientras ella posaba la bandeja del té en la mesa, supo que, entretanto, deseaba además conocerla mejor.
—Es una infusión de hierbas. ¿Quieres que traiga algo para endulzarla? —preguntó Paula.
—No —negó él con rotundidad, a pesar de no estar muy seguro.
Aún seguía de pie cuando ella cruzó la habitación para acercarle su taza de té, y a cada paso que daba, él tenía que expulsar el aire de sus pulmones. Era de una belleza apabullante, pero al mismo tiempo resultaba tranquilizadora. ¿Qué edad tendría y qué estaría haciendo allí, en mitad de ningún sitio e intentando dirigir un rancho?
—Aquí tienes, Pedro.
Le gustó el modo en que pronunciaba su nombre. Cuando agarró la taza, sus manos se rozaron e, inmediatamente, sintió una punzada en el estómago.
—Gracias —dijo.
Pensó que tenía que apartarse y no dejar que Paula invadiera su espacio, pero al mismo tiempo deseaba que se quedase allí.
—De nada. Sugiero que nos sentemos o acabaré con dolor de cuello de tanto alzar la cabeza para mirarte.
Pedro pensó que sentarse con una mujer en su salón para tomar el té y conversar era una de las locuras más grandes que había hecho jamás. Pero lo estaba haciendo y, en ese momento, no podía imaginar otro lugar en el que pudiera sentirse mejor.
—Háblame de tí, Pedro—se oyó decir, deseosa de saber del hombre que parecía ocupar tanto espacio en su salón como en su cabeza.
—Soy un Alfonso—respondió él con una sonrisa.
«Yo tampoco me puedo quejar», pensó ella, al ver que subía las escaleras del porche. Cuando lo tuvo delante, se quedó sin habla. Algo que sólo pudo describir como un deseo ardiente y fluido se apoderó de ella, impidiéndole respirar, porque él mantenía la mirada fija en sus ojos tal y como lo había hecho en el baile.
—¿Y tú qué tal, Pau?
Ella parpadeó al darse cuenta de que le estaba hablando.
—¿Cómo? ¿Yo? —la forma en que Pedro sonrió le hizo pensar en cosas que no debía, como en lo mucho que le gustaría besar aquella sonrisa.
—¿Cómo has pasado estos días... aparte de ocupada? —preguntó él.
Paula inspiró con fuerza y le dijo:
—Han sido unos días de mucho ajetreo, a veces de auténtica locura.
—Ya me imagino. Y lo de antes lo decía en serio. Si alguna vez necesitas ayuda, dímelo.
—Muchas gracias por el ofrecimiento —ella había visto el desvío hacia su rancho.
Había allí un cartel que decía: "Casa de Pedro". Y por lo que había conseguido adivinar entre los árboles, era un rancho enorme con una hermosa casa de dos plantas. De pronto recordó sus modales y le dijo:
—Estaba a punto de tomar un té. ¿Te apetece?
Él se apoyó en un poste y su sonrisa se hizo más grande.
—¿Té?
—Sí.
Ella supuso que él lo encontraba divertido. Lo último que podría apetecerle a un vaquero después de montar era una taza de té. Seguramente una cerveza fría hubiese sido más de su agrado, pero era lo único que no tenía en la nevera.
—Si no te apetece, lo entenderé —le dijo ella.
—Una taza de té me irá bien.
—¿Estás seguro?
—Sí, segurísimo.
—Estupendo —abrió la puerta y él la siguió al interior de la casa.
Pedro pensó que estaba guapísima, pero es que, además, Paula olía muy bien. Deseó encontrar una forma de ignorar el calor que le inundó al percibir el aroma de su cuerpo.
—Siéntate, Pedro, te traeré el té.
—De acuerdo.
La vió meterse en la cocina, pero en lugar de sentarse, se quedó de pie contemplando los cambios que se habían hecho en la vivienda. Inspiró con fuerza al recordar la última vez que vió a Roberto Chaves con vida. Fue un mes antes de su muerte. Pedro había ido a ver cómo estaba y a montar a Hercules. Era una de las pocas personas que podía hacerlo, porque Roberto había decidido que fuese él quien domase al caballo.
