sábado, 5 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 20

—Sí. Por censurar que yo fuera en camisón por mi patio cuando tú te paseas por la cocina como Dios te trajo al mundo.
—No hay nadie que pueda verme desnudo —Pedro sonrió.
—¿Y si se presenta alguien inesperadamente? —Paula frunció el ceño.
—Nadie se presenta por aquí, excepto Agustín alguna vez, y te aseguro que no tengo nada que no haya visto antes.
Paula se sonrojó y miró hacia otro lado, pero la mirada se poso en el maldito plato y la maldita taza, unos recordatorios de la vida tan solitaria que llevaba Pedro… y de las veces que le había fastidiado que él se sentara a su mesa. Sintió una punzada de remordimiento por su egoísmo. Pensar que Pedro la había visto llorar como una cría porque iba a estar sin sus hijos durante un mísero fin de semana cuando él se pasaba sólo todos los días de su vida…
—Te agradezco que me hayas acogido hoy —susurró ella com los ojos fijos en la botella—. Si no lo hubieras hecho, seguramente me habría pasado todo el día limpiando la casa y echando de memos a Valentina y a Felipe.
—Me lo imaginé —Pedro asintió com la cabeza—. Estar ocupado viene bien.
Paula notó que hablaba por experiencia.
—¿Cuántas veces ves a tus hijos?
—Me concedieron un fin de semana al mes, como a tu marido. Pero yo, al revés que él, los aprovechaba todos —sacudió la cabeza con tristeza—. Eso no duró mucho. Una vez asentados, los chicos empezaron a tener amigos y actividades, y les fastidiaba tener que venir aquí —se encogió de hombros—. Empecé a ir a San Antonio, a pasar el fin de semana en un hotel y a aprovechar cualquier momento que tuvieran libre.
Paula se conmovió al saber todo lo que estaba dispuesto a hacer por pasar un rato con sus hijos, y puso una mamo sobre la de él.
—Lo siento.
La calidez de la mano le llevó un consuelo que le llegó al alma. Pero cuando la miró a los ojos, se dio cuenta de que quería algo más que compasión, lo quería todo de ella. Sin apartar la mirada para ver su reacción, dio la vuelta lentamente a la mano y entrelazó los dedos con los de ella. Ella abrió un poco los ojos, los dedos le temblaron, pero acabó cerrándolos alrededor de los de él.
—Paula—empezó a decir él con una voz un poco ronca—, ya, sé que prometí no volver a hacerlo, pero estoy deseando volver a besarte.
Ella notó un calor que le recorrió todo el cuerpo, y aunque se le encogió el estómago ante la idea de que volviera a besarla, se dio cuenta de que ella quería lo mismo.
—A mí también me gustaría, Pedro —susurró ella.
Pedro se levantó ligeramente de la silla y se inclinó hacia delante. Ella cerró los ojos, casi cegada por la intensidad de su mirada. El contacto fue suave al principio, y el bigote le hizo cosquillas. Él le recorrió toda la boca con la lengua para que separara los labios.
Cuando lo hizo, profundizó el beso. Ella percibió la soledad de él, lo notó cuando retiró vacilantemente la lengua. Paula le tomó la cara entre las manos para tranquilizarlo, para que supiera que esa noche estaba con él. Notó el retumbar de un gruñido contra los labios. Él se levantó, apartó la silla de una patada y la tomó entre los brazos. Se aferró a él y notó la ansiedad de esas manazas que la estrechaban con fuerza, notó el anhelo en los apremiantes movimientos de la lengua y correspondió con su ansiedad y anhelo.
Pedro  comprobó que estaba perdiendo el dominio de sí mismo, levantó las manos y le separó el pelo para mirarla a los ojos.
—Que Dios se apiade de mí, Paula—susurró—, pero quiero hacer el amor contigo.
Ella agarró sus muñecas con las manos y le sonrió vacilantemente.
—Que Dios se apiade de los dos porque quiero exactamente lo mismo.
Un fugaz brillo de sorpresa iluminó sus ojos, tan fugaz que Paula no estuvo segura de haberlo captado. Él, sin previo aviso, la tomó en brazos. Paula soltó una exclamación de sorpresa, se agarró a su cuello y salieron de la cocina.
—Pero Pedro, estamos mugrientos —le recordó ella.
—Lo sé —replicó él con una sonrisa y sin dejar de andar.
Pedro abrió una puerta de una patada. A Paula le pareció ver la sombra de una cama muy grande antes de que él abriera otra puerta por el mismo sistema. Levanto un codo, apretó el interruptor y la luz inundó la habitación. Paula  vio un cuarto de baño con azulejos, le tomó la cara con una mano y la giró para que la mirara.
—¿Estás pensando lo que creo que estas pensando? —le preguntó con cierto nerviosismo.
La besó en los labios.
—Depende de lo que estés pensando.
La dejó en el suelo y abrió el grifo de la ducha con una mano mientras con la otra se desabotonaba la camisa. Retrocedió un paso, se sacó la camisa de los vaqueros y mostró un musculoso pecho desnudo.
—El agua tarda un par de minutos en calentarse —le explicó antes de tomarla entre los brazos.
Paula, con el corazón desbocado, apoyó una mano en la suave mata de pelo del pecho e intentó contener el repentino ataque de nervios. Una cosa era hacer el amor en un dormitorio en penumbra, pero ducharse en un cuarto de baño tan iluminado le parecía demasiado… íntimo. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. —¿Tienes frío? —preguntó Pedro, apartándola un poco para mirarla.

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