—Papá, ojalá me hubieras avisado de que ibas a venir.
A Pedro, que estaba en la habitación de un hotel de San Antonio, se le cayó el alma a los pies.
—Lo sé, Micaela, pero la decisión de venir ha sido muy repentina.
—Lucas se fue esta mañana para pasar el fin de semana con unos amigos de la universidad, y yo me voy dentro de unos minutos a ver un partido de los Spurs. Luego pasaremos la noche en casa de Raquel.
Pedro se pasó la mano por la cara.
—No pasa nada, cariño —intentó que no se le notara la decepción—. Lo entiendo —miró al techo y contuvo unas lágrimas—. ¿Qué tal mañana? ¿Tienes algún momento libre?
—Bueno… —contestó Micaela con indecisión—. Nos acostaremos tarde. Ya sabes cómo son esas reuniones de chicas…
Pedro no lo sabía, lo que le entristeció más todavía.
—Además —ella suspiró—, mañana por la tarde habíamos pensado ir de compras al centro comercial. Podríamos cenar juntos si quieres esperar tanto tiempo.
La idea de pasarse el día en la habitación de un hotel no era muy apetecible, pero la alternativa era volverse a su casa, y no quería. El dolor que le esperaba allí era mayor que la desilusión que estaba sintiendo en ese momento.
—Muy bien, iremos a cenar.
La voz del subastador se oyó por encima del bullicio de la multitud. Los caballos, desde el pura sangre hasta la mula, pateaban y levantaban una nube de polvo en la cavernosa cuadra. Pedro encontré un sitio y se sentó. El subastador estaba en una plataforma en el centro de la pista. No había ido a comprar, pero se pasó más de una hora atendiendo a las subastas y observando las distintas razas de caballos que pasaban por la pista. Sin embargo, su cabeza estaba a varios cientos de kilómetros de allí, en Temptation. Más concretamente, en Paula.Le daba vueltas una y otra vez a la conversación telefónica que oyó el viernes por la mañana. Podía prever que volvería a pasar, que volvería a perder a la persona amada por el atractivo de la gran ciudad.
Suspiró e, inconscientemente, se llevó la mano al corazón. Las imágenes se le arremolinaban en la cabeza. Paula, Felipe, la preciosa Valentina…
Sacudió la cabeza como si quisiera expulsar esas imágenes. No podía volver a pasar por lo mismo. Cuando Dolores se marchó, creyó que iba a volverse loco. Para sobrevivir, se blindó contra el amor, pero Paula y sus hijos habían sorteado esas defensas y se habían instalado en su corazón y en su vida.
Sin embargo, todavía no era demasiado tarde. Podía cortar y sobrevivir como había hecho antes. La alternativa era demasiado desoladora como para tenerla en cuenta.
—Observen esta preciosa yegua —pidió el subastador.
Pedro hizo un esfuerzo para concentrarse en la yegua que salía a la pista. El animal, con ojos de miedo y la melena y la cola agitados por el trote, parecía resistirse a la correa que tiraba de él. Pedro recordó haber visto unos ojos parecidos la primera vez que se encontró con Paula, cuando se abalanzó sobre él al creer que quería hacerles algo a sus hijos. Volvió a concentrarse en la yegua para borrar de su cabeza esos recuerdos. Era un animal precioso; proporcionado y lleno de vida. Tenía un pelo suave y brillante y de un color tan parecido al pelo de Dulce, que cerró los puños sobre los muslos.
«Me acuerdo de cuando era una niña y soñaba con tener un caballo. Pedía uno todas las Navidades a Santa Claus y, cuando por la mañana saltaba de la cama para asomarme a la ventana, siempre lloraba al ver el patio vacío.»
La voz de Paula, melancólica por el sueño incumplido de su niñez, se presentó en la cabeza de Pedro.
—¿Cuánto ofrecen? —exclamó el subastador.
La yegua se dio la vuelta y miró directamente a Pedro. Sin pensárselo dos veces, Pedro levantó la tarjeta numerada.
—Me ofrecen mil, ¿quién me da dos mil? Dos mil…
La puja siguió hasta que sólo quedaron Pedro y otro hombre que estaba sentado en las filas delanteras.
Cada vez que el hombre levantaba la tarjeta, Pedro hacia exactamente lo mismo. El hombre se dio la vuelta para mirarlo, y Pedro le aguantó la mirada sin parpadear. El hombre sacudió la cabeza con desesperación, volvió a mirar hacia delante y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
Pedro se había comprado una yegua.
Siguió lloviendo durante todo el fin de semana, y Paula y los niños tuvieron que quedarse en casa. Estaba segura de que Pedro la llamaría, de que había interpretado mal su enfado, pero el teléfono no sonó ni una vez. Los niños lo echaron de menos y preguntaron dónde estaba. Ella se limitó a decirles que había ido a ver a sus hijos, y se guardó los temores para sí misma.
Agustín pasó a echar una ojeada a las vacas el sábado y el domingo. El domingo por la mañana lo vio moverse trabajosamente entre el barro desde la ventana de la cocina. Estaba tan nerviosa y preocupada por el extraño comportamiento de Pedro, que decidió hablar con él para ver si Pedro le había dicho algo antes de marcharse. Se puso una gabardina y esperó en el porche a que él volviera.
Cuando lo vio cerrar la cerca y volver hacia su camioneta, Paula cruzó el patio, agitando una mano.
—¡Agustín! ¡Espera!
Él se paró y la miró en medio de la lluvia.
—Paula, ¿qué haces aquí fuera con este tiempo?
Ella se quedó a un metro, hecha un manojo de nervios y con un montón de preguntas que hacerle. ¿Cómo podía preguntarle, cuando casi no lo conocía, si Pedro le había dicho algo que pudiera interesarle?
Lo miró fijamente y, al captar la bondad en sus ojos, el miedo se le disipó.
—Cuando Pedro se marchó, parecía enfadado por algo. Me preguntaba si te habría dicho algo sobre…bueno, sobre mí o por qué estaba enfadado.
—No —Agustín frunció el ceño—. No dijo gran cosa sobre nada. Me pidió que le echara una ojeada al ganado. Dijo que iba a ver a sus hijos en San Antonio.
—Ya, eso también me lo dijo a mí. Pero parecía muy…distante cuando se fue. Estoy preocupada.
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