martes, 22 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 12

Paula  soltó un chillido y se cubrió los pechos desnudos con las manos. Se agachó para esconder el cuerpo bajo el agua, con cuidado de mantenerse de espaldas a Pedro.

–Por favor, dime que esto no está pasando.

–¿Crees que me gusta ver invadida mi intimidad? –preguntó él, pero su tono jocoso revelaba que no le importaba en absoluto que ella estuviese allí–. La última persona a la que esperaba ver en mi balsa privada eras tú.

–Y supongo que no pensarás en marcharte, ¿verdad, Pedro? ciertamente, aquella semana no podía ir peor.

–Yo llegué el primero –dijo él chapoteando en el agua–. Márchate tú.

–No puedo –respondió ella entre dientes–. No estoy correctamente vestida.

–Ya me he dado cuenta.

–Un caballero se marcharía.

–Yo no soy un caballero.

Paula oyó más chapoteos, pero esa vez recibió la salpicadura del agua.

¡Pedro se estaba acercando!

Se movió hacia la orilla, pero la profundidad del agua se hacía demasiado escasa para cubrirla. Se vio obligada a detenerse.

–No te acerques ni un paso más.

–No muerdo –dijo él riendo.

–Al menos dime que tienes los calzoncillos puestos.

–Tengo los calzoncillos puestos.

–¿En serio?

–No, en serio no. Estoy tan desnudo como un recién nacido.

Paula soltó un gemido.

–En ese caso no pienso darme la vuelta.

–¿Asustada? –la retó el.

–Se nota que disfrutas con esto, Pedro Alfonso.

–Disfrute o no, lo cierto es que tienes miedo de mirarme.

Paula  masculló una palabrota, no muy propia de una dama.

–No tengo miedo de tí ni de nada.

–Tienes miedo. De hecho, creo que vivir en el este te ha quitado las agallas. Cobarde.

Nadie la llamaba cobarde. Alzó el mentón y se volvió para encararlo.
Y entonces se quedó boquiabierta.
La visión de Pedro la dejó demasiado aturdida como para hablar.

Un Viejo Amor: Capítulo 11

–Tal vez tengas razón. No necesitas un problema como Paula.
–En efecto –dijo Pedro, con un nudo en la garganta.
–¿Por qué no vas a darte un chapuzón en el estanque? Siempre te ha gustado ese lugar.
Pedro dejó escapar un suspiro.
–Tienes razón.

Decidido a apartar a Paula de sus pensamientos, se colgó la camisa al hombro y se dirigió hacia el sendero que bajaba hasta el arroyo. El estanque rebosaba de agua fría y cristalina, pero a mediados de julio estaría completamente seco.

Las embarradas orillas estaban protegidas por altos y espesos arbustos, lo cual era perfecto para el estado de ánimo de Pedro. Lo último que quería en esos momentos era conversación.
Se quitó las botas y los pantalones, dejó que la suave brisa le acariciara la piel ardiente y se zambulló en el agua.

Durante unos momentos, se mantuvo bajo la superficie, deleitándose con el manto helado que lo envolvía.
Cuando volvió a emerger, oyó el chillido de una mujer.

Se volvió y vió a Paula, completamente desnuda, en la otra ribera del estanque. Debía de haber llegado mientras él estaba bajo el agua.
Tenía la atención fija en la orilla, como si temiera que alguien apareciera de un momento a otro. No sabía que él estaba detrás de ella.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Pedro.

Su trasero era tan blanco como la luna y tan bien contorneado como un sabroso fruto. Vio la silueta de sus generosos pechos cuando ella levantó los brazos para soltarse el pelo. Los exuberantes rizos cayeron sobre los hombros, antes de que hundiera la cabeza en el agua.
Incluso en el agua fría, Pedro tuvo una rápida y dolorosa erección. ¿Era aquello una maldición o una bendición de los dioses?
Esperó hasta que ella se irguió y se echó para atrás el pelo, y entonces le habló.
–Buenas tardes.

Un Viejo Amor: Capítulo 10

Jorge soltó una carcajada.
–Claro… y los cerdos pueden volar. Ninguno de los hombres pudo dormir anoche. Paula Chaves es tan guapa que podría tentar al mismo diablo. Siempre lo fue y siempre lo será. Demonios, si yo fuera cinco años más joven también estaría hechizado.
Pedro arrojó el hacha a un lado y agarró su camisa, que estaba colgada en un clavo. Se secó el sudor de la frente y del pecho.
–Reconozco que es una mujer atractiva.
–Condenadamente atractiva –murmuró Jorge.
Irritado, Pedro se puso la camisa.
–¿Qué te ha pasado, viejo?
–Puede que sea viejo, pero no estoy muerto –dijo Jorge riendo.
Pedro esbozó una sonrisa, pero su buen humor se desvaneció enseguida.
–Ha cambiado.
–Tal vez sus ropas sean más elegantes, pero la chica que ví en la cocina era la misma que galopaba a pelo por las praderas.

Pedro cerró los ojos y rememoró los recuerdos. Llevaba menos de un mes en Upton cuando la vio por primera vez, montando un poni por el valle que separaba ambas tierras. Era como un potro salvaje, llena de fuerza y vida.
–Siempre pensé que volvería.
–Todos lo pensábamos –confirmó Jorge–. Pero reconozco que su madre sabía lo que hacía cuando la mandó al este. Cualquiera de esos novatos podría haberla cazado, y ya sabes lo leal que es Paula con su familia.
–Es una mujer adulta. Sus padres están muertos. Ya puede tomar sus propias decisiones.
–La familia es algo muy poderoso, Pedro. No la subestimes.
–¿Cómo puedo luchar contra algo que no entiendo?
Jorge encendió una cerilla y prendió el extremo del cigarrillo. Una espiral de humo se elevó alrededor de su cabeza.
–Tal y como yo lo veo, Paula Chaves te debe trece días más de cocina. Eso es tiempo suficiente.
–Me dijo ayer que iba a regresar a Virginia para casarse con un tipo llamado Lucas.
Jorge  soltó un bufido.
–Paula es parte de Texas. En el este se marchitaría y moriría. Y sé que no podría amar a ningún dandy de la ciudad.
–¿Por qué no vino antes? ¿Por qué no escribió? Una simple carta hubiera bastado para mantener mi esperanza.

Jorge miró fijamente la punta del cigarrillo.
–¿Alguna vez has pensado en preguntárselo?
–No.

Un Viejo Amor: Capítulo 9

“Casarme con Lucas”.

Pedro lanzó el hacha contra el tronco y lo partió de un solo golpe. Recogió las astillas y las arrojó al montón. Llevaba una hora cortando leña, bajo el sol del mediodía, y el sudor le cubría el cuerpo.
Pero no pensaba parar hasta que estuviese tan agotado que pudiera olvidar las palabras de Paula de la noche anterior.

“Casarme con Lucas”.
Imposible olvidarlas. Las palabras lo habían acosado como un coyote hambriento durante toda la noche y la mañana siguiente. Pero, ¿por qué lo preocupaba tanto que Paula se casara? Ella lo había abandonado cuatro años antes para iniciar otra vida.
Y él lo había superado.

Sí, lo había superado… Hasta que el día anterior entró en la casa y vió a Paula en la cocina, con el elegante vestido manchado de harina y cenizas.
Algunos rizos se le habían escapado del recogido y le caían a ambos lados del rostro, ofreciendo un atisbo de la mujer que había sido y a la que él tanto había amado.
Si se hubiera quedado envuelta en sus encajes y sedas, protegida tras el muro de hielo que había levantado, tal vez no lo hubiera afectado. Pero no había sido así.
La Paula de siempre se dejaba ver.
Y él la deseaba.

Colocó otro leño en el travesaño y elevó el hacha por encima de la cabeza. Entonces oyó unos pasos que se acercaban por detrás.
–¿De verdad crees que vas a necesitar tanta leña este verano? –le preguntó Jorge, sonriendo. Se metió la mano en bolsillo de la camisa y sacó su petaca–. Si la memoria no me falla, creo que en julio y agosto hace bastante calor por aquí.
Pedro lanzó el hacha contra el leño.
–¿Qué quieres, viejo?
–Estás muy susceptible hoy –dijo Jorge riendo.
–¿Y qué? –espetó, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
–Ayer estabas de buen humor cuando fuiste al pueblo.
–Eso fue ayer.
El viejo esparció tabaco en papel de fumar y lo enrolló hábilmente en un cigarrillo.
–Antes de que volvieras a ver a la señorita Paula Chaves.
–Mi malhumor no tiene nada que ver con ella.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 8

–Jorge –dijo ella con una amplia sonrisa.

–¿Me recuerda? –preguntó él quitándose el sombrero.

–Pues claro. Usted me enseñó a echarle el lazo a un becerro cuando tenía doce años –las normas de etiqueta le impidieron darle un abrazo. Para su abuela ése hubiera sido un gesto demasiado amistoso–. Tome un plato. No hay sitio para comer aquí dentro, pero la noche es muy agradable para salir al porche.

En ese momento entró otro vaquero.

–¿Qué haces, Jorge? ¡Tengo hambre!

Jorge se acercó a la mesa y el otro vaquero, al igual que él, se detuvo boquiabierto cuando vió a Paula.

Todos los hombres tuvieron la misma reacción, de modo que Paula se vió obligada a servirles la cena, ponerles los platos en las manos y mandarlos al porche.

Un vaquero delgado y nervudo miró su plato repleto de comida y luego a ella.

–Que Dios la bendiga, señora.

Cuando el último de los trabajadores salió, entró Pedro , llenando la estancia con su presencia. Al observar la mesa y a Paula, un brillo de sorpresa destelló en sus ojos.

Tomó una galleta como si quisiera comprobar que era real. Le dio un mordisco y cerró los ojos, perdido en un momento de puro placer.

–Debe de tener veneno o algo así… –murmuró.

–La verdad es que me sentí tentada por esa idea –se burló ella, complacida.

–¿Cómo lo has hecho?

–¿El qué?

–Cocinar.

–Me crié en un rancho, ¿recuerdas? Sé desenvolverme en una cocina y en un granero.

Pedro observó las manchas de su vestido como si la viera por primera vez.

–Pensé que te habías olvidado de todo eso.

–No he olvidado nada –susurró ella.

–¿Has vuelto a Upton para quedarte?

–No, sólo estoy de visita.

Pedro tensó la mandíbula.

–¿Por qué marcharte? Tienes un rancho que necesita desesperadamente alguien que lo dirija.

