martes, 1 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 10

Paula miró cariñosamente a Felipe, que tenía el brazo metido en el frasco de galletas del colmado.
—Sólo una —le ordenó.
Ruth Martin, la dueña del colmado y cartera de Temptation, sonrió a Paula mientras le metía la compra en una bolsa.
—Déjale que tome un par —se inclinó sobre el mostrador y pasó la mano por el pelo de Felipe—. Los niños de esa edad son todo huesos.
Aunque la señora Martin le había dado permiso, Felipe miró a su madre para que diera su consentimiento.
—De acuerdo —concedió Paula—, pero sólo dos.
Felipe tomó dos con una sonrisa y dio otras dos a su hermana.
—¿Qué se dice? —Paula a sus dos hijos.
—Gracias —mascullaron ellos con la boca llena.
—Va a malcriarlos, señora Martin.
—No pasa nada por dar una galleta a un niño de vez en cuando —terminó de meter en la bolsa la compra de Paula y volvió a inclinarse sobre el mostrador. He oído decir que Pedro Alfonso te ha alquilado esas tierras.
Paula, que no estaba acostumbrada a que sus asuntos fueran de dominio público, pasó una bolsa a Felipe.
—Sí… Así es.
—Me alegro. Todos descansaremos más tranquilos si sabemos que él está cerca para vigilar a tus niños.
Paula no estaba tan segura de que fuera a descansar más tranquila.
—Claro… —replicó ella vagamente.
La señora Martin se cercioró de que los niños no podían oírla, y se inclinó más.
—Una mujer no puede hacerlo todo ella sola —susurró—. Por ejemplo, alguien entró en la casa de Virginia Scarborough cuando estaba dormida y le robó la plata de su madre.
—¿Cuándo? —exclamó Paula con los ojos como platos.
—Este mes hace tres años —contestó la señora Martin con cierto tono de satisfacción.
Paula tuvo que contener una carcajada. Eso pasaba cada tres segundos en Houston.
—Lo tendré en cuenta.
Iba a marcharse cuando se acordó del impreso que llevaba en el bolso.
—¿Le importa que ponga un anuncio en su ventana?
—Déjame que lo vea —la señora Martin extendió la mano—. M.C. Chaves Servicio de Contabilidad —leyó antes de mirar a Paula con una sonrisa—. Vas a montar un negocio por tu cuenta, ¿eh?
—Sí. Al menos, eso espero. ¿Le importa que ponga el anuncio en su ventana?
—Lo pondré yo misma —miró el impreso un instante—. A lo mejor te gustaría poner el anuncio en el periódico del condado. Es semanal, pero está bien de precio y todo el mundo, en un radio de setenta kilómetros, está suscrito.
Paula se alegró de saberlo y extendió la mano.
—Gracias, señora Martin. Lo probaré.
—Es un placer. Y volved a verme muy pronto.

Paula estacionó la furgoneta delante del garaje, dio una bolsa a cada uno de sus hijos, tomó la otra debajo del brazo y cerró la puerta con la cadera. A mitad de camino se dio cuenta de que había algo distinto. Se paró, miró alrededor y se quedó pasmada al ver el huerto. Dejó caer la bolsa, sin importarle lo que había dentro, y salió corriendo. Los hierbajos habían desaparecido y la tierra estaba arada con seis surcos. Se puso la mano en el corazón para sosegar las palpitaciones. Sólo había podido ser Pedro. Retrocedió varios pasos sin dar crédito a que hubiera sido tan amable; sobre todo, después de lo que se habían dicho la noche anterior.
Paula secó el último plato, se apoyó en la encimera y miró por la ventana. Había renunciado a ciertos lujos que tenía en Houston. Por ejemplo, al lavaplatos y al aire acondicionado. Sin embargo, mirar por la ventana, ver un espacio abierto y oír el canto de los pájaros le compensaba sobradamente. Los cambios eran muy notables. Los niños y ella habían limpiado el patio de todos los despojos que había dejado J.C. Vickers. En ese momento, un aspersor giraba lentamente y empapaba el abono que había echado esa mañana. El césped volvería a ser verde y las malas hierbas empezarían a morirse. Al final del verano, si todo iba bien, sería como el que tenían sus tíos.
Suspiró y miró hacia el fondo de sus tierras. La limpieza que había hecho Pedro permitía la visión de los pastos y de las tierras que se extendían hasta donde llegaba la vista. Ensimismada, dio un respingo cuando el morro de un tractor apareció por la elevación. Era una maquina enorme y arrastraba una especie de cortacésped que eliminaba todo lo que se encontraba por el camino. Entrecerró los ojos hasta que pudo reconocer la figura que iba dentro de la cabina. Esos hombros anchos y ese sombrero eran inconfundibles. Suspiró. Era Pedro. Detestaba tener que hablar con él otra vez, pero tenía que agradecerle lo que había hecho en el huerto.
Se puso la gorra y salió de la cocina. Con aire de decisión, fue hacia la cerca.
Pedro  la vio cruzar el patio y soltó una maldición al comprobar que se dirigía hacia él. Al llegar a la cerca, Paula se paró, le hizo un gesto con la mano para que se acercara, cruzó los brazos y esperó. Él adivinó, por la expresión de su cara, que no se alegraba de verlo, pero él tampoco se alegraba de verla. Le costaba vivir con el remordimiento, pero más le costaba verse cara a cara con el motivo del remordimiento.
Siguió su camino. La cabina cerrada del tractor amortiguaba el rugido del motor y el ruido del rodillo dentado que arrastraba. Estaba convencido de que iba a decirle que ya no le alquilaba las tierras. Después de cómo la había tratado la noche anterior, casi podría entender esa decisión. ¡Pero tampoco podía evitar que ella alterara su cordura! Le había pedido perdón y pensaba mantener la palabra de que no volvería a pasar.
Paró al llegar a la cerca. Sus oídos agradecieron el silencio, abrió la puerta de la cabina y se bajó. Se levantó el ala del sombrero y fue hacia ella.
—Buenas tardes, Paula —la saludó con la esperanza de que el tono fuera normal.
—Buenas tardes, Pedro—ella esperó hasta que hubiera llegado a la cerca y señaló con la cabeza la zona que había limpiado—. Veo que ya estás limpiando la tierra.
Pedro se metió las manos en los bolsillos dispuesto a discutir sobre el contrato.
—Efectivamente, te dije que lo haría.

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