Había bajado la vista para examinar el dibujo de la alfombra cuando la oyó entrar en la habitación. Al levantar la mirada, parte de él deseó no haberlo hecho. La media melena rizada que enmarcaba su rostro convertía en suave al tacto su piel caoba y realzaba sus ojos color avellana. Era una mujer refinada, pero él percibía en ella una fuerza interior a tener en cuenta. Se lo había demostrado al suponer que había ido a verla para poner en cuestión su cordura al mudarse allí. Pero quizá era él quien debía cuestionarse su propia cordura por no convencerla de que regresara al lugar del que había venido. Por muy buenas intenciones que tuviese, no estaba hecha para ser ranchera, no con aquellas manos suaves y las uñas arregladas. Supuso que debía existir algún tipo de conflicto interno que la había llevado a decidirse a dirigir el rancho. En ese momento decidió que haría todo lo posible por ayudarla a hacerlo con éxito. Y mientras ella posaba la bandeja del té en la mesa, supo que, entretanto, deseaba además conocerla mejor.
—Es una infusión de hierbas. ¿Quieres que traiga algo para endulzarla? —preguntó Paula.
—No —negó él con rotundidad, a pesar de no estar muy seguro.
Aún seguía de pie cuando ella cruzó la habitación para acercarle su taza de té, y a cada paso que daba, él tenía que expulsar el aire de sus pulmones. Era de una belleza apabullante, pero al mismo tiempo resultaba tranquilizadora. ¿Qué edad tendría y qué estaría haciendo allí, en mitad de ningún sitio e intentando dirigir un rancho?
—Aquí tienes, Pedro.
Le gustó el modo en que pronunciaba su nombre. Cuando agarró la taza, sus manos se rozaron e, inmediatamente, sintió una punzada en el estómago.
—Gracias —dijo.
Pensó que tenía que apartarse y no dejar que Paula invadiera su espacio, pero al mismo tiempo deseaba que se quedase allí.
—De nada. Sugiero que nos sentemos o acabaré con dolor de cuello de tanto alzar la cabeza para mirarte.
Pedro pensó que sentarse con una mujer en su salón para tomar el té y conversar era una de las locuras más grandes que había hecho jamás. Pero lo estaba haciendo y, en ese momento, no podía imaginar otro lugar en el que pudiera sentirse mejor.
—Háblame de tí, Pedro—se oyó decir, deseosa de saber del hombre que parecía ocupar tanto espacio en su salón como en su cabeza.
—Soy un Alfonso—respondió él con una sonrisa.
Propuesta: Capítulo 2
Y lo triste es que no había sabido de la existencia de su abuelo hasta que le notificaron la lectura de su testamento. No le habían avisado a tiempo para que asistiese al funeral y en parte todavía estaba molesta con sus padres por habérselo ocultado.
No sabía que había abierto una brecha permanente entre padre e hijo, pero fuera cual fuese la contienda entre ambos, no debía haberla incluido a ella. Tenía todo el derecho a conocer a Roberto Chaves y lo había perdido. Antes de marcharse de Savannah le había recordado a sus padres que tenía veinticinco años y que era lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones. Y tanto el fondo fiduciario que sus abuelos maternos habían establecido como el rancho que acababa de heredar de su abuelo paterno le facilitaban enormemente la tarea. Era la primera vez en su vida que tenía algo realmente suyo. Sería mucho pedir que Miguel y Alejandra Chaves vieran las cosas de ese modo y le habían dejado claro que no era así. No le sorprendería que en ese preciso instante estuviesen visitando a su abogado para buscar un modo de obligarla a volver a Savannah. Pero tenía noticias que darles: aquél era su hogar y tenía intención de quedarse. Si ellos tuvieran voz y voto, ella estaría en Savannah, comprometida con David Pierce. La mayoría de las mujeres considerarían a David, por su atractivo y su riqueza, un buen partido. Y si ella lo pensaba dos veces, también podría verlo así. Pero ése era el problema: que tenía que pensarlo dos veces. Habían salido juntos en muchas ocasiones pero nunca había surgido una conexión entre ambos y ninguna chispa de entusiasmo por parte de ella.
