Ver a su hermano en la cárcel no era el regreso a casa que Paula Chaves había imaginado.
Durante los últimos cuatro años había estado viviendo con su abuela en Virginia. Aquel viaje de tres semanas era su primera y seguramente última visita a Texas.
Había temido volver y enfrentarse a los dolorosos recuerdos del pasado, pero había vuelto porque presentía que Gonzalo estaba en problemas. Y parecía que había llegado justo a tiempo.
Paula contempló la pancarta rasgada de bienvenida y la mesa destrozada del bufé. Sólo habían pasado diez minutos desde que su hermano Gonzalo provocó aquel estropicio.
Ignorando el calambre del pie que le provocaban unos zapatos diseñados para ir a la moda, pero no precisamente cómodos, se dio la vuelta y entró en la lúgubre prisión.
Le costó unos segundos acostumbrarse a la penumbra y distinguir a su hermano. Estaba sentado en el sucio catre de la celda, con la cabeza entre las manos.
–Gonzalo–lo llamó, aproximándose.
Al oír su voz, Gonzalo levantó la cabeza. La miró por un momento antes de sonreír.
–Paula… cómo has cambiado. Pareces una dama de verdad, como quería mamá.
Paula se quitó los guantes de encaje, inexplicablemente irritada por el cumplido.
–Tú no has cambiado nada.
La sonrisa de Gonzalo se desvaneció.
–Esta vez la he fastidiado de verdad –dijo, acercándose a los barrotes.
Un fuerte hedor a whisky y a orina salía de la celda.
–Ya lo veo. He oído que te emborrachaste, que robaste un caballo y te pusiste a galopar por el pueblo, que arrollaste a un hombre y que dañaste a la yegua robada.
Gonzalo cerró los ojos.
–Yo no la robé. La tomé prestada. Sólo quería salir a darte la bienvenida. Pero me resultó imposible domar a la yegua.
–¿Por qué intentaste saltar sobre la mesa del bufé?
–Eso fue idea de la yegua, no mía –dijo él apoyando la frente contra los barrotes.
Una parte de Paula se angustiaba por el escándalo. Pero otra, la parte salvaje y texana que la había dominado hasta que se marchó de Upton, sólo quería solucionarlo todo.
–¿Cuándo vas a crecer, Gonzalo?
La expresión de su hermano se tornó rebelde, como si fuera un crío en vez de un hombre tres años mayor que ella.
–Sabes que odio este pueblo, Paula. No pertenezco a este lugar.
–Ésa no es excusa.
–No sé por qué te preocupas tanto –dijo él con una débil sonrisa–. Todo quedará arreglado en cuanto indemnices al viejo.
–No estoy hecha de oro, Gonzalo–replicó ella severamente–. Y tienes suerte de que ese hombre no esté gravemente herido.
–¿Puedes solucionarlo todo? Por favor… No sé cómo salir de ésta.
–¿Qué pasa con el dueño del caballo?
Gonzalo se encogió visiblemente.
–¿De quién es la yegua, Gonzalo?
–De Pedro Alfonso–respondió él agachando la mirada.
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