—Es curioso, ¿verdad?—comentó con la voz queda—.Jamás le engañé durante todos los años que estuvimos casados, y él me engañaba cada vez que podía. Sin embargo, me llama zorra a mí.
Pedro la abrazó.
—No eres una zorra, Paula. No permitas que te haga creerlo. Eres una señora de los pies a la cabeza.
Pedro no podía quitarse de la cabeza el insulto, la maldita palabra le dabas vueltas en la cabeza, lo desesperaba porque sabía que él la había inspirado. No podía dormir. Se levantó, ensilló el caballo y cabalgó hacia casa de Paula a la luz de la luna. Sabía que estaría dormida, pero quería sentirla cerca. No quería verla ni hablar con ella, sólo estar cerca de ella.
Como había supuesto, la casa estaba a oscuras. Desmontó y ató las riendas a la valla. La cruzó y fue hasta la casa para mirar hacia la ventana del cuarto de Paula.
La ventana estaba abierta y el visillo se ondulaba con la ligera brisa. Sabía que la cama estaba al lado de la ventana. Cerró los ojos y se la imaginó dormida, como había dormido dos noches antes con él, con la mano debajo de la almohada y su trasero desnudo contra su vientre. Suspiró y abrió los ojos. Vio una sombra que se agarraba al visillo.
—¿Pedro…? —susurró ella…
—Sí. Soy yo —contestó él con cierto bochorno.
—¿Qué haces aquí?
—No podía dormir.
—Yo tampoco. Espera un minuto, ahora bajo.
El pulso se le aceleró. Subió los escalones del porche y se paró cuando la puerta se abrió y se cerró muy silenciosamente. Ella se dirigió hacia él como un espectro a la luz de la luna, alargó las manos y le tomó la cara.
—Abrázame —susurró ella—. Por favor, abrázame.
Pedro la tomó entre los brazos y se balanceó levemente. Ella le puso la mano en el corazón con un suspiro.
—Te he echado de memos —susurró Paula.
—Yo también te he echado de menos.
Ella se rió suavemente y frotó la cara contra el pecho de él.
—¿Cuánto tiempo hemos estado separados? ¿Tres horas? ¿Cuatro?
—Toda una vida.
—¿Tan largo te ha parecido? —preguntó ella con una mirada encandilada.
—Eso como mínimo. No podía dormir porque quería tenerte en la cama conmigo.
Ella volvió a estrecharse contra su pecho y apoyó la mejilla donde había estado la mano.
—Yo también.
—Paula…
Ella lo miró y captó la esperanza en sus ojos.
—No podemos —replicó ella con tono de lamento—. Los chicos. No sabría cómo explicarles tu presencia en mi cama por la mañana.
El dejó caer la cabeza porque sabía que tenía razón. Ella le apoyó un dedo en la barbilla y se la levantó.
—Hay otras posibilidades.
Lo agarró de la mano y lo llevó por el porche a un costado de la casa, donde había instalado el balancín que había encontrado en la buhardilla. Lo sentó, se levantó el camisón y se puso a horcajadas encima de él. A él le resultó dolorosamente evidente que no llevaba nada debajo.
—Paula… ¿Qué haces?
Ella le cerró los labios con un dedo y luego lo sustituyó con sus labios. Se llevó la mano al primer botón del camisón. Cuando él comprendió lo que se proponía, gimió y posó una mano en la de ella hasta que destaparon un pecho. Le acarició el pezón hasta que se endureció. Paula echó la cabeza hacia atrás, se arqueó y ronroneó con una oleada de sensaciones por todo el cuerpo.
Pedro le tomo el pezón entre los dientes, le pasó la punta de le lengua en círculos y empezó a soltarse los botones del vaquero.
—Pedro… —le tomó la cara entre las manos y notó la tensión de las mandíbulas—. Es maravilloso.
Esas palabras lo inflamaron. Con el pecho todavía en la boca, pasó la mano entre sus piernas. Ella se contoneó, presionó el pecho más contra su boca y se abrió a él. Él recorrió con el dedo la húmeda hendidura con una caricia delicada y enloquecedora.
Ella lo agarró de los hombros y le clavó las uñas.
—Pedro…
Balanceó las caderas contra la mano de él. Pedro, sin embargo, siguió con la caricia delicada mientras con la otra mano se bajaba más el pantalón. El balancín se movía a su ritmo, como si los apremiara a hacer el amor.
Pedro notó los primeros estremecimientos de ella, y supo que estaba cerca del clímax. Contuvo el aliento, la levantó y volvió a bajarla hasta que descansó sobre el extremo de su erección. La agarró de las caderas y entró plenamente.
—Ahora, Paula—susurró él con la voz ronca—. ¡Ahora!
Ella arqueó la espalda por la acometida, hundió los dedos en su espalda y jadeó su nombre cuando se desbordaron a la vez. Dejó caer la cabeza, apoyó la barbilla en la cabeza de Pedro y tomó aliento. La tensión fue disipándose lentamente de su cuerpo.
—Creo que ya puedo… dormir —dijo ella entrecortadamente antes de besarlo en los labios—. ¿Y tú?
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