Había intentado explicárselo a sus padres con toda la delicadeza del mundo, pero ellos no habían dejado de imponérselo a la menor ocasión, lo que demostraba lo autoritarios que podían llegar a ser. Y hablando de autoridad... su tío Antonio se había convertido en otro problema. Tenía cincuenta años, era el hermanastro de su abuelo y ella lo había conocido en su primer viaje a Denver para la lectura del testamento. Él pensaba que iba a heredar el rancho y se había sentido muy decepcionado al descubrir lo contrario. También esperaba que ella lo vendiese todo y, cuando había decidido no hacerlo, se había enfadado y le había dicho que su amabilidad se había terminado, que no movería un dedo para ayudarla y que deseaba que descubrirse de la peor de las maneras que había cometido un error. Sentada en la hamaca del porche, pensó que no se había equivocado al decidir hacer su vida allí. Se había enamorado de la finca y no le había costado llegar a la conclusión de que, aunque le habían negado la oportunidad de conocer a su abuelo en vida, conectaría con él a su muerte al aceptar su regalo. Una parte de ella sentía que, aunque nunca se habían conocido, él había adivinado de algún modo la infancia tan desgraciada que había tenido y le estaba ofreciendo la oportunidad de disfrutar de una vida adulta más feliz.
Iba a volver a entrar en la casa para seguir empaquetando las cosas de su abuelo cuando vio a lo lejos a alguien que se acercaba a caballo. Conforme el jinete se aproximaba, lo reconoció y sintió un cosquilleo en la boca del estómago. Era Pedro Alfonso. Se preguntó por qué vendría a visitarla. Le había comentado su interés por la finca y por Hercules. ¿Habría ido a convencerla de que se había equivocado al mudarse allí, tal y como habían hecho su tío y sus padres? ¿Intentaría insistir en que le vendiese la finca y el caballo? Si ése era el caso, su respuesta iba a ser la misma que había dado a los demás. Iba a quedarse y Hercules seguiría siendo suyo hasta que decidiese lo contrario.
—Hola, Pau.
—Pedro—ella alzó la vista hacia los ojos marrones que la observaban y pudo jurar que irradiaban calor. El tono de su voz le provocó un hormigueo en la piel igual que el de aquella otra noche—. ¿A qué se debe esta visita?
—Tengo entendido que has decidido probar como ranchera.
Ella alzó la cabeza, sabiendo lo que vendría después.
—Así es. ¿Algún problema?
—No, en absoluto —dijo él con soltura—. La decisión es tuya. Sin embargo, estoy seguro de que sabes que no te va a resultar fácil.
—Sí, soy consciente de ello. ¿Alguna otra cosa que quieras decirme?
—Sí. Somos vecinos, así que, si alguna vez necesitas ayuda, no dudes en decírmelo.
Ella se sorprendió. ¿Le estaba ofreciendo su ayuda?
—¿Estás siendo agradable porque sigues queriendo comprar a Hercules? Porque si es así, debes saber que todavía no he tomado una decisión al respecto.
Él se puso serio y su mirada se volvió ruda.
—La razón por la que estoy siendo agradable es que me tengo por una persona amable. Y en cuanto a Hercules, sí, sigo queriendo comprarlo, pero eso no tiene nada que ver con mi ofrecimiento.
Paula vió que le había ofendido y se arrepintió de inmediato. Normalmente no era tan desconfiada con la gente, pero se mostraba susceptible cuando se hablaba de la propiedad del rancho porque tenía a mucha gente en su contra.
—Quizá no debería haberme precipitado en mis conclusiones.
—Sí, quizás.
Todas las células de su cuerpo empezaron a estremecerse bajo la intensa mirada de Pedro. En ese momento supo que su ofrecimiento había sido sincero. No entendía bien cómo podía saberlo, pero así era.
—Reconozco mi error y te pido disculpas —dijo.
—Disculpas aceptadas.
—Gracias —y como quería recuperar la buena sintonía que tenía con él, le preguntó—: ¿Cómo te va, Pedro?
No sabía que había abierto una brecha permanente entre padre e hijo, pero fuera cual fuese la contienda entre ambos, no debía haberla incluido a ella. Tenía todo el derecho a conocer a Roberto Chaves y lo había perdido. Antes de marcharse de Savannah le había recordado a sus padres que tenía veinticinco años y que era lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones. Y tanto el fondo fiduciario que sus abuelos maternos habían establecido como el rancho que acababa de heredar de su abuelo paterno le facilitaban enormemente la tarea. Era la primera vez en su vida que tenía algo realmente suyo. Sería mucho pedir que Miguel y Alejandra Chaves vieran las cosas de ese modo y le habían dejado claro que no era así. No le sorprendería que en ese preciso instante estuviesen visitando a su abogado para buscar un modo de obligarla a volver a Savannah. Pero tenía noticias que darles: aquél era su hogar y tenía intención de quedarse. Si ellos tuvieran voz y voto, ella estaría en Savannah, comprometida con David Pierce. La mayoría de las mujeres considerarían a David, por su atractivo y su riqueza, un buen partido. Y si ella lo pensaba dos veces, también podría verlo así. Pero ése era el problema: que tenía que pensarlo dos veces. Habían salido juntos en muchas ocasiones pero nunca había surgido una conexión entre ambos y ninguna chispa de entusiasmo por parte de ella.