Paula bajó la mirada hasta los recipientes vacíos de comida y empezó a recogerlos.

–Tengo otras obligaciones.

Él se inclinó hacia ella, clavándole la mirada.

–¿Qué puede ser más importante que salvar el Double H?

–Muchas cosas.

–Dime una –la retó él.

–Casarme con Lucas.

Un Viejo Amor: Capítulo 7

Paula se pasó las manos por la falda manchada y sacó las galletas del horno.
Tenía que controlar su furia. No soportaba a Pedro Alfonso ni aquella situación, pero, por mucho que lo intentaba, las emociones seguían invadiéndola.
Estaba en Texas, la vasta tierra a la que tanto amaba, y era una lástima desperdiciar el poco tiempo que tenía para disfrutar de ella.
En tres semanas, tendría que volver a Virginia, donde los edificios estaban pegados unos a otros y el aire estaba viciado.
Se iría del Double H y de su añorada tierra salvaje y acabaría haciendo lo que su madre siempre había deseado para ella: que se casara con un respetable hombre de ciudad.
Lucas Gonzalez, el hombre que se convertiría en su novio en cuanto ella aceptara su proposición, habría sido un sueño hecho realidad para su madre si ésta hubiera vivido para conocerlo.

Pero cada vez que Paula pensaba en él, se le formaba un doloroso nudo en el pecho.
Su pretendiente no era un mal hombre; simplemente, no amaba las mismas cosas que ella. Odiaba el campo abierto, los caballos en libertad, y nunca había estado al oeste de Shenandoah Valley.
A Paula le toleraba su entusiasmo y fogosidad, pero tenía muy claro en la mujer en que se convertiría cuando se casaran.

Paula se miró el vestido, ensuciado por las labores del día. Su aspecto aumentaba la inquietud que sentía en su interior.
–Lucas se quedaría horrorizado si me viera así –murmuró, contemplando las manchas negras en su falda florida.
Una maliciosa sonrisa curvó sus labios al pensar en Lucas con la cara encendida de furia y decepción.
Se arrodilló frente al horno y, usando un trapo a cuadros que había encontrado en un cajón, abrió la puerta de hierro y sacó la segunda bandeja de galletas.

Al dejarla sobre la mesa y cerrar el horno, se apartó un rizo de la frente y observó su obra. La mesa estaba limpia y los platos, lavados. No había tenido tiempo para nada más antes de empezar a preparar la cena.
Si Pedro pensaba que trabajar en un rancho era un castigo, estaba equivocado. Ésa era la clase de trabajo que a ella la llenaba y que le daba una razón para seguir viviendo.
Y, siempre y cuando reprimiera sus sentimientos hacia Pedro, todo iría a las mil maravillas.

Se sobresaltó cuando la puerta se abrió de repente y un vaquero canoso entró en la casa. Se detuvo al verla, boquiabierto.
–Espero que tenga hambre –le dijo ella.
Pasaron unos cuantos segundos hasta que el vaquero cerró la boca y asintió en silencio.
–¿Señorita Chaves?

Un Viejo Amor: Capítulo 6

Pedro dejó el baúl pegado a la pared, junto a la gran chimenea de piedra.
–En el catre.
–¿Has construido esta casa tan grande y sigues durmiendo en un catre?
–Me paso casi todo día trabajando. No tengo tiempo para preocuparme por lujos innecesarios –no había ni pizca de disculpa en su voz–. Durante las próximas dos semanas, el catre es para ti. Yo me quedaré en el granero.
Desconcertada, Paula se acercó al fogón y vio una pila con platos sucios.
–¿Me tomas el pelo?
–Te lo digo completamente en serio –respondió él flexionando sus largos dedos.
Paula se apartó del fregadero, demasiado disgustada como para pensar en limpiar los restos de comida.
–Este lugar parece propio de cerdos.
–Rompe nuestro acuerdo y tú hermano irá a prisión –dijo él dando un paso adelante.
Paula vió las arrugas de su curtido y bronceado rostro. No tenía la menor duda de que Pedro cumpliría su amenaza.
–¿Qué vas a hacer, princesa? –inquirió él apuntando con el pulgar hacia la puerta–. ¿Te quedas o te marchas? He perdido medio día sin hacer nada.
–Has cambiado –dijo ella entre dientes–. Y no para mejor.
–Yo podría decir lo mismo de tí–parecía aburrido con la situación–. ¿Te quedas o te marchas?
Si esperaba que ella se acobardara y se fuera, iba a llevarse una gran decepción. Sería su cocinera aunque eso acabara con ambos.
–Me quedo.
Exhausto, Pedro se apoyó en la valla del corral y contempló con orgullo a los siete caballos que hacían cabriolas. Sus hombres y él habían pasado casi toda la tarde reuniendo a los caballos a los que habían soltado la primavera pasada sobre las crestas del norte.
Tan salvajes como aquella tierra, los enérgicos animales habían luchado ferozmente por su libertad.
Había sido un día muy largo, y hubiera sido satisfactorio de no ser por Paula. No había dejado de pensar en ella ni de preguntarse qué estaría haciendo. ¿Se habría marchado o seguiría allí?
Maldita Paula…
Deseó no haberse fijado nunca en ella.

Jorge Ralston, un canoso vaquero que había trabajado en el Double H antes de unirse a Pedro tres estaciones atrás, metió la bota entre los listones de la valla y se inclinó hacia delante.
–Tienes motivos para estar orgulloso, Pedro. Pocos hombres podrían levantar un rancho así en tan poco tiempo.
Pedro se permitió una pequeña sonrisa.
–Este lugar consume todas mis fuerzas, pero merece la pena.
Les echó un último vistazo a los ponis y se dirigió hacia la casa. En vez de estar oscura y fría, resplandecía como una luciérnaga. La esbelta silueta de Paula apareció en la ventana y Pedro dejó escapar un suspiro de alivio.
Paula no se había marchado. Todavía.
Jorge se rascó la barbilla.
–¿Quién demonios es esa mujer?
Pedro se puso tenso.
–La nueva cocinera.
–¿Qué le ha pasado a Juan?
–Ayer resultó herido. Estará recuperándose una semana.
–¿Y quién es la nueva?
–Paula Chaves.
Jorge se llevó una mano a la oreja.
–Dímelo otra vez. Creo que me falla el oído.
Pedro apretó los dientes. Jorge conocía muy bien su historia con Paula.
–Ya me has oído.
–Has perdido la cabeza.
–Lo sé.
–¿Por qué ha vuelto?
–No lo sé.
–¿Cuánto tiempo va a quedarse?
Al pensar en volver a verla marcharse se le hizo un nudo en la garganta.
–No lo sé.
Jorge lo miró con ojos entornados.
–Una última pregunta, y quiero que pienses muy bien la respuesta: ¿vas a dejarla marchar esta vez?

Un Viejo Amor: Capítulo 5

Ninguno de los dos habló durante el trayecto, lo cual complació a Paula.

Quería olvidarse de Pedro y saborear la belleza de paisaje tanto como pudiera. Sólo tenía tres semanas para estar en Texas, antes de regresar a Virginia, y nadie, ni siquiera Pedro Alfonso, iba a estropearle su estancia.
Pero no importaba cuánto intentase ignorar a Pedro. No había modo de escapar de él.
Su robusta anatomía ocupaba casi todo el pescante. Su olor, una mezcla de cuero y aire fresco, la envolvía. Y cada bache del camino hacía que sus hombros se rozaran, por muy derecha que intentara sentarse ella.
Tal vez lo hubiera sacado de sus pensamientos durante los dos últimos años, pero su cuerpo no había olvidado su tacto.
Lo miró de reojo y lo vió con la mandíbula apretada.
No había ni rastro del joven que le había susurrado palabras de amor y que le había contado sus sueños de construir un gran rancho.

Para su alivio, llegaron al rancho veinte minutos después.
Agradecida por poner distancia entre ellos, se dispuso a saltar del pescante, igual que había hecho miles de veces de niña.
Pero los pliegues de la falda se le enrollaron en las piernas y a punto estuvo de caer, de no ser porque Pedro la sujetó a tiempo por la cintura.
Pedro frunció el ceño cuando sus manos enguantadas tocaron la delicada tela del vestido. Como si no pesara más que una pluma, la levantó del asiento y la bajó lentamente al suelo.
El contacto era demasiado íntimo y le provocó a Paula una casi olvidada ola de calor por todo el cuerpo. Pero antes de que pudiera reaccionar, él se apartó y sacó el pesado baúl negro del carro.
Llevaré tus cosas a la casa –le dijo–. Puedes cambiarte dentro. Mis hombres estarán de vuelta al anochecer, y todos esperan encontrarse la cena en la mesa.
Sin decir más llevó el baúl a la casa, dejando que ella lo siguiera.
La casa de Pedro había cambiado desde la última vez que Paula la vió. Ya no era un simple refugio, sino una casa blanca con un porche en la fachada. A Paula le recordó una casa que vió una vez en una revista y que le había descrito a Pedro en uno de sus paseos.

Pero, a diferencia de la casa de sus sueños o de las casas de Virginia, no había una cuidada extensión de hierba alrededor ni había mecedoras en el porche en las que relajarse tras un largo día de trabajo. En vez de eso, estaba atestado de barriles y sacos de pienso.
Paula se detuvo en el umbral, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la tenue luz. La habitación era larga y estrecha, y se asemejaba más a un granero que a una vivienda.
En los rincones se apilaban balas de heno y sacos de pienso. Junto a un gran fogón se concentraba el único mobiliario de la estancia: una silla, una mesa y un pequeño catre cubierto con mantas arrugadas.
–¿Mi habitación está en el piso de arriba? –preguntó Paula, mirando la escalera.
–Arriba no hay muebles. Sólo herramientas y provisiones.
–¿Y tú dónde duermes?

jueves, 17 de septiembre de 2015

Un Viejo Amor: Capítulo 4

La rueda del carro golpeó un bache del polvoriento camino y los hombros de Pedro rozaron ligeramente los de Paula.

El contacto no debería haber significado nada. Pero bastó para que a Pedro le hirviera la sangre en las venas.
Enfadado, agarró con fuerza las riendas. Había cometido muchas estupideces en su vida, pero contratar a Paula las superaba a todas.
Necesitaba unas manos expertas para trabajar en el Two Rivers, no una mujer a la que había amado y a la que nunca había podido olvidar.
Cuando conoció a Paula, ella tenía dieciséis años y él veintitrés. Había sido amor a primera vista para ambos y él le había propuesto el matrimonio. Paula había aceptado, pero cuando se lo dijo a sus padres, éstos la subieron a una diligencia y la mandaron a Virginia a vivir con su abuela.

