jueves, 17 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 2

–Pedro Alfonso… –Paula sintió cómo el color abandonaba sus mejillas.
–Sé que los dos tuvieron una historia.
Una historia. Ella había amado a Pedro con todo su corazón. Pero sus padres la mandaron con su abuela antes de que pudieran casarse.
Gonzalo esbozó una vacilante sonrisa, la misma que en el pasado había metido en problemas a Paula.
–¿No puedes indemnizarlo?
–Es la última persona a la que quiero ver.
La puerta de la prisión se cerró con un fuerte golpe.
–Pero vas a tener que verlo –dijo una voz profunda detrás de Dulce. Una voz que ella reconoció al instante.
Pedro.
Había olvidado que podía moverse de una forma tan silenciosa.
Se giró y lo miró de frente. Medía más de un metro ochenta y su cuerpo era todo fíbra y músculo, con unos hombros tan anchos que apenas cabía en el marco de la puerta.
Unos vaqueros desgastados se ceñían a sus poderosos muslos. El polvo cubría su camisa blanca, sus gastadas botas de piel y su sombrero Stetson.
 Un escalofrío le recorrió la columna.
–Esto es algo entre mi hermano y yo, Pedro –dijo, alzando el mentón.
Él se quitó el sombrero, dejando ver su tupida cabellera, tan negra como el carbón.
–No cuando están implicados mi cocinero y mi yegua, Paula.
Paula echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Antes era capaz de interpretar las emociones de Pedro. Pero ahora había un muro entre ellos.
–Pedro, estoy dispuesta a compensarte por los daños –los dedos le temblaban mientras abría el bolso–. Te pagaré lo suficiente para que contrates a otro cocinero, más un diez por ciento por las molestias –rápidamente calculó la cantidad. Se quedaría sin un centavo cuando saldara las cuentas con Pedro.
–El dinero no va a solucionar esto, Paula–dijo él con una expresión de disgusto–. Es hora de que Gonzalo madure y asuma la responsabilidad de sus actos.
–Gonzalo tiene que volver al rancho para dar de comer a los animales.
Pedro  la miró con una ceja arqueada.
–Y yo tengo un rancho lleno de trabajadores hambrientos y a un cocinero que estará una semana recuperándose.
–Con lo que yo te pague ganarás más dinero.
–Has estado fuera mucho tiempo. Supongo que habrás olvidado cómo funcionan las cosas aquí.
–Estoy intentando solucionar esto –dijo ella, dolida por sus palabras.
–Esto lo ha provocado tu hermano, no tú. Gonzalo hirió a mi cocinero, así que tendrá que ser él quien cocine para mis hombres.
Gonzalo  se aferró a los barrotes. El miedo se reflejaba en sus ojos verdes.
–¡No voy a trabajar en su rancho! Pedro Alfonso es una escoria, como decían papá y mamá.
Pedro apretó la mandíbula. Cuando finalmente habló, lo hizo en voz baja y amenazadora.
–Trabajarás para mí si no quieres que te denuncie. En este estado se cuelga a los ladrones de caballos.
Gonzalo estuvo a punto de desplomarse.
–Yo no robé la yegua. Sólo me estaba divirtiendo un poco.
–Te llevaste mi yegua sin mi permiso –le espetó Pedro–. Y gracias a tí ahora tiene una pata torcida que tardará semanas en sanar. Nada más que por eso mereces cumplir una condena.
Gonzalo  miró a Paula.
–Dile que no estaba robando. No quería hacer daño a nadie. ¡Está tan loco que quiere verme colgado!
Paula recurrió a las lecciones de diplomacia que había aprendido en la escuela.
–Pedro, sabes que mi hermano no sabe cocinar y que tiene que trabajar en el Double H. ¿No podríamos llegar a algún acuerdo?

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