Había intentado explicárselo a sus padres con toda la delicadeza del mundo, pero ellos no habían dejado de imponérselo a la menor ocasión, lo que demostraba lo autoritarios que podían llegar a ser. Y hablando de autoridad... su tío Antonio se había convertido en otro problema. Tenía cincuenta años, era el hermanastro de su abuelo y ella lo había conocido en su primer viaje a Denver para la lectura del testamento. Él pensaba que iba a heredar el rancho y se había sentido muy decepcionado al descubrir lo contrario. También esperaba que ella lo vendiese todo y, cuando había decidido no hacerlo, se había enfadado y le había dicho que su amabilidad se había terminado, que no movería un dedo para ayudarla y que deseaba que descubrirse de la peor de las maneras que había cometido un error. Sentada en la hamaca del porche, pensó que no se había equivocado al decidir hacer su vida allí. Se había enamorado de la finca y no le había costado llegar a la conclusión de que, aunque le habían negado la oportunidad de conocer a su abuelo en vida, conectaría con él a su muerte al aceptar su regalo. Una parte de ella sentía que, aunque nunca se habían conocido, él había adivinado de algún modo la infancia tan desgraciada que había tenido y le estaba ofreciendo la oportunidad de disfrutar de una vida adulta más feliz.
Iba a volver a entrar en la casa para seguir empaquetando las cosas de su abuelo cuando vio a lo lejos a alguien que se acercaba a caballo. Conforme el jinete se aproximaba, lo reconoció y sintió un cosquilleo en la boca del estómago. Era Pedro Alfonso. Se preguntó por qué vendría a visitarla. Le había comentado su interés por la finca y por Hercules. ¿Habría ido a convencerla de que se había equivocado al mudarse allí, tal y como habían hecho su tío y sus padres? ¿Intentaría insistir en que le vendiese la finca y el caballo? Si ése era el caso, su respuesta iba a ser la misma que había dado a los demás. Iba a quedarse y Hercules seguiría siendo suyo hasta que decidiese lo contrario.
—Hola, Pau.
—Pedro—ella alzó la vista hacia los ojos marrones que la observaban y pudo jurar que irradiaban calor. El tono de su voz le provocó un hormigueo en la piel igual que el de aquella otra noche—. ¿A qué se debe esta visita?
—Tengo entendido que has decidido probar como ranchera.
Ella alzó la cabeza, sabiendo lo que vendría después.
—Así es. ¿Algún problema?
—No, en absoluto —dijo él con soltura—. La decisión es tuya. Sin embargo, estoy seguro de que sabes que no te va a resultar fácil.
—Sí, soy consciente de ello. ¿Alguna otra cosa que quieras decirme?
—Sí. Somos vecinos, así que, si alguna vez necesitas ayuda, no dudes en decírmelo.
Ella se sorprendió. ¿Le estaba ofreciendo su ayuda?
—¿Estás siendo agradable porque sigues queriendo comprar a Hercules? Porque si es así, debes saber que todavía no he tomado una decisión al respecto.
Él se puso serio y su mirada se volvió ruda.
—La razón por la que estoy siendo agradable es que me tengo por una persona amable. Y en cuanto a Hercules, sí, sigo queriendo comprarlo, pero eso no tiene nada que ver con mi ofrecimiento.
Paula vió que le había ofendido y se arrepintió de inmediato. Normalmente no era tan desconfiada con la gente, pero se mostraba susceptible cuando se hablaba de la propiedad del rancho porque tenía a mucha gente en su contra.
—Quizá no debería haberme precipitado en mis conclusiones.
—Sí, quizás.
Todas las células de su cuerpo empezaron a estremecerse bajo la intensa mirada de Pedro. En ese momento supo que su ofrecimiento había sido sincero. No entendía bien cómo podía saberlo, pero así era.
—Reconozco mi error y te pido disculpas —dijo.
—Disculpas aceptadas.
—Gracias —y como quería recuperar la buena sintonía que tenía con él, le preguntó—: ¿Cómo te va, Pedro?
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