—¿Le pasa algo? —le pregunto él.
—Nada. Ni siquiera se ha despertado.
Él suspiró y la abrazó. Ella le buscó los labios para besárselos en la oscuridad.
—Pedro…
Él, que sólo pensaba en abrazarla, le acarició el brazo hasta tornarle un pecho con la mano. Le recorrió lentamente el pezón con el pulgar. Notó que se endurecía, y el martilleo de la lluvia en el tejado era como un eco del martilleo de su corazón.
La besó con la misma intensidad que la tormenta hasta que ella no pudo respirar y se contoneó contra él. Le tomó el pezón endurecido entre los labios y se lo mordisqueó mientras le acariciaba el otro pezón con los dedos.
Ella, que le sujetaba la cara entre las manos, jadeó e inclinó la cabeza sobre la de él hasta taparla con el pelo mojado. Con cada movimiento de la lengua, ella apretaba mas las caderas contra las de él, anhelando librarse de los demonios que había desatado dentro de ella. La agarró de las caderas, la estrechó contra sí, introdujo una mano entre sus piernas y separó los labios de su hendidura.
Con la primera acometida, se arqueó debajo de él, que notó como tomaba aliento. Rápidamente, Pedro le tapó la boca con sus labios para amortiguar el grito. Ella se montó encima, y los choques de la carne contra la carne eran como un eco de la lluvia que chocaba contra el tejado. Los rayos centelleaban y los truenos retumbaban, y ella apartó los labios de los de él y se arqueó más como arrastrada por la tormenta, como si quisiera tenerlo más dentro que nunca. Un trueno estalló, y Paula estalló con él. Pedro, que no pudo contenerse más, la agarró de las caderas y se desbordó dentro de ella.
Pedro vió la cara de Paula a la luz de los rayos. Se había relajado, como todo su cuerpo. Se dejó caer suavemente sobre él, que la abrazó mientras la tormenta descargaba su ira en la noche.
Pedro se despertó antes del amanecer, como de costumbre, y se pegó a la espalda de ella. Sonrió cuando Paula suspiró y contoneó las caderas contra el vientre de él. La lluvia, que era más suave, seguía tamborileando contra el techo. Sabía que tenía que marcharse antes de que los niños se despertaran. No quería tener que explicarles qué hacía en la cama de su madre, al menos por el momento.
Se apoyó en un codo, le apartó el pelo de la mejilla y le dio un beso. Ella ronroneó y se hizo un ovillo. Él sonrió, se levantó y la arropó con las sábanas. Habría preferido volver a meterse en la cama, pero hizo un esfuerzo y se vistió porque sabía que, aunque lloviera, tenía mucho trabajo por delante.
Agarró las botas, cruzó la habitación de puntillas, abrió la puerta sin hacer ruido y se volvió para mirarla. Comprendió que querría quedarse allí para siempre.
La lluvia seguía cayendo fuera cuando Paula, sentada detras de la mesa de su despacho, frunció el ceño ante el libro de cuentas de Pedro. Había un asiento al que no había prestado mucha atención antes. Era una cuenta bancaria a nombre de R.M. Alfonso.
Perpleja, repasó los extractos del banco hasta que encontró uno dirigido a ese nombre. Sacó las hojas del sobre. Comprobó que los números de cuenta coincidían. Eran cuatro ingresos, no cargos, y el saldo la dejó sin respiración. ¿Qué era aquello? ¿Quién era?
Rebuscó entre los extractos de años anteriores, separó los de esa cuenta y los extendió delante de ella.
Todos eran iguales. Cuatro ingresos, el pago de los intereses de cada nueva cantidad y un saldo que crecía constantemente. ¿Habría abierto una cuenta de ahorro para sus hijos? Desechó esa idea. Ya había encontrado cuentas a nombre de cada uno de sus hijos en las que probablemente ingresaba dinero para su educación. ¿Quién era R.M. Alfonso?
Sonó el teléfono y lo descolgó con la cabeza todavía en los extractos que tenía en la otra mano.
—Dígame —dijo distraídamente.
—¡Hola, Paula!
Paula soltó los extractos al oír la voz de su amiga Leighanna y se dejó caer contra el respaldo de la silla con una sonrisa en los labios.
—¡Florencia! ¡Qué alegría!
—Lo mismo digo. Zaira y yo estábamos muy preocupadas al no saber nada de ti y decidimos enterarnos.
—¿Estás con Zaira?
—No, está enseñando un piso. Ya la conoces. Trabajo, trabajo y más trabajo.
Paula se rió al pensar en su amiga, que también era la propietaria del edificio de apartamentos donde ella vivió en Houston.
—Efectivamente, así es Zaira.
—Pero te manda un beso.
—Dale otro de mi parte.
—¿Qué tal te va?
—Bien. Bueno, mejor que bien. ¡Muy bien! La casa cada vez se parece más a un hogar, y los niños están encantados.
—Pareces feliz.
Paula sonrió al captar el alivio en la voz de Florencia.
—Lo estoy —se mordió el labio al darse cuenta de que Pedro era el responsable de gran parte de esa felicidad, y no supo si contárselo—. He conocido a alguien…
—¿De verdad?
Paula estuvo a punto de soltar una carcajada ante el tono de sorpresa.
—Sí, y es maravilloso.
—¡Paula! No puedo creerme lo que estoy oyendo. ¿Quién es?
—Un vecino. Un ranchero. El hombre más amable y encantador que he conocido.
—¿Y…? —insistió Florencia.
Paula dejó caer la cabeza hacia atrás y se acordó de la noche anterior.
—Y sí, es un magnífico amante.
—¡Caray, Paula! No pierdes el tiempo… ¿Es algo serio?
Paula arrugó un poco la frente al pensar la respuesta.
—Creo que sí.
—¿Cuándo vamos a conocerlo?.
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