Dos días más tarde, Pedro volvió a entrar en el camino de la casa de Paula, pero esa vez no llevaba una caja con facturas retrasadas, sino un camión lleno de vacas. Dio un grito desde la cerca de la entrada con cierta esperanza de que Paula y los niños salieran corriendo para ver qué pasaba. Pero cuando abrió la cerca y nadie apareció se preguntó si le habrían oído. Miró hacia la casa, pero no vio ningún movimiento. Se dijo que tendría atareados a sus hijos, y volvió al camión. Aun así, era muy raro. Si no habían oído el motor, los mugidos de las vacas eran estruendosos.
Entró en el pasto con el camión, se bajó y gritó otra vez. Se alejó del camión, volvió a la puerta de la cerca, la cerró e iba a echar la cadena cuando cambió de idea. La abrió un poco, salió del pasto, la cerró y se dirigió hacia la casa. Sabía que a los niños les gustaría ver cómo descargaba las vacas.
Golpeó un par de veces la puerta, se dio la vuelta con las manos en los bolsillos y estiró el cuello para ver el camión y las vacas. Oyó unos pies que se arrastraban al otro lado de la puerta, se giró y se encontró con Paula. Tenía los ojos irritados y las mejillas mojadas. Pedro, sin pensárselo, la agarró de los temblorosos hombros.
—¿Qué pasa? —le preguntó, asustado—. ¿Qué ha pasado?
Ella bajó la cabeza y cerró los ojos con fuerza.
—Los niños… —Paula sollozó—. Se ha llevado a Valentina y Felipe.
Pedro sintió una punzada de espanto en el estómago y agarró sus hombros con más fuerza.
—¿Quién se los ha llevado?
Ella levantó la cara, y Pedro pudo captar la desolación en sus ojos.
—¿Quién? —repitió él—. ¿Quién se los ha llevado?
—Martín—contestó ella con la voz quebrada—. Su padre—se aferró la camisa de Pedro—. Ha venido esta mañana y se los ha llevado a Houston con él.
Pedro se quedó atónito y mudo. Había oído hablar de padres que se llevaban a sus hijos repentinamente y las madres no volvían a verlos. ¡Hasta él mismo había pensado hacerlo! Casi podía ver la cara de espanto de Valentina con los brazos extendidos hacia su madre mientras la alejaban de ella. Felipe se habría resistido, naturalmente, pero nada habría podido hacer contra un hombre. Pedro se maldijo por no haber llegado antes.
Incapaz de seguir viendo la angustia de Paula, la estrechó contra su pecho.
—No te preocupes, los recuperaremos. Llamaré a Agustín. Él sabrá qué hacer.
Ella sacudió la cabeza contra su pecho y se soltó del abrazo.
—No —susurró ella mientras se secaba las lágrimas—. Tiene derecho. Es su padre.
—¿Vas a dejar que se los quede sin hacer nada? —preguntó él con incredulidad.
Ella sollozó y lo miró, perpleja.
—Es su fin de semana…
Pedro contuvo un improperio y se dio la vuelta.
¡Le correspondían ese fin de semana! Ella le había dado un susto de muerte, creyó que su padre los había secuestrado. Pedro sabía muy bien lo que eran los derechos de visitas. El juez le había fijado unas limitaciones parecidas a él.
—Lo hace muy pocas veces —explicó ella—. En el año que llevamos divorciados, sólo se los ha llevado una vez.
Pedro se quitó el sombrero con desesperación y se pasó los dedos entre el pelo.
—¿Cuándo va a traerlos otra vez? —le preguntó con enojo.
—El domingo —contestó ella, sorprendida por el enfado.
—El domingo —Pedro resopló—. Bueno, creo que podremos sobrevivir un par de días sin ellos.
Pudo notar en la expresión de Paula que ella no estaba tan segura, pero Pedro se dijo que lo único que necesitaba era estar ocupada. Él lo sabía por experiencia. La agarró del codo y la llevó hacia fuera.
—Vamos. Tenernos que descargar unas vacas.
Paula no había estado tan sucia nunca en su vida. Notaba tierra hasta en la boca. Suspiró y se apoyó en el camión.
—¿Hemos terminado? —preguntó con tono cansado.
Pedro se apartó un poco el sombrero, sacó un pañuelo rojo y se lo pasé por la frente.
—Casi.
Paula lo miró con los ojos entrecerrados. No tenía ganas de seguir tragando polvo.
—¿Qué quieres decir con «casi»?
—Tengo una vaca con mastitis en el establo. Hay que tratarle las ubres.
Paula sintió un escalofrío de asco. La idea de tocar las ubres de una vaca le daba náuseas. Se quitó el polvo de los vaqueros.
—Si no te importa, creo que me lo voy a ahorrar.
Pedro volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.
—Yo la pondré el tratamiento. Sólo necesito que des de comer a su hijo.
Paula, que estaba de camino hacia la casa, se paró y lo miró.
—¿Su hijo? —repitió con curiosidad.
—Sí —contestó Pedro mientras cerraba el camión—. El ternero no puede ******* por la mastitis. Si no le doy de comer, morirá de hambre.
Paula se mordió el labio con el corazón apenado por el pobre ternero.
—¿Y cómo se da de comer exactamente a un ternero?
Paula tampoco quería comprometerse antes de saber lo que tendría que hacer. Pedro se rió, fue hasta ella y le puso una mano en el hombro.
—No te preocupes, no hace falta que le des de ******* —bromeó con una carcajada.
—Muy gracioso… —farfulló ella, aunque fue hacia el camión.
—No quería ser gracioso —replicó él con tono inocente—. Sólo quería disipar tus temores.
Cuando llegaron a la puerta del conductor, Paula se cruzó los brazos sobre los pechos.
—Muy bien, pero ¿qué se usa para dar de comer a un ternero?
—Un cubo con una tetilla muy grande en un costado —la empujó un poco para que se montara en la cabina—. Sólo tienes que sujetar el cubo.
Paula comprobó enseguida que sujetar el cubo no era tarea fácil. El ternero daba cabezazos y le tiraba el contenido pringoso por las manos y los brazos.
—¿Qué es esto? —preguntó ella mientras intentaba agarrar mejor el cubo.
—Algo así como una leche para bebés —le contestó Pedro, que estaba ordeñando las maltrechas ubres de la madre—. Ponte un poco en la mano y moja la tetilla para que el ternero pueda olerla.
Paula, con un gesto de asco, metió los dedos en el líquido amarillento y lo extendió por la tetilla.
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