Pedro dejó el baúl pegado a la pared, junto a la gran chimenea de piedra.
–En el catre.
–¿Has construido esta casa tan grande y sigues durmiendo en un catre?
–Me paso casi todo día trabajando. No tengo tiempo para preocuparme por lujos innecesarios –no había ni pizca de disculpa en su voz–. Durante las próximas dos semanas, el catre es para ti. Yo me quedaré en el granero.
Desconcertada, Paula se acercó al fogón y vio una pila con platos sucios.
–¿Me tomas el pelo?
–Te lo digo completamente en serio –respondió él flexionando sus largos dedos.
Paula se apartó del fregadero, demasiado disgustada como para pensar en limpiar los restos de comida.
–Este lugar parece propio de cerdos.
–Rompe nuestro acuerdo y tú hermano irá a prisión –dijo él dando un paso adelante.
Paula vió las arrugas de su curtido y bronceado rostro. No tenía la menor duda de que Pedro cumpliría su amenaza.
–¿Qué vas a hacer, princesa? –inquirió él apuntando con el pulgar hacia la puerta–. ¿Te quedas o te marchas? He perdido medio día sin hacer nada.
–Has cambiado –dijo ella entre dientes–. Y no para mejor.
–Yo podría decir lo mismo de tí–parecía aburrido con la situación–. ¿Te quedas o te marchas?
Si esperaba que ella se acobardara y se fuera, iba a llevarse una gran decepción. Sería su cocinera aunque eso acabara con ambos.
–Me quedo.
Exhausto, Pedro se apoyó en la valla del corral y contempló con orgullo a los siete caballos que hacían cabriolas. Sus hombres y él habían pasado casi toda la tarde reuniendo a los caballos a los que habían soltado la primavera pasada sobre las crestas del norte.
Tan salvajes como aquella tierra, los enérgicos animales habían luchado ferozmente por su libertad.
Había sido un día muy largo, y hubiera sido satisfactorio de no ser por Paula. No había dejado de pensar en ella ni de preguntarse qué estaría haciendo. ¿Se habría marchado o seguiría allí?
Maldita Paula…
Deseó no haberse fijado nunca en ella.
Jorge Ralston, un canoso vaquero que había trabajado en el Double H antes de unirse a Pedro tres estaciones atrás, metió la bota entre los listones de la valla y se inclinó hacia delante.
–Tienes motivos para estar orgulloso, Pedro. Pocos hombres podrían levantar un rancho así en tan poco tiempo.
Pedro se permitió una pequeña sonrisa.
–Este lugar consume todas mis fuerzas, pero merece la pena.
Les echó un último vistazo a los ponis y se dirigió hacia la casa. En vez de estar oscura y fría, resplandecía como una luciérnaga. La esbelta silueta de Paula apareció en la ventana y Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.
Paula no se había marchado. Todavía.
Jorge se rascó la barbilla.
–¿Quién demonios es esa mujer?
Pedro se puso tenso.
–La nueva cocinera.
–¿Qué le ha pasado a Juan?
–Ayer resultó herido. Estará recuperándose una semana.
–¿Y quién es la nueva?
–Paula Chaves.
Jorge se llevó una mano a la oreja.
–Dímelo otra vez. Creo que me falla el oído.
Pedro apretó los dientes. Jorge conocía muy bien su historia con Paula.
–Ya me has oído.
–Has perdido la cabeza.
–Lo sé.
–¿Por qué ha vuelto?
–No lo sé.
–¿Cuánto tiempo va a quedarse?
Al pensar en volver a verla marcharse se le hizo un nudo en la garganta.
–No lo sé.
Jorge lo miró con ojos entornados.
–Una última pregunta, y quiero que pienses muy bien la respuesta: ¿vas a dejarla marchar esta vez?
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