jueves, 10 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 26

Valentina daba palmadas y saltitos.
—¿Puedo montarlo? —preguntó mientras miraba al poni y a Pedro.
La última vez que prometió montarla en el poni, la serpiente de cascabel alteró tanto al poni, que Pedro pensó que no era seguro que lo montara, pero él siempre cumplía sus promesas.
—Para eso lo he traído.
Valentina se acercó más y alargó la mano hacia el poni, que seguía pacientemente al lado del caballo de Pedro. Se rió cuando el animal le pasó el aterciopelado hocico por la mano.
—¡Le gusto! —exclamó con los ojos muy abiertos mientras miraba a Pedro.
—Claro, ¿cómo no iba a gustarle? —Pedro se rió.
Ató su caballo a la valla y levantó a la niña con un brazo.
—¿Estás preparada, vaquera?
—¡Puedes estar seguro!
Pedro la sentó en la silla de montar.
—Agárrate bien a la silla mientras lo llevo un poco de la correa. Cuando te hayas acostumbrado, te dejaré que des una vuelta sola.
Valentina asintió con la cabeza y una sonrisa de oreja a oreja.
—Aunque nuestra primera parada será la puerta de la cocina para cerciorarnos de que tu madre está de acuerdo.
Valentina volvió a asentir con la cabeza y se agarró a la silla con todas sus fuerzas. Pedro la llevó por el patio.
Paula debía de estar lavando platos en el fregadero porque apareció por la puerta secándose las manos con un paño. Sonrió a Valentina y luego miró a Pedro con un tono verdoso en los ojos que él ya había visto cuando hacían el amor.
—Buenos días, Pedro —le saludó con un tono que le hirvió la sangre.
—Buenos días, Paula.
Pedro se quitó el sombrero, se embebió de ella y deseó con toda su alma que pudieran estar solos. Pero era imposible por el momento. Señaló al poni con la cabeza.
—¿Te importa que le dé una vuelta a Valentina?
Paula cruzó los brazos entre risas.
—Ya es un poco tarde, ¿no?
Pedro tuvo el detalle de sonrojarse.
—Todavía puedo bajarla. Sólo tienes que decírmelo.
—¿Y destrozarla? —Paula sacudió la cabeza—. No. Puede montar.
—Daremos una vuelta por el patio y el camino para ver cómo se maneja. ¿Estarás por aquí cuando volvamos?
La sonrisa de Paula fue como una oleada de placer por todo su cuerpo.
—Sí, estaré por aquí.
Él asintió con la cabeza y se llevó el poni a través del patio. Al verlos, Paula agarró con fuerza el paño, suspiró y se sentó en el último escalón del porche.
Después de lo que tuvo que sufrir con Martín, nunca pensó que volvería a enamorarse. Sin embargo, cada día sentía algo más fuerte por Pedro. Si no era amor, se parecía mucho.
Eso era lo que la asustaba. No estaba segura de poder confiar plenamente en un hombre otra vez. Vio que Pedro daba instrucciones a Valentina y que ella lo atendía con mucho interés. Era bueno con sus hijos y para sus hijos. Además, los dos lo respetaban y lo apreciaban, lo cual era muy importante para ella. Sería un padre maravilloso. Estaba segura de eso. Se acordó del pánico que le entró cuando creyó que Martín se había llevado a sus hijos. También se acordó de lo que él dijo cuando le contó que los niños volverían el domingo. Dijo que seguramente podrían sobrevivir ese tiempo sin ellos, en plural, como si él fuera a echarlos de menos tanto como ella. Si eso no demostraba que los quería, no sabía qué podría hacerlo.
Los vio dar la vuelta y dirigirse hacia ella otra vez. Disfrutaba con el mero placer de verlo moverse. Era alto, de espaldas anchas, tenía unos andares lentos y elegantes y levantaba una polvareda con cada paso. Tiraba de la correa que dirigía al poni, no quitaba los ojos de Valentina, apoyaba una mano en su pierna y la animaba y aconsejaba mientras ella sujetaba las riendas. De vez en cuando miraba hacia el porche, y Paula sentía que las entrañas la abrasaban. Llevaban casi una semana como amantes, y aún así bastaba una mirada de él para encenderla. Cuando completaron un círculo completo, Pedro dirigió al poni hacia el porche.
—¿Crees que puedes ir tú sola? —le preguntó a Valentina.
Ella asintió vigorosamente con la cabeza.
—Acuérdate de que mandas tú. Tira de la rienda derecha para torcer a la derecha, de la izquierda para ir a la izquierda, y tira suavemente de las dos mientras dices «sooo» para pararlo.
—Me acordaré —contestó ella, ansiosa por ir por su cuenta.
—Muy bien, vaquera. Es todo tuyo.
Paula notó que los nervios se le ponían en tensión ante la idea de que su hija tuviera que dirigir al poni, pero se mordió la lengua. Pedro sabía lo que hacía y no haría nada que pudiera perjudicar a Valentina.
Él se sentó al lado de ella y le puso una mano en la rodilla con el codo entre las piernas. Vieron a Valentina rodar una vuelta entera y volver por donde había ido.
—Tiene mucho talento natural —dijo él con una sonrisa orgullosa.
—No sé si tiene talento natural, pero estoy segura de que se lo está pasando de maravilla —replicó Dulce mientras tomaba la mano de él y la apretaba—. Me acuerdo de cuando era una niña y soñaba con tener un caballo. Pedía uno todas las Navidades a Santa Claus, y cuando por la mañana saltaba de la cama para asomarme a la ventana, siempre lloraba al ver el patio vacío.
Pedro la miró con unos ojos rebosantes de compasión por aquella niña y sus sueños.
—Lo siento…
Paula se rió, le revolvió el pelo con la mano y le dio un beso muy fugaz.
—No lo sientas. Santa Claus hacía bien. El patio de una casa en Houston no es un sitio adecuado para un caballo.
Pedro frunció los labios y señaló con la cabeza a Valentina.
—Ella ya tiene uno durante el tiempo que quiera. Puedes tenerlo aquí o en mis tierras. Cuando quiera montarlo, sólo tiene que darme un grito.
—¿Y su madre? —le preguntó Paula, apretando el hombro contra el de él—. ¿qué tiene que hacer si quiere algo?
Pedro la miró a los ojos, y el corazón le dio un vuelco por lo que vio en ellos. Sonrió y apretó el muslo contra el de ella.
—Eso depende de lo que quiera.
 
Pedro estaba acodado en la barra del End of the Road con una jarra de cerveza en la mano. No se había refugiado allí para escapar del calor del día, sino de Paula. Sólo con pensar en ella, el cuerpo se le ponía como un horno, y sofocar ese calor era cada vez más complicado por los niños. Los adoraba, pero era casi imposible encontrar un momento de soledad para darle siquiera un beso. Suspiró, levantó la jarra y por lo menos sofocó la sed. Jorge, que estaba secando vasos a unos metros de allí, oyó el suspiro.
—Te echamos de menos el viernes pasado…
Pedro hizo una mueca. Había estado tan ocupado con Paula, que ni siquiera se había acordado de la partida de póquer que jugaba todos los primeros viernes de mes en el bar de Jorge.
—Tenía una vaca enferma —masculló, Jorge arqueó una ceja y sonrió. Conocía muy bien a su amigo y sabía cuándo le contaba un cuento.

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