Pedro se quedó delante de la puerta del cuarto de Micaela con los pies separados y los brazos cruzados sobre el corazón desgarrado. Unas lágrimas densas por llevar tantos años reprimidas cayeron lentamente por las mejillas mientras miraba el cuarto vacío e intentaba recordar lo que había dentro cuando su hija vivía allí.
Había una cama doble con unas almohadas blancas como la que tenía Valentina para colocar a sus muñecas. También había carteles de animales en la pared. A Micaela le encantaban los animales. Al lado de la ventana, en el rincón, había una mesita baja donde se sentaba ella para colorear dibujos que le regalaba a su padre.
Cuando cerró los ojos, casi pudo oír su voz infantil que se quejaba cuando la arropaba en la cama. Él le hacía cosquillas hasta que ella le suplicaba que parara. Era una rutina diaria hasta que los dos se sentaban a leer un libro. Una rutina que casi había olvidado.
Supuso que estaba allí por el cuento que le había leído a Valentina, por ese inmenso placer que Paula le había concedido. Bajo la mirada de Paula, se había sentado en la cama de Valentina con la cabeza de ella apoyada en el brazo. Ella tenía una muñeca abrazada y miraba los dibujos mientras escuchaba la historia que él leía en voz alta. De vez en cuando, lo miraba y sonreía.
Cuando llegó a su casa, fue directamente al dormitorio de Micaela, algo que nunca tenía el valor de hacer. Después de que Dolores se marchara y se llevara a los niños, él ni siquiera fue capaz de pasar por delante de las puertas de los dormitorios para acostarse. Durante meses, se quedó a dormir en el sofá para evitar el dolor de los recuerdos.
Se secó las lágrimas y se dio la vuelta. Abrió la puerta del cuarto de su hijo y miró dentro. Ese cuarto, como el de Micaela, sólo tenía algunos muebles extraños que había reunido cuando todos se fueron a San Antonio. En su momento, las paredes estuvieron repletas de carteles con deportistas, y el bate de béisbol y el guante colgaron de una balda con ganchos que él mismo había hecho y había puesto en la pared. Dolores se llevó eso, como todo lo demás, y sólo quedaba la sombra de lo que una vez colgó allí.
Pedro cerró la puerta con un suspiro. Bajó a su dormitorio y empezó a quitarse la ropa. Ese cuarto, al revés que el de sus hijos, no lo abrumaba. Dolores también vació el cuarto que habían compartido, como toda la casa, y no había dejado absolutamente nada. Él permitió que se llevara todo sin discutir porque quiso que los niños estuvieran rodeados de objetos conocidos en San Antonio. Él no añoraba sus pertenencias ni a su ex mujer, pero añoraba a sus hijos con toda su alma.
Desnudo, se metió en la cama y se puso los brazos detrás de la cabeza. Se quedó mirando al techo y sintió que la soledad le oprimía el pecho.
Sabía que en el pueblo había mucha gente que pensaba que su soledad se debía a que no había superado el abandono de su mujer. Estaban equivocados. Aunque había querido a Dolores con todo su corazón desde que se hicieron novios en el instituto hasta que ella le dijo que iba a marcharse, había soportado el dolor. Cuando se marchó, la rabia y el desencanto habían conseguido borrar cualquier rastro de sentimiento que hubiera podido quedar. Era el mismo desencanto que le había disuadido de buscar a otra mujer que sustituyera a Dolores en su cama o en su corazón.
Se dio la vuelta y cerró los ojos. Durante doce años había dormido acurrucado contra la espalda de su mujer y agarrándola de la cintura. Ella se quejó siempre porque el brazo pesaba demasiado o hacia calor. A él, sin embargo, le parecía reconfortante, y aunque no echaba de menos a su mujer, sí echaba de menos el calor en la cama.
En la nebulosa de estar medio despierto y medio dormido, estrechó la almohada contra el pecho y se preguntó si a Paula le gustaría que la abrazaran cuando dormía. A juzgar por el beso que se habían dado, diría que era una mujer apasionada y que disfrutaría con la intimidad. La almohada empezó a tomar forma y a calentarse contra su cuerpo. Casi podía notar la estrecha cintura de Paula entre sus brazos y la redondez de su trasero contra el vientre. La imagen; fue haciéndose mas real y sus pechos abundantes subieron y bajaron cada vez que respiró. El olor a flores que había percibido en su dormitorio le embriagó, la sangre le hirvió y notó que su virilidad cobraba vida contra el muslo. Se quitó la almohada de encima y se levantó de un salto. Fue a la ducha, abrió el grifo de agua fría y se metió.
A las nueve en punto, como le había dicho Pedro, Felipe estaba en la cerca de atrás. Un poco más allá Paula y Valentina estaban agachadas en la huerta con las cabezas, una rubia y la otra roja, pegadas y los dedos hundidos en la tierra. Cuando oyeron el tractor, las dos levantaron la cabeza y lo miraron. Él miró a los tres desde la altura de la cabina. El sol iluminaba las caras expectantes y se preguntó si Dios los habría mandado como un regalo para compensar la pérdida de su familia o si sería un castigo por algo que había hecho sin saberlo en el pasado.
Cuando estuvo más cerca, Paula se levantó, agarró a Valentina de la mano y fueron junto a Felipe. Sonreía con indecisión, pero aún así consiguió acelerarle el pulso.
—Buenos días, Pedro—le saludó ella cuando se bajó de la cabina.
Sus miradas se encontraron y estuvo a punto de tambalearse al recordar la imagen de la noche anterior. Los pechos abundantes, la cintura estrecha, la delicada curva de sus caderas. Eran como recordatorios de la precisión de su imagen.
—Buenos días, Paula—farfulló mientras se bajaba el ala del sombrero para que no captara sus pensamientos en la mirada.
Miró a Valentina, que parecía impaciente por captar su atención. Sonrió, pasó los brazos por encima de la cerca, ella se abalanzó en ellos y le dio un beso en la mejilla mientras la pasaba al otro lado.
—¿Vas a llevarme también? —le preguntó, rebosante de ilusión.
Pedro se rió y le dió un pellizco en la naríz.
—Si te llevo, ¿quién le hará compañía a tu madre?
Valentina bajó la cara y pareció tan decepcionada, que estuvo a punto de romperle el corazón.
—Claro, tienes razón —murmuró.
—Tú ayuda a tu madre —Pedro le dio un abrazo—. Cuando volvamos, a lo mejor ella te deja ir a ver al poni.
—¿De verdad? —preguntó ella con los ojos como platos.
—De verdad —le dio otro abrazo y la devolvió al otro lado de la cerca—. ¿Preparado? —le preguntó a Felipe.
—Sí, señor —contestó el niño.
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