martes, 15 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 36

Esa noche, Pedro se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza y los ojos clavados en el techo. La otra almohada, que solía servirle de consuelo, estaba en un rincón, donde él la había tirado.
«Nunca quise enamorarme de tí, Pedro. A mí también me aterraba volver a abrir mi corazón. Pero ¿sabes una cosa? Estaba dispuesta a intentarlo contigo».
Pedro se sentó y cerró los ojos con todas sus fuerzas, como si así pudiera borrar de la cabeza las palabras de Paula. Sin embargo, seguían clavadas en su conciencia y en su corazón.
«Eres un cobarde».
Se puso en tensión al acordarse de esa acusación. Le habían llamado muchas cosas, pero nunca cobarde. Al contrario, casi todo el mundo en Temptation lo consideraba muy valiente. A los diecisiete años, cuando su padre murió, se hizo cargo del rancho e hizo que prosperara como su padre no había siquiera soñado. Además del rancho, aceptó la custodia de su hermanastra y, aunque ella acabó marchándose, nadie culpó a Pedro de que lo hiciera. Todo el mundo culpó a su ex mujer, a quien nunca le cayó bien la hermanastra de Pedro y que no soportaba verla en la casa. Solo le faltó ponerla de patitas en la calle.
Además, luego perdió a su familia. Más de uno estuvo convencido de que Pedro acabaría rindiéndose y escondiéndose en algún agujero. No lo hizo. Se metió más de lleno en el trabajo del rancho, aprovechó cualquier momento que le concedieron sus hijos y poco a poco, fue cerrando las heridas de su corazón y blindándolo contra más sufrimientos.
Cuando creía que tenía todo dominado, apareció Paula con sus hijos, y les abrió el corazón, pero salió corriendo como un conejo asustado al creer que iba a perderlos.
Ella tenía razón era un cobarde. Paula, en cambio, era la mujer más valiente que había conocido. Ninguna mujer se llevaría a sus hijos a vivir a un pueblo donde no conocía a nadie, ni se metería en una casa destartalada y la convertiría en un hogar sólo para que sus hijos estuvieran seguros.
Si ella estaba dispuesta a intentarlo, ¿no podía hacer él lo mismo? La pregunta se le ocurrió de repente y lo encontró con la guardia baja. ¿Podía arriesgar otra vez su corazón? Puso los ojos en blanco y maldijo su estupidez. Ya había perdido el corazón. ¿Qué más podía perder? Se levantó de la cama y fue al cuarto de la lavadora como Dios lo trajo al mundo. Sacó los vaqueros de la secadora y se los puso.
Paula no era la única que estaba dispuesta a intentarlo.
 
Con el alazán ensillado y esperándolo, Pedro entró al establo de la yegua. Ella sacudió la cabeza y se alejó de él.
—Soooo…
Pedro  alargó la mano para que la oliera. Ella lo miró de soslayo y, cuando decidió que no era una amenaza, se acercó lentamente y le rozó la mano con el hocico.
—Tenemos que convencer a alguien. ¿Crees que podrás ayudarme?
La yegua volvió a sacudir la cabeza y relinchó suavemente. Pedro se rió y la sacó del establo. Sabía que los dos tenían el talento necesario para esa tarea.
 
 
La noche olía a verano cuando Pedro, montado en su alazán y seguido por la yegua, entró en el camino que llevaba a la casa de Paula. Sólo se oía el choque de los cascos contra las piedras del suelo. La brisa le llevaba el aroma de la madreselva que crecía alrededor de la valla de madera que rodeaba la casa. Se paró para olerla mejor y pensó en la mujer que la había plantado y en el valor y la decisión que había tenido para levantar un hogar en un pueblo insignificante como Temptation. También pensó en su cobardía. Suspiró y se puso en marcha otra vez.
Se paró al llegar a la valla, desmontó, ató su caballo y cruzó la puerta con la yegua. Volvió a pararse debajo de la ventana de Paula y la miró con el corazón desbocado. Los visillos se movían con la brisa. ¿Habría llegado demasiado tarde? ¿Seguiría dispuesta a intentarlo?
Se agachó, agarró unas piedrecitas y las tiró contra la ventana. Contuvo el aliento y esperó. Después de lo y que le pareció una eternidad, vio una sombra detrás de los visillos.
—Paula…
La sombra se acercó más a la ventana.
—Pedro, ¿eres tú?
—Sí. ¿Puedes bajar un minuto?
Ella lo pensó tanto, que Pedro estuvo convencido de que se negaría.
—Sí, espera.
La voz le llegó suavemente, como había hecho muchas veces en el pasado, como una caricia de terciopelo. Pedro, con el corazón en un puño, llevó a la yegua hasta los escalones del porche. Paula salió y cerró la puerta con mucho cuidado. Salió al resplandor de la luna con el borde del camisón arremolinado entre los pies descalzos. Cuando llegó al borde del porche, se cruzó los brazos protectoramente debajo de los pechos. Miró con recelo a la yegua y luego a Pedro.
—¿Qué quieres?
Pedro no hizo case de la frialdad del tono.
—Bueno… Ya sé que no es Navidad, pero cuando fui a San Antonio hace un par de semanas, vi esta yegua —acarició la mancha blanca que tenía en la cabeza—. Tiene casi el mismo color de pelo que tú, y cuando la vi, me acordé de ti. Estaba en la pista con tanto orgullo y tan sola a la vez… —Pedro sacudió la cabeza y se miró la punta de las botas—. No fui a la subasta con la intención de comprar algo, pero cuando la vi, me acordé de que me habías contado que siempre le pedías un caballo a Santa Claus, y que te llevabas una desilusión enorme cuando no lo encontrabas en el patio —reunió valor para mirar otra vez a Paula y le pareció ver el brillo de unas lágrimas en sus ojos—. Ya no eres una niña, y seguramente  hace años que dejaste de esperar que Santa Claus te trajera un caballo, pero me gustaría que te lo quedaras.

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