Pedro  sufrió al verla marchar, pero creyó que Paula encontraría la manera de volver con él y mantuvo la esperanza, a pesar de que ella no respondió a sus cartas.
Al morir los padres de Paula, Pedro pensó que ya serían libres para casarse. Pero ella no regresó. Los meses se convirtieron en años y, finalmente, perdió la esperanza.
Debería haberla evitado, pero en cuanto volvió a verla supo que nunca podría mantenerse a distancia. Entre ellos quedaban demasiadas preguntas sin respuesta.
Elegante y refinada, no era la chica que él recordaba, sino una sofisticada dama que no se había ensuciado las manos en años. Al mirarla de reojo y verla tan erguida, pensó que su columna vertebral se quebraría si él le daba un susto.
Sin embargo, bajo aquella compostura seguía siendo la preciosa chica que lo había cautivado. Los rizos rubios le enmarcaban su rostro ovalado.
El vestido moldeaba su estrecha cintura y sus generosos pechos como si fuera una segunda piel. Y sus ojos azules despedían un sereno brillo de inteligencia que a Pedro le hacía desear saberlo todo de ella.
Había pasado mucho tiempo desde que el corazón le diera un vuelco semejante.
Maldición… estaba cayendo bajo su hechizo. No quería sentir nada por ella. Era una flecha envenenada. Una sirena. Sólo hacía un año que él había dejado de anhelar su regreso.

Sí, tendría que haber aceptado el dinero que Paula le ofrecía y haber acabado con los Chaves, pero el deseo y el orgullo le habían nublado el sentido común. Gonzalo Chaves y otros como él habían sido siempre un verdadero engorro.
El joven ranchero estaba asentado en una tierra rica y fértil, con agua suficiente para toda la vida. Pero en vez de aprovechar lo que tenía, lo estaba perdiendo todo.

El rancho Double H estaba condenado a la ruina, y a Gonzalo Chaves no parecía importarle.
Lo único que le importaba era causarle problemas a Pedro.
Gonzalo nunca lo había desafiado abiertamente, pero le hacía pagar mucho dinero por tener acceso al agua que fluía por las tierras de los Hanover, y cuando los compradores llegaban al pueblo se encargaba de difundir el rumor de que los caballos de Pedro eran inferiores.
No, los hombres como Gonzalo Chaves no sabían cómo dirigir sus propios asuntos, pero se alegraban de causarles problemas a hombres como Pedro, quienes sólo querían construir algo desde cero.
Pedro no iba a echarse atrás. Había superado demasiadas dificultades para reunir el dinero que necesitaba para su rancho.
Y si Paula Chaves quería tomar la medicina de su hermano, que así fuera. Le gustara o no, estaba obligada a aguantar los próximos catorce días.
Incluso si eso acababa con él.

Un Viejo Amor: Capítulo 3

–Necesito un cocinero –dijo Pedro entrecerrando los ojos–. No hay acuerdo que valga.
Sería más fácil mover una montaña que conseguir que Pedro cambiase de opinión. No se iría de allí sin un cocinero.
–Entonces llévame a mí en vez de a Gonzalo.

Pedro  pareció desconcertado. Con la mirada la recorrió de arriba abajo, desde el sombrero verde con la pluma de pavo real, pasando por su traje de terciopelo hasta los puntiagudos zapatos.
–¿Sabes cómo encender un fogón?
–Me las arreglaré –respondió ella, esforzándose por dominar su temperamento.
–¡Paula, no lo hagas! –gritó Gonzalo–. Mamá y papá no hubieran soportado que trabajases para él.
–No puedes ir a la cárcel, Gonzalo –dijo ella, sin apartar la mirada de Pedro –. Ese rancho era el sueño de papá. No permitiré que se pierda.
Pedro negó con la cabeza.
–Tienes aspecto de salir volando en cuanto sople el viento.
–Eso no pasará.
Pedro guardó silencio durante unos segundos y ella pensó que rechazaría su oferta.
–En mi rancho se trabaja de sol a sol.
–Entendido.
Algo parecido a un destello de aprobación brilló en los ojos de Pedro.
–Durante dos semanas.
–Sí –dijo ella.

Entonces Pedro se acercó, se quitó el guante y le tendió la mano. Automáticamente, Paula la tomó y él le pasó sus largos y callosos dedos por la suave y delicada piel.
–Hace mucho que no trabajas con las manos.
–A mi abuela le encantaría oírte decir eso. Se ha esforzado mucho para borrar los años que pasé en Texas.
–Nunca me han gustado los modales sociales.
–En ese caso me temo que van a ser dos semanas muy largas –dijo ella con el fuego ardiendo en su mirada.

Un Viejo Amor: Capítulo 2

–Pedro Alfonso… –Paula sintió cómo el color abandonaba sus mejillas.
–Sé que los dos tuvieron una historia.
Una historia. Ella había amado a Pedro con todo su corazón. Pero sus padres la mandaron con su abuela antes de que pudieran casarse.
Gonzalo esbozó una vacilante sonrisa, la misma que en el pasado había metido en problemas a Paula.
–¿No puedes indemnizarlo?
–Es la última persona a la que quiero ver.
La puerta de la prisión se cerró con un fuerte golpe.
–Pero vas a tener que verlo –dijo una voz profunda detrás de Dulce. Una voz que ella reconoció al instante.
Pedro.
Había olvidado que podía moverse de una forma tan silenciosa.
Se giró y lo miró de frente. Medía más de un metro ochenta y su cuerpo era todo fíbra y músculo, con unos hombros tan anchos que apenas cabía en el marco de la puerta.
Unos vaqueros desgastados se ceñían a sus poderosos muslos. El polvo cubría su camisa blanca, sus gastadas botas de piel y su sombrero Stetson.
 Un escalofrío le recorrió la columna.
–Esto es algo entre mi hermano y yo, Pedro –dijo, alzando el mentón.
Él se quitó el sombrero, dejando ver su tupida cabellera, tan negra como el carbón.
–No cuando están implicados mi cocinero y mi yegua, Paula.
Paula echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Antes era capaz de interpretar las emociones de Pedro. Pero ahora había un muro entre ellos.
–Pedro, estoy dispuesta a compensarte por los daños –los dedos le temblaban mientras abría el bolso–. Te pagaré lo suficiente para que contrates a otro cocinero, más un diez por ciento por las molestias –rápidamente calculó la cantidad. Se quedaría sin un centavo cuando saldara las cuentas con Pedro.
–El dinero no va a solucionar esto, Paula–dijo él con una expresión de disgusto–. Es hora de que Gonzalo madure y asuma la responsabilidad de sus actos.
–Gonzalo tiene que volver al rancho para dar de comer a los animales.
Pedro  la miró con una ceja arqueada.
–Y yo tengo un rancho lleno de trabajadores hambrientos y a un cocinero que estará una semana recuperándose.
–Con lo que yo te pague ganarás más dinero.
–Has estado fuera mucho tiempo. Supongo que habrás olvidado cómo funcionan las cosas aquí.
–Estoy intentando solucionar esto –dijo ella, dolida por sus palabras.
–Esto lo ha provocado tu hermano, no tú. Gonzalo hirió a mi cocinero, así que tendrá que ser él quien cocine para mis hombres.
Gonzalo  se aferró a los barrotes. El miedo se reflejaba en sus ojos verdes.
–¡No voy a trabajar en su rancho! Pedro Alfonso es una escoria, como decían papá y mamá.
Pedro apretó la mandíbula. Cuando finalmente habló, lo hizo en voz baja y amenazadora.
–Trabajarás para mí si no quieres que te denuncie. En este estado se cuelga a los ladrones de caballos.
Gonzalo estuvo a punto de desplomarse.
–Yo no robé la yegua. Sólo me estaba divirtiendo un poco.
–Te llevaste mi yegua sin mi permiso –le espetó Pedro–. Y gracias a tí ahora tiene una pata torcida que tardará semanas en sanar. Nada más que por eso mereces cumplir una condena.
Gonzalo  miró a Paula.
–Dile que no estaba robando. No quería hacer daño a nadie. ¡Está tan loco que quiere verme colgado!
Paula recurrió a las lecciones de diplomacia que había aprendido en la escuela.
–Pedro, sabes que mi hermano no sabe cocinar y que tiene que trabajar en el Double H. ¿No podríamos llegar a algún acuerdo?

Un Viejo Amor: Capítulo 1

Ver a su hermano en la cárcel no era el regreso a casa que Paula Chaves había imaginado.
Durante los últimos cuatro años había estado viviendo con su abuela en Virginia. Aquel viaje de tres semanas era su primera y seguramente última visita a Texas.
Había temido volver y enfrentarse a los dolorosos recuerdos del pasado, pero había vuelto porque presentía que Gonzalo estaba en problemas. Y parecía que había llegado justo a tiempo.
Paula  contempló la pancarta rasgada de bienvenida y la mesa destrozada del bufé. Sólo habían pasado diez minutos desde que su hermano Gonzalo provocó aquel estropicio.
Ignorando el calambre del pie que le provocaban unos zapatos diseñados para ir a la moda, pero no precisamente cómodos, se dio la vuelta y entró en la lúgubre prisión.
Le costó unos segundos acostumbrarse a la penumbra y distinguir a su hermano. Estaba sentado en el sucio catre de la celda, con la cabeza entre las manos.
–Gonzalo–lo llamó, aproximándose.
Al oír su voz, Gonzalo levantó la cabeza. La miró por un momento antes de sonreír.
–Paula… cómo has cambiado. Pareces una dama de verdad, como quería mamá.
Paula se quitó los guantes de encaje, inexplicablemente irritada por el cumplido.
–Tú no has cambiado nada.
La sonrisa de Gonzalo se desvaneció.
–Esta vez la he fastidiado de verdad –dijo, acercándose a los barrotes.
Un fuerte hedor a whisky y a orina salía de la celda.
–Ya lo veo. He oído que te emborrachaste, que robaste un caballo y te pusiste a galopar por el pueblo, que arrollaste a un hombre y que dañaste a la yegua robada.
Gonzalo  cerró los ojos.
–Yo no la robé. La tomé prestada. Sólo quería salir a darte la bienvenida. Pero me resultó imposible domar a la yegua.
–¿Por qué intentaste saltar sobre la mesa del bufé?
–Eso fue idea de la yegua, no mía –dijo él apoyando la frente contra los barrotes.
Una parte de Paula se angustiaba por el escándalo. Pero otra, la parte salvaje y texana que la había dominado hasta que se marchó de Upton, sólo quería solucionarlo todo.
–¿Cuándo vas a crecer, Gonzalo?
La expresión de su hermano se tornó rebelde, como si fuera un crío en vez de un hombre tres años mayor que ella.
–Sabes que odio este pueblo, Paula. No pertenezco a este lugar.
–Ésa no es excusa.
–No sé por qué te preocupas tanto –dijo él con una débil sonrisa–. Todo quedará arreglado en cuanto indemnices al viejo.
–No estoy hecha de oro, Gonzalo–replicó ella severamente–. Y tienes suerte de que ese hombre no esté gravemente herido.
–¿Puedes solucionarlo todo? Por favor… No sé cómo salir de ésta.
–¿Qué pasa con el dueño del caballo?
Gonzalo se encogió visiblemente.
–¿De quién es la yegua, Gonzalo?
–De Pedro Alfonso–respondió él agachando la mirada.

