sábado, 19 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 5

Ninguno de los dos habló durante el trayecto, lo cual complació a Paula.

Quería olvidarse de Pedro y saborear la belleza de paisaje tanto como pudiera. Sólo tenía tres semanas para estar en Texas, antes de regresar a Virginia, y nadie, ni siquiera Pedro Alfonso, iba a estropearle su estancia.
Pero no importaba cuánto intentase ignorar a Pedro. No había modo de escapar de él.
Su robusta anatomía ocupaba casi todo el pescante. Su olor, una mezcla de cuero y aire fresco, la envolvía. Y cada bache del camino hacía que sus hombros se rozaran, por muy derecha que intentara sentarse ella.
Tal vez lo hubiera sacado de sus pensamientos durante los dos últimos años, pero su cuerpo no había olvidado su tacto.
Lo miró de reojo y lo vió con la mandíbula apretada.
No había ni rastro del joven que le había susurrado palabras de amor y que le había contado sus sueños de construir un gran rancho.

Para su alivio, llegaron al rancho veinte minutos después.
Agradecida por poner distancia entre ellos, se dispuso a saltar del pescante, igual que había hecho miles de veces de niña.
Pero los pliegues de la falda se le enrollaron en las piernas y a punto estuvo de caer, de no ser porque Pedro la sujetó a tiempo por la cintura.
Pedro frunció el ceño cuando sus manos enguantadas tocaron la delicada tela del vestido. Como si no pesara más que una pluma, la levantó del asiento y la bajó lentamente al suelo.
El contacto era demasiado íntimo y le provocó a Paula una casi olvidada ola de calor por todo el cuerpo. Pero antes de que pudiera reaccionar, él se apartó y sacó el pesado baúl negro del carro.
Llevaré tus cosas a la casa –le dijo–. Puedes cambiarte dentro. Mis hombres estarán de vuelta al anochecer, y todos esperan encontrarse la cena en la mesa.
Sin decir más llevó el baúl a la casa, dejando que ella lo siguiera.
La casa de Pedro había cambiado desde la última vez que Paula la vió. Ya no era un simple refugio, sino una casa blanca con un porche en la fachada. A Paula le recordó una casa que vió una vez en una revista y que le había descrito a Pedro en uno de sus paseos.

Pero, a diferencia de la casa de sus sueños o de las casas de Virginia, no había una cuidada extensión de hierba alrededor ni había mecedoras en el porche en las que relajarse tras un largo día de trabajo. En vez de eso, estaba atestado de barriles y sacos de pienso.
Paula se detuvo en el umbral, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la tenue luz. La habitación era larga y estrecha, y se asemejaba más a un granero que a una vivienda.
En los rincones se apilaban balas de heno y sacos de pienso. Junto a un gran fogón se concentraba el único mobiliario de la estancia: una silla, una mesa y un pequeño catre cubierto con mantas arrugadas.
–¿Mi habitación está en el piso de arriba? –preguntó Paula, mirando la escalera.
–Arriba no hay muebles. Sólo herramientas y provisiones.
–¿Y tú dónde duermes?

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