sábado, 19 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 7

Paula se pasó las manos por la falda manchada y sacó las galletas del horno.
Tenía que controlar su furia. No soportaba a Pedro Alfonso ni aquella situación, pero, por mucho que lo intentaba, las emociones seguían invadiéndola.
Estaba en Texas, la vasta tierra a la que tanto amaba, y era una lástima desperdiciar el poco tiempo que tenía para disfrutar de ella.
En tres semanas, tendría que volver a Virginia, donde los edificios estaban pegados unos a otros y el aire estaba viciado.
Se iría del Double H y de su añorada tierra salvaje y acabaría haciendo lo que su madre siempre había deseado para ella: que se casara con un respetable hombre de ciudad.
Lucas Gonzalez, el hombre que se convertiría en su novio en cuanto ella aceptara su proposición, habría sido un sueño hecho realidad para su madre si ésta hubiera vivido para conocerlo.

Pero cada vez que Paula pensaba en él, se le formaba un doloroso nudo en el pecho.
Su pretendiente no era un mal hombre; simplemente, no amaba las mismas cosas que ella. Odiaba el campo abierto, los caballos en libertad, y nunca había estado al oeste de Shenandoah Valley.
A Paula le toleraba su entusiasmo y fogosidad, pero tenía muy claro en la mujer en que se convertiría cuando se casaran.

Paula se miró el vestido, ensuciado por las labores del día. Su aspecto aumentaba la inquietud que sentía en su interior.
–Lucas se quedaría horrorizado si me viera así –murmuró, contemplando las manchas negras en su falda florida.
Una maliciosa sonrisa curvó sus labios al pensar en Lucas con la cara encendida de furia y decepción.
Se arrodilló frente al horno y, usando un trapo a cuadros que había encontrado en un cajón, abrió la puerta de hierro y sacó la segunda bandeja de galletas.

Al dejarla sobre la mesa y cerrar el horno, se apartó un rizo de la frente y observó su obra. La mesa estaba limpia y los platos, lavados. No había tenido tiempo para nada más antes de empezar a preparar la cena.
Si Pedro pensaba que trabajar en un rancho era un castigo, estaba equivocado. Ésa era la clase de trabajo que a ella la llenaba y que le daba una razón para seguir viviendo.
Y, siempre y cuando reprimiera sus sentimientos hacia Pedro, todo iría a las mil maravillas.

Se sobresaltó cuando la puerta se abrió de repente y un vaquero canoso entró en la casa. Se detuvo al verla, boquiabierto.
–Espero que tenga hambre –le dijo ella.
Pasaron unos cuantos segundos hasta que el vaquero cerró la boca y asintió en silencio.
–¿Señorita Chaves?

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