Un Viejo Amor: Sinopsis

Paula  había vuelto a Texas para ayudar a su hermano Gonzalo a salvar el rancho de su familia, pero no contaba con que tendría que saldar las deudas de Gonzalo con Pedro Alfonso, el hombre al que ella había abandonado cuatro años antes.

martes, 15 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 37

Alargó la mano con la correa. Paula avanzó un poco, pero se paró y se retorció las manos a la altura de la cintura. Él captó la batalla que estaba librando por dentro y rezó para que diera ese primer paso.
Como no lo hizo, él se acercó más y se detuvo tímidamente al pie de los escalones.
—Es buena, aunque hace tiempo que no la montan. Es posible que le cueste un poco aceptar otra vez el bocado, como a mí.
—¿Por qué, Pedro? —la pregunta sonó brusca—. ¿Por qué lo haces?
Él se balanceó de un pie a otro y volvió a mirar al suelo.
—Porque te quiero, Paula.
Al oír el resoplido, Pedro levantó la mirada y clavó los ojos en los de ella. La conmoción y el dolor que vio le rompieron el corazón.
—Me imagino que será una sorpresa para ti después de todo lo que te he hecho, pero es verdad. Te lo juro.
Hizo acopio del poco valor que le quedaba y alargó la otra mano. Vió que ella vacilaba, que todavía no había terminado la batalla dentro de ella, pero mantuvo la mano alargada y le ofreció con la mirada algo más que una ayuda para bajar los escalones. Ante las dudas de ella, supo que tenía que jugárselo todo a una carta.
—Me gustaría que te casaras conmigo, Paula—dijo él con una voz ronca por la emoción—. Si aceptas, te prometo que te querré siempre, a ti y a tus hijos, y que os protegeré de cualquier peligro.
Lentamente, Paula fue soltándose las manos. Más despacio todavía agarró su mano con una mano temblorosa. Él suspiró con alivio y la apretó con fuerza.
—Paula… Estaba aterrado de pensar que ya era demasiado tarde.
Ella bajó corriendo los escalones que los separaban, y él soltó la correa para recibirla entre los brazos.
La abrazó y la besó por toda la cara para secarle las lágrimas.
—Lo siento, cariño, siento haber sido un cobarde.
Ella le acarició las mejillas y levantó la cara para mirarlo. La sonrisa vacilante a la luz de la luna, derritió el corazón de Pedro.
—No lo sientas —susurró ella, mirándolo a los ojos—. Estás aquí, y eso es lo que importa.
La agarró de las manos y besó una palma detras de la otra. Notó un empujoncito en la espalda. Se rió, se apartó un poco y la yegua se acercó para que Paula le acariciara el hocico.
Paula sonrió de felicidad y acaricié la mancha blanca de la yegua.
—No hacía falta que me compraras un caballo para convencerme de que me casara contigo. Lo sabes, ¿verdad?
Pedro se rió.
—Pensé que tampoco vendría mal…
Paula lo agarró del brazo entre risas y se volvió para mirar a la yegua.
—¿Cómo se llama?
Pedro lo meditó un momento y pensé en el servicio que le había prestado esa noche.
—Cupido. Se llama Cupido.



FIN

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 36

Esa noche, Pedro se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza y los ojos clavados en el techo. La otra almohada, que solía servirle de consuelo, estaba en un rincón, donde él la había tirado.
«Nunca quise enamorarme de tí, Pedro. A mí también me aterraba volver a abrir mi corazón. Pero ¿sabes una cosa? Estaba dispuesta a intentarlo contigo».
Pedro se sentó y cerró los ojos con todas sus fuerzas, como si así pudiera borrar de la cabeza las palabras de Paula. Sin embargo, seguían clavadas en su conciencia y en su corazón.
«Eres un cobarde».
Se puso en tensión al acordarse de esa acusación. Le habían llamado muchas cosas, pero nunca cobarde. Al contrario, casi todo el mundo en Temptation lo consideraba muy valiente. A los diecisiete años, cuando su padre murió, se hizo cargo del rancho e hizo que prosperara como su padre no había siquiera soñado. Además del rancho, aceptó la custodia de su hermanastra y, aunque ella acabó marchándose, nadie culpó a Pedro de que lo hiciera. Todo el mundo culpó a su ex mujer, a quien nunca le cayó bien la hermanastra de Pedro y que no soportaba verla en la casa. Solo le faltó ponerla de patitas en la calle.
Además, luego perdió a su familia. Más de uno estuvo convencido de que Pedro acabaría rindiéndose y escondiéndose en algún agujero. No lo hizo. Se metió más de lleno en el trabajo del rancho, aprovechó cualquier momento que le concedieron sus hijos y poco a poco, fue cerrando las heridas de su corazón y blindándolo contra más sufrimientos.
Cuando creía que tenía todo dominado, apareció Paula con sus hijos, y les abrió el corazón, pero salió corriendo como un conejo asustado al creer que iba a perderlos.
Ella tenía razón era un cobarde. Paula, en cambio, era la mujer más valiente que había conocido. Ninguna mujer se llevaría a sus hijos a vivir a un pueblo donde no conocía a nadie, ni se metería en una casa destartalada y la convertiría en un hogar sólo para que sus hijos estuvieran seguros.
Si ella estaba dispuesta a intentarlo, ¿no podía hacer él lo mismo? La pregunta se le ocurrió de repente y lo encontró con la guardia baja. ¿Podía arriesgar otra vez su corazón? Puso los ojos en blanco y maldijo su estupidez. Ya había perdido el corazón. ¿Qué más podía perder? Se levantó de la cama y fue al cuarto de la lavadora como Dios lo trajo al mundo. Sacó los vaqueros de la secadora y se los puso.
Paula no era la única que estaba dispuesta a intentarlo.
 
Con el alazán ensillado y esperándolo, Pedro entró al establo de la yegua. Ella sacudió la cabeza y se alejó de él.
—Soooo…
Pedro  alargó la mano para que la oliera. Ella lo miró de soslayo y, cuando decidió que no era una amenaza, se acercó lentamente y le rozó la mano con el hocico.
—Tenemos que convencer a alguien. ¿Crees que podrás ayudarme?
La yegua volvió a sacudir la cabeza y relinchó suavemente. Pedro se rió y la sacó del establo. Sabía que los dos tenían el talento necesario para esa tarea.
 
 
La noche olía a verano cuando Pedro, montado en su alazán y seguido por la yegua, entró en el camino que llevaba a la casa de Paula. Sólo se oía el choque de los cascos contra las piedras del suelo. La brisa le llevaba el aroma de la madreselva que crecía alrededor de la valla de madera que rodeaba la casa. Se paró para olerla mejor y pensó en la mujer que la había plantado y en el valor y la decisión que había tenido para levantar un hogar en un pueblo insignificante como Temptation. También pensó en su cobardía. Suspiró y se puso en marcha otra vez.
Se paró al llegar a la valla, desmontó, ató su caballo y cruzó la puerta con la yegua. Volvió a pararse debajo de la ventana de Paula y la miró con el corazón desbocado. Los visillos se movían con la brisa. ¿Habría llegado demasiado tarde? ¿Seguiría dispuesta a intentarlo?
Se agachó, agarró unas piedrecitas y las tiró contra la ventana. Contuvo el aliento y esperó. Después de lo y que le pareció una eternidad, vio una sombra detrás de los visillos.
—Paula…
La sombra se acercó más a la ventana.
—Pedro, ¿eres tú?
—Sí. ¿Puedes bajar un minuto?
Ella lo pensó tanto, que Pedro estuvo convencido de que se negaría.
—Sí, espera.
La voz le llegó suavemente, como había hecho muchas veces en el pasado, como una caricia de terciopelo. Pedro, con el corazón en un puño, llevó a la yegua hasta los escalones del porche. Paula salió y cerró la puerta con mucho cuidado. Salió al resplandor de la luna con el borde del camisón arremolinado entre los pies descalzos. Cuando llegó al borde del porche, se cruzó los brazos protectoramente debajo de los pechos. Miró con recelo a la yegua y luego a Pedro.
—¿Qué quieres?
Pedro no hizo case de la frialdad del tono.
—Bueno… Ya sé que no es Navidad, pero cuando fui a San Antonio hace un par de semanas, vi esta yegua —acarició la mancha blanca que tenía en la cabeza—. Tiene casi el mismo color de pelo que tú, y cuando la vi, me acordé de ti. Estaba en la pista con tanto orgullo y tan sola a la vez… —Pedro sacudió la cabeza y se miró la punta de las botas—. No fui a la subasta con la intención de comprar algo, pero cuando la vi, me acordé de que me habías contado que siempre le pedías un caballo a Santa Claus, y que te llevabas una desilusión enorme cuando no lo encontrabas en el patio —reunió valor para mirar otra vez a Paula y le pareció ver el brillo de unas lágrimas en sus ojos—. Ya no eres una niña, y seguramente  hace años que dejaste de esperar que Santa Claus te trajera un caballo, pero me gustaría que te lo quedaras.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 35

