jueves, 3 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 13

—Ésta es Michelle, mi favorita —se puso un dedo en los labios—. No se lo digas a las otras —le aviso a Pedro—. No quiero que se ofendan.
—Te lo prometo.
—¡La cena está preparada! —grito Paula desde abajo.
Valentina dejó a Michelle con las otras muñecas y sonrió.
—¿Echas una carrera?
Antes de que él pudiera contestar, salió disparada. Pedro se quedó un instante mirando las muñecas. Le habría encantado haber pasado más tiempo con su hija cuando tenía la edad de Valentina. No se había dado cuenta de lo maravillosos que eran esos años hasta que la arrancaron de su corazón y de su casa. Siempre pensó que pasaría toda una vida con ella, pero sólo pasó seis miserables años.
 
Pedro y Paula se sentaron en dos mecedoras en el porche mientras Felipe y Valentina perseguían luciérnagas debajo del roble. El silencio entre ellos era agradable, y el sonido de las mecedoras, tranquilizador.
—No sabía que tuvieras una hija —comentó suavemente Paula.
El comentario fue inesperado y salió de entre la oscuridad como un ladrón que quisiera apoderarse del corazón de Pedro.
—Y un hijo —añadió él con un movimiento de incomodidad en la mecedora.
—¿Cuántos años tienen?
—Micaela tiene dieciséis, y Lucas cumplirá diecinueve el mes que viene.
—¿Dónde viven?
—En San Antonio, con su madre.
—¿Estás divorciado? —Paula le miró.
—Desde hace casi diez años —contestó él con un suspiro.
—¿Los ves a menudo?
—No lo suficiente.
Paula captó el tono quejoso, y también suspiró.
—No es fácil saber para quién es más penoso el divorcio, si para los hijos e para los padres.
Pedro  frunció el ceño con la mirada clavada en la oscuridad.
—Yo diría que seguramente lo es para quien se queda abandonado.
Paula también captó el tono de amargura y no dijo nada, aunque no estaba de acuerdo.
Se oyó el ulular de un búho, pero Paula y Pedro se quedaron quietos por el grito de Valentina.
Vieron que Valentina se acercaba corriendo con las manos juntas y cerradas.
—¡Tengo una! ¡Tengo una!
Pedro soltó un suspiro de alivio al comprender que no le había pasado nada. Se levantó y agarró un tarro que había debajo de la mecedora.
—Muy bien, métela aquí.
Desenroscó la tapa y sujetó el tarro mientras Valentina  ponía las manos encima. La luciérnaga cayó sobre las hierbas que habían metido dentro, y Pedro volvió a enroscar la tapa perforada. Valentina agarró el tarro y lo levantó con los ojos fuera de las órbitas.
—¿Cómo hace la luz? —susurró.
—Oxidación —explicó Pedro.
Valentina  frunció el ceño, y Pedro intentó encontrar la forma de explicar el proceso de tal forma que la niña lo entendiera, pero no se le ocurrió nada.
—Es polvo de las hadas —dijo por fin mientras se dejaba caer contra el respaldo de la mecedora sin hacer caso de la mirada de sorpresa de Paula—. Un hada espolvorea polvo mágico en su cola para que brille así.
Valentina sonrió de oreja a oreja y le devolvió el tarro a Pedro.
—Voy a cazar otra.
Estaba bajando los escalones cuando la voz de Paula la detuvo.
—No tan deprisa, Valentina. Es hora de que se preparen para acostarse —le recordó con delicadeza.
—Mamá, por favor, un ratito más.
—Ya se han pasado de la hora —se levantó, se puso las manos en la boca y gritó—: ¡Felipe! Vuelve ya para irte a la cama.
Pedro  oyó un gruñido y comprendió que al niño le hacía tan poca gracia como a su hermana. Se levantó.
—Creo que yo también tendré que irme a mi casa.
Valentina se acercó a él y apoyó su cuerpecito en la pierna de Pedro.
—¿Me leerás un cuento antes de irte? —le preguntó y mientras le tomaba la mano.
Al sentir su mano, Pedro se dio cuenta de que si le hubiera pedido que anduviera sobre carbones al rojo vivo, lo habría hecho sin dudarlo un segundo. Miró a Paula con la esperanza de que no le negara ese placer tan inmenso.
—Creo que puedo quedarme un rato… —murmuró él.
Valentina le estrechó la mano con fuerza y luego la soltó antes de salir corriendo.
—Tardaré sólo un minuto en bañarme.
Felipe apareció de entre la oscuridad. Estaba congestionado y arrastraba los pies. Se paró al llegar a la puerta y miró a Pedro.
—Si mañana necesitas que alguien te ayude a conducir el tractor, yo puedo ayudarte.
Pedro notó que lo decía con esperanza y, aunque ya había terminado el trabajo en los pastos, decidió que un par de pasadas mas al campe tampoco le sentarían mal.
—Entonces, a las nueve. Espérame a las nueve en la cerca de atrás.
Felipe sonrió resplandecientemente y entró en la casa.
Paula habló detrás de él y su voz le pareció una caricia de terciopelo en el cuello.
—Ya has terminado de cortar los hierbajos, ¿verdad?
—No le vendrá mal otro repaso.
Ella le puso la mano en el hombro y él notó que el corazón le daba un vuelco.
—No hace falta que hagas estas cosas por ellos —dijo ella suavemente.
Él se volvió, pero ella dejó la mano en el hombro. Lo miró iluminada por la luz de la luna y con los ojos rebosantes de preguntas que él no sabía contestar. El viento le arrastró el pelo hacia atrás, y él sintió unas ganas incontenibles de hacer lo mismo, pero había prometido que no volvería a tocarla.
—Lo sé —replicó él mientras bajaba la mirada a sus pies—, pero quiero hacerlo.
Paula suspiró y retiró la mano.
—Gracias —susurró.
Pedro volvió a levantar la mirada.
—¿Por qué?—preguntó con perplejidad.
—Por ofrecer a mis hijos aventuras y recuerdos que no olvidarán nunca.

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