—Vamos, guapo —pasó la tetilla por el hocico del ternero—. Come un poco.
El ternero encontró la tetilla y la agarró, dando un tirón al cubo. Paula lo sujetó con fuerza y una sonrisa en los labios.
—Creo que ya la tiene —susurró como si no quisiera, asustar al ternero.
Pedro terminó y se quedó detrás de ella para ver lo que hacía. Sonrió al darse cuenta de que había acertado teniéndola ocupada. No había hablado de los niños durante una hora.
—Eso parece —susurró Pedro.
Paula se sorprendió al oírlo tan cerca, se dio la vuelta y lo vio a unos metros, detrás de unos tablones y observándola atentamente. Se sonrojó y volvió a ocuparse del ternero.
Al cabo de unos segundos, Pedro estaba junto a ella, con las manos junto a las de ella en el borde del cubo y con el hombro pegado al de ella.
—Si lo inclinas un poco, no le entrará tanto aire con la leche.
—Oh…
Paula hizo lo que le había aconsejado y el ternero siguió ******* hasta que terminó el cubo. Pedro se quedó con el hombro bien pegado al de ella y con las manos abrasándole donde le rozaban las suyas.
Olía a sudor, a sol y quizá un poco a las vacas que habían descargado, pero a Paula le pareció un olor muy seductor en vez de repugnante. Pedro sacó la tetilla del hocico del ternero.
—Ya ha terminado. Aclararé el cubo.
Se alejó y se llevó el fuego de sus manos y la perturbadora presencia de su cuerpo. Ella se sintió extrañamente sola. Se agachó a la altura del ternero.
—¿Tu mamá está enferma?
Alargó una mano vacilante para acariciarle el hocico. Él embistió la mano, la alcanzó con el hocico en la barbilla y la desequilibró. Se quedó sentada sobre la paja. Oyó unas risas detrás de ella y frunció el ceño.
—Es fuerte, ¿verdad? —preguntó Pedro.
Paula se levantó y se sacudió las pajas que se le habían quedado en los vaqueros, que ya estaban asquerosos.
—Podías haberme avisado.
Pedro abrió la puerta del establo y esperó a que ella saliera.
—¿E interrumpir vuestra naciente amistad?
Él volvió a reírse cuando Paula lo miró con furia. Le pasó un brazo por los hombros y la llevó fuera de las cuadras. Se sorprendió de que ella le hubiera permitido esa confianza. El sol estaba ocultándose detrás de las copas de los árboles.
—¿Te apetece una cerveza? —preguntó él.
Aunque a Paula nunca le había gustado el sabor de la cerveza, en esos momentos, una bien fría le parecía una delicia. Tenía calor, estaba sedienta y la idea de volver a su casa vacía la apetecía tan poco como volver a descargar un camión de ganado.
—Me parece maravilloso.
La llevó a la casa. Era grande, de piedra y con un tejado de hojalata que se parecía mucho al de su casa, aunque era evidente que ése era más nuevo. El sol reflejaba sus rayos rojizos en el tejado y daba un tono cobrizo a la hojalata. Al subir los escalones, Pedro se frotó las botas contra un trozo de metal para quitarles el polvo y el barro. Luego, se las quitó. Paula se miró las zapatillas que una vez fueron blancas y comprendió que por mucho que las frotara no conseguiría limpiarlas. Se limitó a quitárselas. Pedro abrió la puerta y dejó que pasara ella primero. Al entrar en la cocina, la curiosidad hizo que se olvidara por un instante de la cerveza. Aunque estaba limpia y sobriamente decorada, había algo que hacía que pareciera desordenada. El correo estaba en la encimera, y una taza y un plato se habían quedado solos después de secarse. La mesa que había en medio estaba llena de papeles. Unas a manchas oscuras en la pared eran el testimonio de los cuadros que hubo allí una vez. Notó que la soledad de la habitación le atenazaba el corazón.
—No es gran cosa, pero es un hogar —comentó él, mientras señalaba el fregadero—. Podemos lavarnos ahí.
Abrió el grifo y le pasó la pastilla de jabón. Paula se frotó la pastilla entre las manos y sintió la cercanía de ese hombre en esa casa medio vacía que él llamaba hogar. Él se aclaró y se apartó para agarrar un paño y secarse. Paula volvió a fijarse en la taza y el plato solitarios y se le encogió el corazón. Luego, también se dio la vuelta con las manos goteando. Él le dio el paño y fue hacia la mesa. Sacó una silla y quitó el sombrero manchado de sudor que había encima.
—Siéntate y te traeré la cerveza.
Fue a la nevera, sacó dos botellas de cerveza, les quitó las chapas y volvió a la mesa. Limpió con el codo la parte de la mesa que había delante de Paula, dejó la botella, sacó otra silla y se sentó a horcajadas. Golpeó con su rodilla la de Dulce, y ella dió un respingo.
—Perdona… —se disculpó él, aunque no movió la rodilla—. Gracias por ayudarme esta tarde. La descarga del ganado ha sido mucho más rápida y fácil. Ella cerró la mano alrededor de la botella para calmar el temblor que le producía el contacto de su rodilla en el muslo.
—De nada… creo —se sentía desosegada, y se miró la ropa—. ¿Tu trabajo siempre es tan sucio?
—No —Pedro se rió—. A veces lo es más.
—Me espantaría tener que ocuparme de tu colada…
Él volvió a reírse y dio un sorbo de cerveza.
—El truco está en no complicarse. Todas las noches, cuando llego, me quito la ropa en el cuarto de la lavadora —señaló con la cabeza hacia una puerta— y la meto, la ropa interior y todo. Mientras se lava, me preparo algo para comer. Al cabo de un rato, la lavadora ya ha terminado, y meto la ropa en la secadora, ceno, me ducho y me acuesto. A la mañana siguiente, saco la ropa de la secadora, me la pongo y por la noche repito la operación.
Paula tenía la mirada clavada en la puerta.
Casi podía verlo quitarse la ropa, volver y, completamente desnudo, prepararse una cena para él solo. La imagen la alteró algo porque se atragantó con la cerveza. Pedro se levantó y le dio una palmada en la espalda mientras ella tosía.
—¿Había un hueso en tu cerveza? —le pregunto él con una mirada burlona.
—No, se me ha ido por el sitio equivocado.
Dio otro sorbo.
—¿Mejor? —preguntó él sin dejar de mirarla.
—Sí, pero creo que me debes una disculpa.
—¿Yo? —Pedro arqueó una ceja.
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