Ella se tragó el nudo de lágrimas que se le formó en la garganta al verlo.
—No, está bien —consiguió contestar.
Se dio cuenta de lo mucho que él se preocupaba por su hija, y eso hizo que se sintiera peor por todo lo que le había dicho.
—He venido a disculparme por lo que te dije esta tarde y a darte las gracias por salvarle la vida.
Pedro se sonrojó y bajó la cabeza.
—Ni tienes que disculparte. Tenías razón. Se fue por mi culpa.
Paula alargó una mano para tranquilizarlo, pero él no se movió, se quedó fuera de su alcance, y ella bajó la mano lentamente.
—No —replicó ella con desolación—. Fue una crueldad por mi parte reprochártelo.
Pedro pegó una patada a la paja, y el ternero salió corriendo hasta el rincón más apartado del establo.
—Sí fue por mi culpa —insistió él, que la miró a los ojos. Paula percibió un remordimiento que estuvo a punto de destrozarle el corazón—. Desperté una falsa esperanza en ella, en todos vosotros, y lo lamento muchísimo.
Lo que no había conseguido su mirada, estuvieron a punto de conseguirlo sus palabras.
—¿Falsa esperanza? —repitió ella mientras se agarraba a los tablones para no caerse—. ¿Así llamas a lo que hemos vivido?
Pedro se quitó el sombrero y se pasó los dedos entre el pelo con un gesto de desesperación.
—Sí.
Paula supo que estaba mintiendo. Lo que habían vivido juntos no tenía nada del falso. Un hombre tan honrado y recto como Pedro no podría fingir los sentimientos que había demostrado a todos sólo para acostarse con ella. Le dio mucha rabia que dijera algo así.
—Eres un cobarde.
Pedro la miró otra vez con los ojos amenazadoramente entrecerrados, pero la ira se le disipó.
—Efectivamente, lo soy, pero no quería hacerte daño, ni a ti ni a tus hijos.
Ella no sabía que las palabras pudieran clavarse tan profundamente.
—Creo, más bien, que no quieres que vuelvan a hacerte daño. ¿No crees que eso se aproxima más a la verdad?
Esas palabras impactaron muy cerca de la diana, y Pedro apretó los labios.
—Ya perdí una familia una vez —Pedro levantó el cubo—. No creo que pudiera sobrevivir si perdiera otra.
—¿Perdernos? —preguntó ella con desaliento—. ¿Por qué ibas a perdernos?
Pedro colgó el cubo de un gancho que había en un poste y se volvió hacia ella.
—Te oí hablar por teléfono con alguien de Houston —Paula comprendió, por el tono, que creía que había hablado con un hombre—. Te oí decir que te pensarías la idea de volver a Houston y que le decías «Te quiero». Paula se echó a temblar por la injusticia de todo aquello. Le sacaba de quicio que él tirara todo por tierra por una conversación que había oído a medias y sin pedirle ninguna explicación.
—Ese alguien de quien hablas es Florencia Farrow, y ella está en mi casa ahora mismo ocupándose de mis hijos. En cuanto que le dijera que me pensaría lo de volver a Houston, solo fue una forma de hablar. No tengo la más mínima intención de irme a Houston ni a ningún otro sitio. Temptation es nuestro hogar.
La explicación sorprendió a Pedro, y le avergonzó un poco, pero su decisión se mantuvo inalterable.
No podía soportar la imagen de Valentina agarrada a la rama de un árbol entre las aguas tumultuosas por su culpa. No podía permitir que el corazón lo arrastrara otra vez. El amor dolía demasiado.
—Da igual, Paula —Pedro sacudió la cabeza—. Lo mejor sería que dejáramos las cosas como están. No puedo meterme en vuestra vida otra vez.
—¿No puedes o no quieres?
—¡Paula! —exclamó él—. ¿No puedes darte cuenta de todo lo que he perdido? ¿Sabes cuánto me dolió perder a mi mujer y a mis hijos? No tienes ni idea.
Paula retrocedió un paso como si le hubiera dado una bofetada.
—¿No? —replicó ella con ojos desafiantes—. ¿Crees que eres el único que ha sufrido? Te olvidas de que yo también he pasado por un divorcio. Que yo lo solicitara no quiere decir que no me doliera —cerró los puños—. Amaba a Martín. Amaba a mis hijos y la vida que habíamos levantado juntos. Pero Pete no podía contentarse con una mujer. Tenía que tenerlas todas. ¿Sabes cuánto duele eso? ¿Sabes cuánto duele saber que tu marido está con otra mujer y que no puedes hacer nada? Nunca quise enamorarme de tí, Pedro. A mí también me aterraba volver a abrir mi corazón —se puso muy recta sin dejar de mirarlo a los ojos—. Pero ¿sabes una cosa? Estaba dispuesta a intentarlo contigo.
Antes de que él pudiera decir algo, se dio media vuelta y salió corriendo de las cuadras para montarse en la furgoneta.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 34

Se abrió paso entre los arbustos, saltó al suelo y agarró la cuerda que siempre llevaba junto a la silla de montar. Se ató un extremo a la cintura y ató el otro extremo a la silla. Ordenó al caballo que avanzara hasta que la cuerda se tensó. Luego, se quitó las botas y se metió en el riachuelo, que como se había temido, era bastante profundo. Nadó con una mano para, con la otra, mantener la cuerda fuera del agua. Nadó hasta que el brazo le dolió de cansancio. Cuando estuvo cerca, intentó agarrarse al árbol donde estaba Valentina, pero no lo consiguió. Volvió a intentarlo y se agarró a un montón de ramitas. Apretó los dientes y tiró con todas sus fuerzas. Poco a poco, centímetro a centímetro, se abrió paso entre la espesura de ramas hasta que llegó a un par de metros de Valentina y se dio cuenta de que la cuerda era demasiado corta.
—Valentina, ¿estás bien? —le preguntó casi sin aliento.
—Sí —contestó ella con tono angustiado—, pero me duele el brazo. No puedo aguantar…
—Sí puedes. Quiero que intentes alargar una mano hacia mí.
—¡No! —gritó ella—. ¡No puedo!
Pedro vio el terror en sus ojos e intentó calmarla.
—Sí puedes. Sujétate bien con una mano. Estoy aquí y te agarraré.
Ella midió la distancia con expresión de espanto.
Era muy corta, pero a ella le parecía un kilómetro.
—Puedes hacerlo, cariño —insistió él—. Sé que puedes.
Ella tragó saliva y soltó una mano mientras con la otra se aferraba a la rama. Se volvió hacia él vacilantemente y alargó la mano mientras agitaba los pies con todas sus ganas. Pedro se estiró todo lo que pudo, pero no alcanzó la manita. Desesperado, contuvo una maldición.
—Sabes nadar, ¿verdad? —le preguntó con un tono sereno.
—Un poco —contestó ella.
—Perfecto. Quiero que te sueltes del árbol y nades hacia mí. Yo te agarraré. ¿De acuerdo? A la de tres. ¿Preparada?
Ella sollozó, pero asintió valientemente con la cabeza.
—Una… dos… y tres…
Soltó uno a uno los deditos y empezó a chapotear frenéticamente. Sin embargo, no podía competir con la corriente que empezó a alejarla de él.  Pedro se estiró hasta que la cuerda se le clavó en la cintura y consiguió agarrarla de una mano. Contra la corriente, la acercó hasta que pudo sujetarla de la cintura.
Con el corazón en la boca, la estrechó contra el pecho. Ella se aferró a su cuello entre unos sollozos convulsivos.
—Ya… ya… Ya estás a salvo.
Ella apoyó la cabeza en su cuello. Pedro agarró la cuerda y dio un tirón.
—Atrás —le gritó al caballo—. Atrás.
El caballo retrocedió y los arrastró hasta la orilla.
Acompañado por Agustín y los otros hombres, Pedro cruzó la valla con Valentina envuelta en una manta y sentada en la silla de montar delante de él. Oyó el golpe de la puerta de la cocina contra la pared y vio, a pesar de la penumbra, a Paula que corría hacia ellos con los brazos extendidos.
—¡Valentina…! —exclamó cuando llegó, y la arrebató de los brazos de Pedro—. ¿Estás bien?
Valentina, al ver a su madre se echó a llorar.
—Sólo quería ver a Pedro, mamá, pero me caí en el riachuelo. Tengo frío…
Paula la abrazó y también se echó a llorar.
—Ya está, cariño. Ya estás a salvo. Te sentirás mejor en cuanto te des un baño caliente.
Se dio la vuelta y salió hacia la casa sin dar las gracias; dejó a Pedro y a los otros hombres montados en los caballos y mirándola.
Agustín pudo ver la preocupación en los ojos de Pedro y el peso del remordimiento en sus hombros. Se inclinó y le dio una palmada en la espalda.
—No le pasará nada —intentó consolarlo—. Con un buen baño caliente y una dosis abundante de mimos, mañana estará como una rosa.
Pedro no apartó la mirada de las figuras que se alejaban en la oscuridad.
—Es culpa mía —murmuró—. Todo es culpa mía.
 
 
Paula la tapó hasta la barbilla, se apartó un poco y se pasó el dorso de la mano por un ojo para secarse una última lágrima.
—Está bien —susurró Florencia mientras pasaba un brazo por los hombros de Paula.
—Lo sé —susurró ella—, pero nunca en mi vida había estado tan asustada.
Florencia tomó aliento y miró a Valentina, que dormía apaciblemente.
—Yo tampoco —dijo con un suspiro.
—¡Pensar en lo que podría haber pasado! Si no hubiera sido por Pedro… —Paula se volvió hacia su amiga con los ojos muy abiertos—. Ni siquiera le he dado las gracias. Agarré a Valentina y salí corriendo.
—Estoy segura de que lo entenderá —le tranquilizó Florencia.
—No —Paula sacudió la cabeza—. Esta tarde le dije unas cosas espantosas. Le dije que tenía la culpa de todo —agarró las manos de su amiga y las apretó con fuerza—. Tengo que disculparme. ¿Te importa ocuparte un rato de los niños?
—Claro que no.
 
