—No, estoy un poco nerviosa —contestó ella con sinceridad.
Él esbozó una sonrisa comprensiva y adornada por el bigote.
—Te prometo que no voy a meterte jabón en los ojos.
La broma sirvió para tranquilizarla, pero las luces seguían turbándola.
—¿No tienes…velas? —preguntó ella titubeante.
—¿Velas…?
Pedro cayó en la cuenta de su falta de sensibilidad. Una mujer como Paula querría un escenario más romántico que un cuarto de baño iluminado con tubos fluorescentes.
—No te muevas. Vuelvo enseguida.
Paula se cruzó los brazos debajo de los pechos y se quedó mirando el vapor que salía por encima de la puerta de la ducha. Se preguntó si no se habría precipitado al aceptar. No podía negar que Pedro le gustara, pero ¿qué sabía de él?
De repente, las luces se apagaron y el cuarto se quedó a oscuras. Ella se sorprendió tanto, que se tropezó y tuvo que agarrarse a la puerta de la ducha. Se encendió una cerilla y vio que Pedro la acercaba a la mecha de un farol. Él sonrió tímidamente y se encogió de hombros.
—No tengo velas, pero he pensado que esto podría servir.
En ese momento, Paula se dio cuenta de lo mucho que lo conocía. Era amable, delicado y considerado, además de ser tan guapo, que casi la tumbaba de espaldas. Abrió los brazos para acogerlo. Pedro dejó el farol en el suelo y la abrazó. El contacto de sus brazos disipó cualquier duda que ella pudiera tener. Se separó de él y empezó a soltarse los botones de la blusa. Pedro la observó, y sus ojos azules se oscurecieron al ver que la blusa caía al suelo. Le tomó con la mano uno de los pechos cubierto de encaje.
—Qué delicados —susurró—. Y tan hermosos como me había imaginado.
La mano pasó del pecho al botón de los vaqueros. Lo abrió con destreza y se oyó el sonido de la cremallera al bajarse muy lentamente. Los nudillos le rozaron la piel, y ella se estremeció. Introdujo las dos manos y le bajó los pantalones y las bragas. Los labios siguieron a sus manos y la besó en los muslos y las rodillas. Se arrodilló y la ayudó a quitarse los vaqueros. Se levantó hasta que las miradas volvieron a encontrarse. Ansioso por volver a deleitarse con ella, la besó en la boca y le soltó el cierre del sujetador. Se lo quitó, lo tiró a un lado y se quitó la camisa y los pantalones.
Desnudo, y sin dejar de mirarla a los ojos, alargó una mano. Parecía tranquilo con su desnudez. Paula tragó saliva y entrelazó los dedos con los de él. Entraron bajo el chorro de la ducha y volvieron a abrazarse.
El vapor los envolvió y creó un ambiente de intimidad para amantes. Pedro, sin dejar de besarla, agarró la pastilla de jabón y empezó a frotarle la espalda desde la nuca hasta el trasero pasando por los hombros. En el trasero, las manos se deleitaron con sus redondeadas nalgas, y estrechó su vientre contra él. Los dedos, diestros y abrasadores, se introdujeron entre sus piernas hasta encontrar la protuberancia más sensible y hacer que se derritiera y ardiera de deseo por él. Se dio la vuelta, lo besó y gimió entre sus labios, se cimbreó contra él y se recreó con los embates de su poderosa virilidad contra el vientre.
Ansiosa por acariciarlo con la misma minuciosidad, se apartó un poco y le quitó la pastilla de jabón. Se enjabonó las manos y le recorrió cada musculo del pecho y los graníticos brazos antes de detenerse otra vez en el centro de pecho. Sintió los alterados latidos de su corazón y lo miró a los ojos. Lo que vio en lo más profundo de aquellos ojos le renovó los ánimos.
Sonrió provocativamente y bajó las manos por el vientre, metió un dedo en su ombligo y siguió bajando hasta que se topó con su erección. La dureza palpitante y ardiente era enloquecedora. La rodeó con las manos, y él cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Movió las manos enjabonadas arriba y abajo en un movimiento desenfrenado que solo buscaba el placer de él. Pedro aguantó todo lo que pudo hasta que le sujetó las manos con un gruñido.
—Cuidado. No aguanto más.
Paula, sin hacer caso de su advertencia, estrechó su cuerpo contra el de él. —No quiero que aguantes —susurró ella.
Él le tomó el trasero entre las manos, la levantó y se apoyó en la pared. La levantó más y le tomó un pezón entre los labios. Paula jadeó, metió los dedos entre su pelo y se aferró a ellos al sentir un estremecimiento en su feminidad más profunda.
Quería, anhelaba, sentirlo dentro, y le rodeó la cintura con las piernas. Le apartó la cara del pecho y lo besó con voracidad para expresarle sin palabras cuál era su deseo. Él la bajó lentamente hasta que su erección se encontró con su hendidura y entró suavemente.
—Paula… —gimió él al sentirla rodeada de su abrasadora carne aterciopelada.
Fue la única palabra que pudo decir antes de que Paula empezara a agitarse contra él para que la acompañara en ese ritmo ancestral. Se le entrecortó la respiración y la abrazó con todas sus fuerzas mientras embestía una y otra vez. El agua seguía cayendo encima de ellos, pero él sólo podía concentrar cada músculo de su cuerpo en darle placer. Notó un primer estremecimiento dentro de ella y alrededor de su inflamada virilidad. Siguió una explosión, silenciosa, pero ensordecedora por su intensidad y abrumadora por su potencia al sentir que las palpitaciones lo arrastraban hasta el límite con ella.
Le flaquearon las rodillas y descendió con ella hasta sentarse en el suelo de azulejos. Con las cabezas apoyadas la una en la otra, la acunó contra sí hasta que cesaron los estremecimientos.
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