–Tal vez tengas razón. No necesitas un problema como Paula.
–En efecto –dijo Pedro, con un nudo en la garganta.
–¿Por qué no vas a darte un chapuzón en el estanque? Siempre te ha gustado ese lugar.
Pedro dejó escapar un suspiro.
–Tienes razón.
Decidido a apartar a Paula de sus pensamientos, se colgó la camisa al hombro y se dirigió hacia el sendero que bajaba hasta el arroyo. El estanque rebosaba de agua fría y cristalina, pero a mediados de julio estaría completamente seco.
Las embarradas orillas estaban protegidas por altos y espesos arbustos, lo cual era perfecto para el estado de ánimo de Pedro. Lo último que quería en esos momentos era conversación.
Se quitó las botas y los pantalones, dejó que la suave brisa le acariciara la piel ardiente y se zambulló en el agua.
Durante unos momentos, se mantuvo bajo la superficie, deleitándose con el manto helado que lo envolvía.
Cuando volvió a emerger, oyó el chillido de una mujer.
Se volvió y vió a Paula, completamente desnuda, en la otra ribera del estanque. Debía de haber llegado mientras él estaba bajo el agua.
Tenía la atención fija en la orilla, como si temiera que alguien apareciera de un momento a otro. No sabía que él estaba detrás de ella.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.
Su trasero era tan blanco como la luna y tan bien contorneado como un sabroso fruto. Vio la silueta de sus generosos pechos cuando ella levantó los brazos para soltarse el pelo. Los exuberantes rizos cayeron sobre los hombros, antes de que hundiera la cabeza en el agua.
Incluso en el agua fría, Pedro tuvo una rápida y dolorosa erección. ¿Era aquello una maldición o una bendición de los dioses?
Esperó hasta que ella se irguió y se echó para atrás el pelo, y entonces le habló.
–Buenas tardes.
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