sábado, 12 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 30

—Cuando quieran.
—Había pensado en ir, no este fin de semana, sino el siguiente, si te parece bien.
—¡Claro! ¿Vendrá Zaira contigo?
—No. Ya la conoces, cree que su agencia inmobiliaria se irá a pique si no está ella para mantenerla a flote.
Paula suspiró. Zaira era una adicta al trabajo. Entre la agencia inmobiliaria y el edificio de apartamentos, trabajaba a todas horas y casi no se tomaba tiempo libre. De las tres, era la que estaba en una situación económica más desahogada, y a Paula siempre le sorprendía que siguiera viviendo en uno de sus apartamentos cuando podía permitirse un sitio más bonito.
—Ya, lo sé —replicó Paula con tristeza—. Si consigues convencerla de que deje el trabajo unos días, dile que estaré encantada de que venga. Me apetece mucho veros a las dos.
—Hablando de trabajo. ¿Has encontrado alguno?
—Algo parecido. He montado una oficina en casa para llevar contabilidades. Así puedo quedarme con Valentina y Felipe.
—¡Es fantástico!
—No eches las campanas al vuelo. Todavía es poca cosa. En realidad, sólo tengo un cliente, pero espero que el anuncio que puse en la revista de la semana pasada dé resultados.
—¿Por qué no hiciste lo mismo en Houston? No habrías tenido que marcharte.
Paula se quedo atónita ante la idea.
—No lo sé… —contestó pensativamente—. No se me ocurrió.
—Bueno, nunca es tarde. Siempre puedes volver a casa.
—¿Volver a Houston? —preguntó Paula  sin salir de su asombro.
—Sí. Imagínate la cantidad de clientes que puedes tener en comparación con Temptation. Houston es una mina de oro.
Paula oyó un movimiento en la puerta y vio a Pedro con el ceño fruncido. Tenía una carpeta debajo del brazo.
—Lo pensaré, pero tengo que colgar —guiñó un ojo a Pedro—. Mi cliente acaba de llegar.
—Vaya. Nos veremos dentro de un par de semanas. Ya me contaras ese idilio. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Paula colgó.
—Una llamada de Houston —le explicó a Pedro—. ¿Qué es eso? —le preguntó, señalando con la cabeza la carpeta.
Pedro, todavía con el ceño fruncido, entró en el despacho y dejó la carpeta en la mesa.
—Son las facturas de esta semana. He pensado que las querrías.
Ella abrió la carpeta y la echó una ojeada.
—Sí, gracias —Paula se dio cuenta de que él seguía con el ceño fruncido—. ¿Te pasa algo?
—No, ¿por qué lo dices? —Pedro frunció más el ceño.
Ella se rió y se golpeó la frente con un dedo.
—Se podría plantar un maizal en esas arrugas de tu frente.
Él sacudió la cabeza y se pasó una mano por las arrugas.
—Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
Paula asintió con la cabeza porque comprendió que la lluvia significaría más trabajo para él.
—Bueno, me alegro de que hayas pasado por aquí. Tengo que preguntarte una cosa —sacó un extracto de debajo de la carpeta—. ¿Qué es esto?
Pedro se inclinó sobre la mesa y volvió a fruncir el ceño.
—Es una cuenta de ahorros —contestó lacónicamente.
—Eso ya lo veo —replicó ella con cierta ironía—. Pero ¿quién es R.M. Alfonso?
—Mi hermana. Mi hermanastra —corrigió ante el gesto de sorpresa de Paula.
—Nunca me habías hablado de tu hermanastra.
Él se metió las manos en los bolsillos.
—No había venido a cuento.
—¿Dónde está? ¿Por qué te ocupas de su cuenta de ahorro?
—No sé dónde está. Se marchó hace diez años y no he vuelto a saber nada de ella.
Habrían pasado diez años, pero Paula captó la tristeza en su voz, y supo que su marcha le había dejado una cicatriz.
—¿Y la cuenta?
—Es su parte de los beneficios de la finca.
Paula se quedó boquiabierta.
—¿Le has ingresado sus beneficios durante todos estos años y no sabes dónde está?
Pedro se encogió de hombros.
—Es un dinero que le corresponde. Puede volver en cualquier momento y reclamarlo.
Paula sacudió la cabeza ante la honradez y rectitud del hombre que amaba. Estaba segura de que él ni siquiera sabía que tenía esa virtud. Se levantó, apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Ven —le pidió.
Pedro  vaciló ligeramente, pero se acercó sin dejar de fruncir el ceño.
—¿Qué quieres?
—Acércate más —le ordenó ella.
Él se inclinó un poco, y ella lo agarró de las orejas y tiró hasta que las narices se chocaron.
—Eres, sin lugar a dudas, el hombre más encantador, justo y generoso que he conocido —lo besó en los labios.
Él correspondió con un beso apasionado, pero se apartó inmediatamente y le dió la espalda. Paula se quedó perpleja por la reacción.
—Pedro, ¿qué te pasa?
Él, de espaldas y en jarras, sacudió la cabeza.
—No me pasa nada.
Paula sabía que le pasaba algo, y grave, pero no podía imaginárselo. Dio la vuelta a la mesa, se puso detrás de él y le apoyó una mano en el hombro.
—¡Pedro…!
El dio un paso hacia delante, y la mano de Paula le cayó a un costado.
—Este fin de semana me iré del pueblo —comentó él secamente—. Voy a ir a San Antonio a ver a mis hijos.
—Muy bien —susurró ella sin entender por qué había esperado tanto para decírselo—. ¿Cuándo volverás?
—El domingo. Seguramente, tarde —se dio la vuelta y la miró con frialdad—. Le pediré a Agustín que eche una ojeada a mi casa y mis tierras —volvió a mirar hacia otro lado—. Si surge algo, llámalo.
Se marchó. Paula oyó la puerta de la casa que se cerraba y sintió la primera punzada de miedo.

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