Lo encontró en las cuadras. Estaba agachado en el establo con el ternero que mamaba del cubo. Se acordó de que allí había empezado todo, allí fue donde ella se enamoró de Pedro un día que le parecía que estaba a años luz. Los ojos se le empañaron de lágrimas. Lo echaba de menos muchísimo.
—Pedro… —le llamó en voz baja desde la entrada del establo.
Él se levantó de un salto al oír su nombre y arrancó la tetilla de la boca del ternero.
—¿Qué pasa? —le preguntó, muy asustado—. ¿Le ha pasado algo a Valentina?.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 33

Pedro colocó el tractor y empujó la palanca que bajaba la bala de paja. Las vacas rodearon la bala con mugidos. La lluvia había convertido el pasto en un barrizal. Frunció el ceño al ver los surcos que había hecho el tractor. Tendrían que pasar algunos días antes de que el suelo se secara y pudiera alisarlo otra vez. Le pareció oír un bocinazo. Levantó la cabeza para mirar por el parabrisas y vió la furgoneta de Paula, que se acercaba a toda velocidad.
—¿Qué le pasa? —se dijo en voz baja.
Ella se paró junto a la cerca y se bajó de la furgoneta, agitando los brazos por encima de la cabeza. Pedro comprendió que estaba pasando algo y puso el tractor en marcha para dirigirse hacia ella a través del barro. Cuando estuvo cerca, vió lágrimas en los ojos de Paula y que se retorcía las manos nerviosamente. Frenó y saltó del tractor.
—¿Qué pasa? —le preguntó antes de saltar la cerca.
—Valentina… —Paula sollozó—. Se ha ido.
—¿Se ha ido? —Pedro la agarró de los hombros—. ¿Adónde? ¿Adónde se ha ido?
Paula se zafó de él con rabia.
—¡No lo sé! Creía que estaba contigo.
Pedro puso un gesto de perplejidad.
—¿Conmigo? No la he visto.
Paula se puso en jarras con los ojos como ascuas.
—¡Tú tienes la culpa! —exclamó mientras le daba un puñetazo en el pecho.
Pedro retrocedió un paso.
—¿Mi culpa? —preguntó sin entender nada.
—¡Sí! ¡Tu culpa! Ha pasado toda la semana tristísima porque no has pasado a verla —lo miró con furia—. Hiciste que te quisiéramos y, cuando conseguiste lo que querías de mí, nos dejaste de lado —le golpeó el pecho con los puños—. ¡Es por tu culpa! ¡Tú tienes la culpa de que se haya ido!
Pedro le agarró los puños.
—Paula, basta —le ordenó con calma—. Así no vamos a encontrar a Valentina.
Ella se echó a llorar. Se soltó de Pedro y se tapó la cara con las manos. Él se contuvo las ganas de abrazarla.
—¿Has llamado a Agustín?
Ella negó con la cabeza y se quitó las manos de la cara.
—Estaba segura de que estaría contigo.
Pedro pensó en la distancia tan grande que había entre las dos casa y en todos los peligros que se habría podido encontrar. Había pozos abandonados, serpientes de cascabel, un riachuelo que estaba muy crecido… Se le hizo un nudo en el estómago.
Agarró a Paula del codo y la llevó a la furgoneta.
—Vuelve a casa y llama a Agustín. Dile que reúna una patrulla para buscarla. Sólo nos quedan un par de horas de luz —la miró con les labios muy apretados—. Ensillaré mi caballo y empezaré a buscarla por esta zona. Dile a Agustín que se encuentre conmigo en la cerca donde se juntan nuestras dos fincas.
 
Pedro cabalgó escudriñando el suelo. De vez en cuando hacia una bocina con las manos para llamarla. Rezaba para oír su voz y encontrarla sana y salva. Recorrió todas sus tierras de un lado al otro. Cabalgó más de una hora antes de llegar a la cerca donde lo esperaban Agustín y otros hombres. Estaban preparados. Los caballos ensillados y con rifles, linternas y mantas.
—He recorrido la zona central de los pastos, la que va hasta mi casa —comentó a Agustín—. Tendremos que dividirnos en dos grupos para recorrer el resto. Jorge, Carlos y tú vayan a los pastos del norte. Agustín, Marcelo y tú vayan al sur, hasta el linde con la finca de Juan Barlow. Yo seguiré el riachuelo que va hasta las tierras de Paula. Si alguno encuentra a Valentina, que haga un disparo al aire.
Sin esperar la confirmación de nadie, dio la vuelta al caballo y se lanzó a galope hacia los arboles que crecían en la orillas del riachuelo. Antes de verlo, pudo oír el rugido de la corriente. Bajaba muy crecido por las lluvias de la semana anterior. Se le habían ahogado ya tres vacas por intentar vadearlo. Sintió pánico al pensar que Valentina hubiera podido caerse dentro.
—¡Valentina! —gritó con todas sus fuerzas.
Contuvo la respiración y se quedó escuchando y rezando en silencio para que ella contestara, pero sólo oyó el fragor del agua. Llegó a la orilla y puso dirección hacia la casa de Paula.
Cabalgó durante una hora que a él le pareció infinita. La llamó con la voz cada vez mas ronca. Azuzó al caballo porque sabía que una vez que se pusiera el sol, las posibilidades de encontrarla viva eran cada vez menos.
Un destello azul en la orilla de enfrente le llamó la atención. Paró el caballo y desmontó. Se metió en el riachuelo con el agua hasta la cintura. Estuvo a punto de caerse dos veces antes de alcanzar la rama que entraba en el agua y el trozo de tela que tenía enganchada. Arranco la tela y enseguida reconoció un trozo de la camiseta favorita de Valentina. Volvió al caballo, se montó, lo espoleó y gritó el nombre de Valentina hasta quedarse casi sin voz.
—¡Pedro!;Ayúdame! ¡Estoy aquí!
Oyó la vocecita. Recorrió el riachuelo con la mirada y la vio como a unos veinte metros agarrada a un árbol.
—¡Ya voy, Valentina! ¡Aguanta!

sábado, 12 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 32

Agustín le puso una mano en el hombro.
—Yo no me preocuparía. Pedro es un hombre que se guarda mucho las cosas. Es posible que estuviera así porque echaba de memos a los niños.
—Seguramente tengas razón —Paula asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa forzada—. Gracias, Agustín.
—De nada —le dio la vuelta y un empujoncito—. Vete a casa antes de que te ahogues.
Paula se volvió corriendo a su casa. Sin embargo, no se deshizo de las preocupaciones. La abrumaron mucho tiempo después de que los niños se hubieran acostado. Se sentó delante de la ventana para ver llover mientras esperaba a Pedro. Estaba segura de que aparecería, como otras veces, al amparo de la oscuridad. Cuando el reloj dio las dos, se apartó cansinamente de la ventana y se arrastró hasta la cama.
No apareció ni esa noche ni la noche siguiente. Algo le decía que no volvería a aparecer.
Paula intentó convencer a los niños de que Pedro no se dejaba ver porque estaría muy ocupado. Que como había estado fuera todo el fin de semana, se le habría acumulado el trabajo. Sin embargo, cuando tampoco apareció el fin de semana siguiente, se dio cuenta de que los niños ya no se creían la historia.
Felipe dejó de preguntar, pero notó que la miraba con lástima. Valentina, en cambio, le pidió que llamara a Pedro, incluso lloró cuando se negó. Vagaba por la casa con expresión de desolación, ella misma estuvo a punto de llorar.
Lloró, pero en la soledad de su cuarto. Tumbada en la cama, con las rodillas contra el pecho, mojó la almohada con lágrimas por el hombre al que había entregado totalmente su corazón, porque no sabía qué había pasado.
 
Paula oyó el petardeo de un coche viejo por el camino. Dejó el paño y salió corriendo. Sonrió de oreja a oreja al ver el destartalado Chevrolet de Florencia. Bajó los escalones con los brazos abiertos.
—¡Lo has conseguido! —exclamó mientras abrazaba a su amiga—. Tenía mis dudas de que esta tartana pudiera hacer un viaje tan largo.
—Yo también —se apartó el pelo empapado de la cara—. El aire acondicionado se ha estropeado a mitad de camino.
Paula sacudió la cabeza con lástima.
—Pobre. Seguro que estás muerta de sed —agarró a Florencia del brazo y la llevó hacia la casa—. Acabo de hacer una jarra de té helado.
—Mmm… ¡qué delicia!
Felipe estaba en la cocina.
—¡Hola, Florencia!
Ella fue a abrazarlo, pero él se escabulló. Florencia le revolvió el pelo.
—Enseguida estarás suspirando por el abrazo de una mujer.
—Ya… —Felipe puso los ojos en blanco.
Paula se rió y le dio un azote cariñoso en el trasero.
—Ve a decirle a Valentina que Florencia ya ha llegado—.Paula y su amiga se sentaron a la mesa—. ¿Azúcar o limón?
—Las dos cosas. Necesito toda la energía que pueda conseguir.
Paula volvió a reírse y metió una rodaja de limón en el vaso. Dejó el té y una cuchara delante de su amiga y le pasó el azucarero.
—Bueno… ¿dónde está?
Paula se le paró un instante el corazón al comprender de quién estaba hablando.
—Se ha ido —contestó indecisamente—. Bueno, no se ha ido realmente aclaró ante la mirada perpleja de Florencia—. Pero ya no viene por aquí.
Florencia dejó la cuchara.
—Yo creía que…
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.
—Yo también.
—Mamá.
Se enjugó las lágrimas y se volvió hacia Felipe, que estaba en la puerta.
—¿Qué pasa, hijo?
—No encuentro a Valentina.
—¿La has buscado en su cuarto?
—Sí, y fuera. No está en ningún sitio.
Paula se levantó de un salto y con el corazón en un puño.
—¡Tiene que estar en algún sitio!
Felipe levantó las manos en un gesto de impotencia.
—La he buscado por todas partes.
Paula  intentó pensar adónde habría podido ir.
—Pedro…
—¿Cómo dices?
Paula miró a su amiga.
—Pedro. Nuestro vecino. Ella estaba muy triste porque no había aparecido. Seguro que ha ido a su casa a verlo —agarró las llaves de la encimera—. ¿Te quedarías con Felipe? Volveré lo antes posible.
—Claro. Asegúrate de que Valentina está bien.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 31

—Papá, ojalá me hubieras avisado de que ibas a venir.
A Pedro, que estaba en la habitación de un hotel de San Antonio, se le cayó el alma a los pies.
—Lo sé, Micaela, pero la decisión de venir ha sido muy repentina.
—Lucas se fue esta mañana para pasar el fin de semana con unos amigos de la universidad, y yo me voy dentro de unos minutos a ver un partido de los Spurs. Luego pasaremos la noche en casa de Raquel.
Pedro se pasó la mano por la cara.
—No pasa nada, cariño —intentó que no se le notara la decepción—. Lo entiendo —miró al techo y contuvo unas lágrimas—. ¿Qué tal mañana? ¿Tienes algún momento libre?
—Bueno… —contestó Micaela  con indecisión—. Nos acostaremos tarde. Ya sabes cómo son esas reuniones de chicas…
Pedro no lo sabía, lo que le entristeció más todavía.
—Además —ella suspiró—, mañana por la tarde habíamos pensado ir de compras al centro comercial. Podríamos cenar juntos si quieres esperar tanto tiempo.
La idea de pasarse el día en la habitación de un hotel no era muy apetecible, pero la alternativa era volverse a su casa, y no quería. El dolor que le esperaba allí era mayor que la desilusión que estaba sintiendo en ese momento.
—Muy bien, iremos a cenar.
 
