Alargó la mano con la correa. Paula avanzó un poco, pero se paró y se retorció las manos a la altura de la cintura. Él captó la batalla que estaba librando por dentro y rezó para que diera ese primer paso.
Como no lo hizo, él se acercó más y se detuvo tímidamente al pie de los escalones.
—Es buena, aunque hace tiempo que no la montan. Es posible que le cueste un poco aceptar otra vez el bocado, como a mí.
—¿Por qué, Pedro? —la pregunta sonó brusca—. ¿Por qué lo haces?
Él se balanceó de un pie a otro y volvió a mirar al suelo.
—Porque te quiero, Paula.
Al oír el resoplido, Pedro levantó la mirada y clavó los ojos en los de ella. La conmoción y el dolor que vio le rompieron el corazón.
—Me imagino que será una sorpresa para ti después de todo lo que te he hecho, pero es verdad. Te lo juro.
Hizo acopio del poco valor que le quedaba y alargó la otra mano. Vió que ella vacilaba, que todavía no había terminado la batalla dentro de ella, pero mantuvo la mano alargada y le ofreció con la mirada algo más que una ayuda para bajar los escalones. Ante las dudas de ella, supo que tenía que jugárselo todo a una carta.
—Me gustaría que te casaras conmigo, Paula—dijo él con una voz ronca por la emoción—. Si aceptas, te prometo que te querré siempre, a ti y a tus hijos, y que os protegeré de cualquier peligro.
Lentamente, Paula fue soltándose las manos. Más despacio todavía agarró su mano con una mano temblorosa. Él suspiró con alivio y la apretó con fuerza.
—Paula… Estaba aterrado de pensar que ya era demasiado tarde.
Ella bajó corriendo los escalones que los separaban, y él soltó la correa para recibirla entre los brazos.
La abrazó y la besó por toda la cara para secarle las lágrimas.
—Lo siento, cariño, siento haber sido un cobarde.
Ella le acarició las mejillas y levantó la cara para mirarlo. La sonrisa vacilante a la luz de la luna, derritió el corazón de Pedro.
—No lo sientas —susurró ella, mirándolo a los ojos—. Estás aquí, y eso es lo que importa.
La agarró de las manos y besó una palma detras de la otra. Notó un empujoncito en la espalda. Se rió, se apartó un poco y la yegua se acercó para que Paula le acariciara el hocico.
Paula sonrió de felicidad y acaricié la mancha blanca de la yegua.
—No hacía falta que me compraras un caballo para convencerme de que me casara contigo. Lo sabes, ¿verdad?
Pedro se rió.
—Pensé que tampoco vendría mal…
Paula lo agarró del brazo entre risas y se volvió para mirar a la yegua.
—¿Cómo se llama?
Pedro lo meditó un momento y pensé en el servicio que le había prestado esa noche.
—Cupido. Se llama Cupido.
FIN
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