martes, 15 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 34

Se abrió paso entre los arbustos, saltó al suelo y agarró la cuerda que siempre llevaba junto a la silla de montar. Se ató un extremo a la cintura y ató el otro extremo a la silla. Ordenó al caballo que avanzara hasta que la cuerda se tensó. Luego, se quitó las botas y se metió en el riachuelo, que como se había temido, era bastante profundo. Nadó con una mano para, con la otra, mantener la cuerda fuera del agua. Nadó hasta que el brazo le dolió de cansancio. Cuando estuvo cerca, intentó agarrarse al árbol donde estaba Valentina, pero no lo consiguió. Volvió a intentarlo y se agarró a un montón de ramitas. Apretó los dientes y tiró con todas sus fuerzas. Poco a poco, centímetro a centímetro, se abrió paso entre la espesura de ramas hasta que llegó a un par de metros de Valentina y se dio cuenta de que la cuerda era demasiado corta.
—Valentina, ¿estás bien? —le preguntó casi sin aliento.
—Sí —contestó ella con tono angustiado—, pero me duele el brazo. No puedo aguantar…
—Sí puedes. Quiero que intentes alargar una mano hacia mí.
—¡No! —gritó ella—. ¡No puedo!
Pedro vio el terror en sus ojos e intentó calmarla.
—Sí puedes. Sujétate bien con una mano. Estoy aquí y te agarraré.
Ella midió la distancia con expresión de espanto.
Era muy corta, pero a ella le parecía un kilómetro.
—Puedes hacerlo, cariño —insistió él—. Sé que puedes.
Ella tragó saliva y soltó una mano mientras con la otra se aferraba a la rama. Se volvió hacia él vacilantemente y alargó la mano mientras agitaba los pies con todas sus ganas. Pedro se estiró todo lo que pudo, pero no alcanzó la manita. Desesperado, contuvo una maldición.
—Sabes nadar, ¿verdad? —le preguntó con un tono sereno.
—Un poco —contestó ella.
—Perfecto. Quiero que te sueltes del árbol y nades hacia mí. Yo te agarraré. ¿De acuerdo? A la de tres. ¿Preparada?
Ella sollozó, pero asintió valientemente con la cabeza.
—Una… dos… y tres…
Soltó uno a uno los deditos y empezó a chapotear frenéticamente. Sin embargo, no podía competir con la corriente que empezó a alejarla de él.  Pedro se estiró hasta que la cuerda se le clavó en la cintura y consiguió agarrarla de una mano. Contra la corriente, la acercó hasta que pudo sujetarla de la cintura.
Con el corazón en la boca, la estrechó contra el pecho. Ella se aferró a su cuello entre unos sollozos convulsivos.
—Ya… ya… Ya estás a salvo.
Ella apoyó la cabeza en su cuello. Pedro agarró la cuerda y dio un tirón.
—Atrás —le gritó al caballo—. Atrás.
El caballo retrocedió y los arrastró hasta la orilla.
Acompañado por Agustín y los otros hombres, Pedro cruzó la valla con Valentina envuelta en una manta y sentada en la silla de montar delante de él. Oyó el golpe de la puerta de la cocina contra la pared y vio, a pesar de la penumbra, a Paula que corría hacia ellos con los brazos extendidos.
—¡Valentina…! —exclamó cuando llegó, y la arrebató de los brazos de Pedro—. ¿Estás bien?
Valentina, al ver a su madre se echó a llorar.
—Sólo quería ver a Pedro, mamá, pero me caí en el riachuelo. Tengo frío…
Paula la abrazó y también se echó a llorar.
—Ya está, cariño. Ya estás a salvo. Te sentirás mejor en cuanto te des un baño caliente.
Se dio la vuelta y salió hacia la casa sin dar las gracias; dejó a Pedro y a los otros hombres montados en los caballos y mirándola.
Agustín pudo ver la preocupación en los ojos de Pedro y el peso del remordimiento en sus hombros. Se inclinó y le dio una palmada en la espalda.
—No le pasará nada —intentó consolarlo—. Con un buen baño caliente y una dosis abundante de mimos, mañana estará como una rosa.
Pedro no apartó la mirada de las figuras que se alejaban en la oscuridad.
—Es culpa mía —murmuró—. Todo es culpa mía.
 
 
Paula la tapó hasta la barbilla, se apartó un poco y se pasó el dorso de la mano por un ojo para secarse una última lágrima.
—Está bien —susurró Florencia mientras pasaba un brazo por los hombros de Paula.
—Lo sé —susurró ella—, pero nunca en mi vida había estado tan asustada.
Florencia tomó aliento y miró a Valentina, que dormía apaciblemente.
—Yo tampoco —dijo con un suspiro.
—¡Pensar en lo que podría haber pasado! Si no hubiera sido por Pedro… —Paula se volvió hacia su amiga con los ojos muy abiertos—. Ni siquiera le he dado las gracias. Agarré a Valentina y salí corriendo.
—Estoy segura de que lo entenderá —le tranquilizó Florencia.
—No —Paula sacudió la cabeza—. Esta tarde le dije unas cosas espantosas. Le dije que tenía la culpa de todo —agarró las manos de su amiga y las apretó con fuerza—. Tengo que disculparme. ¿Te importa ocuparte un rato de los niños?
—Claro que no.
 
Lo encontró en las cuadras. Estaba agachado en el establo con el ternero que mamaba del cubo. Se acordó de que allí había empezado todo, allí fue donde ella se enamoró de Pedro un día que le parecía que estaba a años luz. Los ojos se le empañaron de lágrimas. Lo echaba de menos muchísimo.
—Pedro… —le llamó en voz baja desde la entrada del establo.
Él se levantó de un salto al oír su nombre y arrancó la tetilla de la boca del ternero.
—¿Qué pasa? —le preguntó, muy asustado—. ¿Le ha pasado algo a Valentina?.

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