La voz del subastador se oyó por encima del bullicio de la multitud. Los caballos, desde el pura sangre hasta la mula, pateaban y levantaban una nube de polvo en la cavernosa cuadra. Pedro encontré un sitio y se sentó. El subastador estaba en una plataforma en el centro de la pista. No había ido a comprar, pero se pasó más de una hora atendiendo a las subastas y observando las distintas razas de caballos que pasaban por la pista. Sin embargo, su cabeza estaba a varios cientos de kilómetros de allí, en Temptation. Más concretamente, en Paula.Le daba vueltas una y otra vez a la conversación telefónica que oyó el viernes por la mañana. Podía prever que volvería a pasar, que volvería a perder a la persona amada por el atractivo de la gran ciudad.
Suspiró e, inconscientemente, se llevó la mano al corazón. Las imágenes se le arremolinaban en la cabeza. Paula, Felipe, la preciosa Valentina…
Sacudió la cabeza como si quisiera expulsar esas imágenes. No podía volver a pasar por lo mismo. Cuando Dolores se marchó, creyó que iba a volverse loco. Para sobrevivir, se blindó contra el amor, pero Paula y sus hijos habían sorteado esas defensas y se habían instalado en su corazón y en su vida.
Sin embargo, todavía no era demasiado tarde. Podía cortar y sobrevivir como había hecho antes. La alternativa era demasiado desoladora como para tenerla en cuenta.
—Observen esta preciosa yegua —pidió el subastador.
Pedro hizo un esfuerzo para concentrarse en la yegua que salía a la pista. El animal, con ojos de miedo y la melena y la cola agitados por el trote, parecía resistirse a la correa que tiraba de él. Pedro recordó haber visto unos ojos parecidos la primera vez que se encontró con Paula, cuando se abalanzó sobre él al creer que quería hacerles algo a sus hijos. Volvió a concentrarse en la yegua para borrar de su cabeza esos recuerdos. Era un animal precioso; proporcionado y lleno de vida. Tenía un pelo suave y brillante y de un color tan parecido al pelo de Dulce, que cerró los puños sobre los muslos.
«Me acuerdo de cuando era una niña y soñaba con tener un caballo. Pedía uno todas las Navidades a Santa Claus y, cuando por la mañana saltaba de la cama para asomarme a la ventana, siempre lloraba al ver el patio vacío.»
La voz de Paula, melancólica por el sueño incumplido de su niñez, se presentó en la cabeza de Pedro.
—¿Cuánto ofrecen? —exclamó el subastador.
La yegua se dio la vuelta y miró directamente a Pedro. Sin pensárselo dos veces, Pedro levantó la tarjeta numerada.
—Me ofrecen mil, ¿quién me da dos mil? Dos mil…
La puja siguió hasta que sólo quedaron Pedro y otro hombre que estaba sentado en las filas delanteras.
Cada vez que el hombre levantaba la tarjeta, Pedro hacia exactamente lo mismo. El hombre se dio la vuelta para mirarlo, y Pedro le aguantó la mirada sin parpadear. El hombre sacudió la cabeza con desesperación, volvió a mirar hacia delante y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
Pedro se había comprado una yegua.
 
 
Siguió lloviendo durante todo el fin de semana, y Paula y los niños tuvieron que quedarse en casa. Estaba segura de que Pedro la llamaría, de que había interpretado mal su enfado, pero el teléfono no sonó ni una vez. Los niños lo echaron de menos y preguntaron dónde estaba. Ella se limitó a decirles que había ido a ver a sus hijos, y se guardó los temores para sí misma.
Agustín pasó a echar una ojeada a las vacas el sábado y el domingo. El domingo por la mañana lo vio moverse trabajosamente entre el barro desde la ventana de la cocina. Estaba tan nerviosa y preocupada por el extraño comportamiento de Pedro, que decidió hablar con él para ver si Pedro  le había dicho algo antes de marcharse. Se puso una gabardina y esperó en el porche a que él volviera.
Cuando lo vio cerrar la cerca y volver hacia su camioneta, Paula cruzó el patio, agitando una mano.
—¡Agustín! ¡Espera!
Él se paró y la miró en medio de la lluvia.
—Paula, ¿qué haces aquí fuera con este tiempo?
Ella se quedó a un metro, hecha un manojo de nervios y con un montón de preguntas que hacerle. ¿Cómo podía preguntarle, cuando casi no lo conocía, si Pedro le había dicho algo que pudiera interesarle?
Lo miró fijamente y, al captar la bondad en sus ojos, el miedo se le disipó.
—Cuando Pedro se marchó, parecía enfadado por algo. Me preguntaba si te habría dicho algo sobre…bueno, sobre mí o por qué estaba enfadado.
—No —Agustín frunció el ceño—. No dijo gran cosa sobre nada. Me pidió que le echara una ojeada al ganado. Dijo que iba a ver a sus hijos en San Antonio.
—Ya, eso también me lo dijo a mí. Pero parecía muy…distante cuando se fue. Estoy preocupada.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 30

—Cuando quieran.
—Había pensado en ir, no este fin de semana, sino el siguiente, si te parece bien.
—¡Claro! ¿Vendrá Zaira contigo?
—No. Ya la conoces, cree que su agencia inmobiliaria se irá a pique si no está ella para mantenerla a flote.
Paula suspiró. Zaira era una adicta al trabajo. Entre la agencia inmobiliaria y el edificio de apartamentos, trabajaba a todas horas y casi no se tomaba tiempo libre. De las tres, era la que estaba en una situación económica más desahogada, y a Paula siempre le sorprendía que siguiera viviendo en uno de sus apartamentos cuando podía permitirse un sitio más bonito.
—Ya, lo sé —replicó Paula con tristeza—. Si consigues convencerla de que deje el trabajo unos días, dile que estaré encantada de que venga. Me apetece mucho veros a las dos.
—Hablando de trabajo. ¿Has encontrado alguno?
—Algo parecido. He montado una oficina en casa para llevar contabilidades. Así puedo quedarme con Valentina y Felipe.
—¡Es fantástico!
—No eches las campanas al vuelo. Todavía es poca cosa. En realidad, sólo tengo un cliente, pero espero que el anuncio que puse en la revista de la semana pasada dé resultados.
—¿Por qué no hiciste lo mismo en Houston? No habrías tenido que marcharte.
Paula se quedo atónita ante la idea.
—No lo sé… —contestó pensativamente—. No se me ocurrió.
—Bueno, nunca es tarde. Siempre puedes volver a casa.
—¿Volver a Houston? —preguntó Paula  sin salir de su asombro.
—Sí. Imagínate la cantidad de clientes que puedes tener en comparación con Temptation. Houston es una mina de oro.
Paula oyó un movimiento en la puerta y vio a Pedro con el ceño fruncido. Tenía una carpeta debajo del brazo.
—Lo pensaré, pero tengo que colgar —guiñó un ojo a Pedro—. Mi cliente acaba de llegar.
—Vaya. Nos veremos dentro de un par de semanas. Ya me contaras ese idilio. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Paula colgó.
—Una llamada de Houston —le explicó a Pedro—. ¿Qué es eso? —le preguntó, señalando con la cabeza la carpeta.
Pedro, todavía con el ceño fruncido, entró en el despacho y dejó la carpeta en la mesa.
—Son las facturas de esta semana. He pensado que las querrías.
Ella abrió la carpeta y la echó una ojeada.
—Sí, gracias —Paula se dio cuenta de que él seguía con el ceño fruncido—. ¿Te pasa algo?
—No, ¿por qué lo dices? —Pedro frunció más el ceño.
Ella se rió y se golpeó la frente con un dedo.
—Se podría plantar un maizal en esas arrugas de tu frente.
Él sacudió la cabeza y se pasó una mano por las arrugas.
—Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
Paula asintió con la cabeza porque comprendió que la lluvia significaría más trabajo para él.
—Bueno, me alegro de que hayas pasado por aquí. Tengo que preguntarte una cosa —sacó un extracto de debajo de la carpeta—. ¿Qué es esto?
Pedro se inclinó sobre la mesa y volvió a fruncir el ceño.
—Es una cuenta de ahorros —contestó lacónicamente.
—Eso ya lo veo —replicó ella con cierta ironía—. Pero ¿quién es R.M. Alfonso?
—Mi hermana. Mi hermanastra —corrigió ante el gesto de sorpresa de Paula.
—Nunca me habías hablado de tu hermanastra.
Él se metió las manos en los bolsillos.
—No había venido a cuento.
—¿Dónde está? ¿Por qué te ocupas de su cuenta de ahorro?
—No sé dónde está. Se marchó hace diez años y no he vuelto a saber nada de ella.
Habrían pasado diez años, pero Paula captó la tristeza en su voz, y supo que su marcha le había dejado una cicatriz.
—¿Y la cuenta?
—Es su parte de los beneficios de la finca.
Paula se quedó boquiabierta.
—¿Le has ingresado sus beneficios durante todos estos años y no sabes dónde está?
Pedro se encogió de hombros.
—Es un dinero que le corresponde. Puede volver en cualquier momento y reclamarlo.
Paula sacudió la cabeza ante la honradez y rectitud del hombre que amaba. Estaba segura de que él ni siquiera sabía que tenía esa virtud. Se levantó, apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Ven —le pidió.
Pedro  vaciló ligeramente, pero se acercó sin dejar de fruncir el ceño.
—¿Qué quieres?
—Acércate más —le ordenó ella.
Él se inclinó un poco, y ella lo agarró de las orejas y tiró hasta que las narices se chocaron.
—Eres, sin lugar a dudas, el hombre más encantador, justo y generoso que he conocido —lo besó en los labios.
Él correspondió con un beso apasionado, pero se apartó inmediatamente y le dió la espalda. Paula se quedó perpleja por la reacción.
—Pedro, ¿qué te pasa?
Él, de espaldas y en jarras, sacudió la cabeza.
—No me pasa nada.
Paula sabía que le pasaba algo, y grave, pero no podía imaginárselo. Dio la vuelta a la mesa, se puso detrás de él y le apoyó una mano en el hombro.
—¡Pedro…!
El dio un paso hacia delante, y la mano de Paula le cayó a un costado.
—Este fin de semana me iré del pueblo —comentó él secamente—. Voy a ir a San Antonio a ver a mis hijos.
—Muy bien —susurró ella sin entender por qué había esperado tanto para decírselo—. ¿Cuándo volverás?
—El domingo. Seguramente, tarde —se dio la vuelta y la miró con frialdad—. Le pediré a Agustín que eche una ojeada a mi casa y mis tierras —volvió a mirar hacia otro lado—. Si surge algo, llámalo.
Se marchó. Paula oyó la puerta de la casa que se cerraba y sintió la primera punzada de miedo.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 29

—¿Le pasa algo? —le pregunto él.
—Nada. Ni siquiera se ha despertado.
Él suspiró y la abrazó. Ella le buscó los labios para besárselos en la oscuridad.
—Pedro…
Él, que sólo pensaba en abrazarla, le acarició el brazo hasta tornarle un pecho con la mano. Le recorrió lentamente el pezón con el pulgar. Notó que se endurecía, y el martilleo de la lluvia en el tejado era como un eco del martilleo de su corazón.
La besó con la misma intensidad que la tormenta hasta que ella no pudo respirar y se contoneó contra él. Le tomó el pezón endurecido entre los labios y se lo mordisqueó mientras le acariciaba el otro pezón con los dedos.
Ella, que le sujetaba la cara entre las manos, jadeó e inclinó la cabeza sobre la de él hasta taparla con el pelo mojado. Con cada movimiento de la lengua, ella apretaba mas las caderas contra las de él, anhelando librarse de los demonios que había desatado dentro de ella. La agarró de las caderas, la estrechó contra sí, introdujo una mano entre sus piernas y separó los labios de su hendidura.
Con la primera acometida, se arqueó debajo de él, que notó como tomaba aliento. Rápidamente, Pedro le tapó la boca con sus labios para amortiguar el grito. Ella se montó encima, y los choques de la carne contra la carne eran como un eco de la lluvia que chocaba contra el tejado. Los rayos centelleaban y los truenos retumbaban, y ella apartó los labios de los de él y se arqueó más como arrastrada por la tormenta, como si quisiera tenerlo más dentro que nunca. Un trueno estalló, y Paula estalló con él. Pedro, que no pudo contenerse más, la agarró de las caderas y se desbordó dentro de ella.
Pedro vió la cara de Paula a la luz de los rayos. Se había relajado, como todo su cuerpo. Se dejó caer suavemente sobre él, que la abrazó mientras la tormenta descargaba su ira en la noche.
 
Pedro  se despertó antes del amanecer, como de costumbre, y se pegó a la espalda de ella. Sonrió cuando Paula suspiró y contoneó las caderas contra el vientre de él. La lluvia, que era más suave, seguía tamborileando contra el techo. Sabía que tenía que marcharse antes de que los niños se despertaran. No quería tener que explicarles qué hacía en la cama de su madre, al menos por el momento.
Se apoyó en un codo, le apartó el pelo de la mejilla y le dio un beso. Ella ronroneó y se hizo un ovillo. Él sonrió, se levantó y la arropó con las sábanas. Habría preferido volver a meterse en la cama, pero hizo un esfuerzo y se vistió porque sabía que, aunque lloviera, tenía mucho trabajo por delante.
Agarró las botas, cruzó la habitación de puntillas, abrió la puerta sin hacer ruido y se volvió para mirarla. Comprendió que querría quedarse allí para siempre.
 
La lluvia seguía cayendo fuera cuando Paula, sentada detras de la mesa de su despacho, frunció el ceño ante el libro de cuentas de Pedro. Había un asiento al que no había prestado mucha atención antes. Era una cuenta bancaria a nombre de R.M. Alfonso.
Perpleja, repasó los extractos del banco hasta que encontró uno dirigido a ese nombre. Sacó las hojas del sobre. Comprobó que los números de cuenta coincidían. Eran cuatro ingresos, no cargos, y el saldo la dejó sin respiración. ¿Qué era aquello? ¿Quién era?
Rebuscó entre los extractos de años anteriores, separó los de esa cuenta y los extendió delante de ella.
Todos eran iguales. Cuatro ingresos, el pago de los intereses de cada nueva cantidad y un saldo que crecía constantemente. ¿Habría abierto una cuenta de ahorro para sus hijos? Desechó esa idea. Ya había encontrado cuentas a nombre de cada uno de sus hijos en las que probablemente ingresaba dinero para su educación. ¿Quién era R.M. Alfonso?
Sonó el teléfono y lo descolgó con la cabeza todavía en los extractos que tenía en la otra mano.
—Dígame —dijo distraídamente.
—¡Hola, Paula!
Paula soltó los extractos al oír la voz de su amiga Leighanna y se dejó caer contra el respaldo de la silla con una sonrisa en los labios.
—¡Florencia! ¡Qué alegría!
—Lo mismo digo. Zaira y yo estábamos muy preocupadas al no saber nada de ti y decidimos enterarnos.
—¿Estás con Zaira?
—No, está enseñando un piso. Ya la conoces. Trabajo, trabajo y más trabajo.
Paula se rió al pensar en su amiga, que también era la propietaria del edificio de apartamentos donde ella vivió en Houston.
—Efectivamente, así es Zaira.
—Pero te manda un beso.
—Dale otro de mi parte.
—¿Qué tal te va?
—Bien. Bueno, mejor que bien. ¡Muy bien! La casa cada vez se parece más a un hogar, y los niños están encantados.
—Pareces feliz.
Paula sonrió al captar el alivio en la voz de Florencia.
—Lo estoy —se mordió el labio al darse cuenta de que Pedro era el responsable de gran parte de esa felicidad, y no supo si contárselo—. He conocido a alguien…
—¿De verdad?
Paula estuvo a punto de soltar una carcajada ante el tono de sorpresa.
—Sí, y es maravilloso.
—¡Paula! No puedo creerme lo que estoy oyendo. ¿Quién es?
—Un vecino. Un ranchero. El hombre más amable y encantador que he conocido.
—¿Y…? —insistió Florencia.
Paula dejó caer la cabeza hacia atrás y se acordó de la noche anterior.
—Y sí, es un magnífico amante.
—¡Caray, Paula! No pierdes el tiempo… ¿Es algo serio?
Paula arrugó un poco la frente al pensar la respuesta.
—Creo que sí.
—¿Cuándo vamos a conocerlo?.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 28

Pedro no dijo nada.
Ella suspiró y le rodeó la cintura con el brazo.
—Abrázame, Pedro. Abrázame.
Paula pareció no darse cuenta de que el abrazo fue un poco indeciso y tenso. Volvió a suspirar, sus pestañas acariciaron el pecho desnudo de Pedro cuando cerró los ojos y se acurrucó contra la calidez y la fuerza del hombre que la abrazaba.
 
Pedro, agotado, se metió en la cama y se dijo que esa noche no iría a ver a Paula. Era demasiado mayor para ir todas las noches a rondarla como si fuera un adolescente con las hormonas en ebullición. Tenía más de cuarenta años y era un ranchero que se levantaba antes del alba y trabajaba hasta después del ocaso. Tenía que descansar si quería poder con las complicaciones de llevar solo un rancho. Gruñó al saber que la edad y el rancho eran unas meras excusas, y bastante malas. La verdad era que estaba asustado, como no lo había estado nunca. Paula empezaba a insinuar que le gustaría algo más permanente que unas horas de placer a escondidas. Entrecerró los ojos, miró al techo e intentó recordar las palabras exactas de la noche anterior. Algo sobre dormir y despertarse a su lado todos los días. Sin darse cuenta, se llevó la mano al corazón. Él quería exactamente lo mismo.
Una mujer, hijos, un hogar. Todo lo que Pedro había deseado siempre. Sin embargo, confió una vez en una mujer y ella le rompió el corazón y se llevó a sus hijos. Se dio la vuelta y se agarró a la almohada como había hecho muchas veces para sosegarse. Pero esa noche encontró poco sosiego y anheló el cuerpo de Paula acurrucado contra el suyo.
No le sorprendía que deseara a una mujer, era un hombre, pero le trastornaba desear a una hasta el punto de pensar sólo en ella durante todo el día. Después de que Dolores lo abandonara, se juró que no volvería a amar a nadie. ¿Amor? ¿Sería eso lo que sentía por Paula?
Fuera estaba formándose una tormenta. Una tan fuerte como la que se había formado repentinamente dentro de él. Oyó el viento que aullaba alrededor de su casa, que agitaba las ramas contra el tejado de hojalata, y sintió lo mismo en lo más profundo de sí mismo. Amor. Esas cuatro letras lo aterraban.
Sin embargo, aterrado o no, quería estar con ella, aunque sólo fuera para abrazarla. Suspiró, se levantó y se puso los vaqueros.
 
El cielo estaba completamente cubierto y no había ni luna ni estrellas que iluminaran su camino. Pedro no podía ver nada a más de un metro de distancia de la cabeza de su caballo. Los truenos retumbaban en la distancia. Olió la humedad, y supo que cuando llegara la lluvia lo haría con furia. Un rayo cruzó el cielo a suficiente distancia como para no ser amenazador, pero puso el caballo al trote. Se dijo que tenía que estar loco para lanzarse al campo cuando estaba formándose una tormenta, como si fuera un adolescente enamoradizo. Efectivamente, estaba loco, y el motivo de su locura debería estar dormido, si tenía dos dedos de frente. Otro rayo iluminó el cielo lo suficiente como para permitirle ver una figura espectral en la puerta de la cerca. Sonrió al reconocer a Paula. El viento le arremolinaba el borde de su camisón entre las piernas. Pedro se puso al galope. Al llegar a la cerca, paró el caballo y desmontó.
—¿Qué haces aquí? —preguntó a Paula.
Ella, sonriente, se inclinó sobre la cerca y le agarró la cara para darle un beso.
—Esperarte —contestó ella con el pelo agitado por el viento.
Abrió la puerta de la cerca para que Pedro pasara con el caballo. Volvió a cerrarla se agarró al brazo de él para acompañarlo.
—Temía que no vinieras por la tormenta.
—Lo habría hecho en cualquier caso —replico él, que sabía en el fondo de su corazón que era verdad—. Aunque hubiera tenido que construir un arca.
Paula se rió, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.
—¿Te importa que deje a mi caballo en el viejo cobertizo que hay junto al garaje? Lo tapara cuando llegue la lluvia.
—No, no me importa.
Fueron al cobertizo, desensillaron al caballo y siguieron hasta el porche. En el momento de pisar el primer escalón, el cielo se abrió por la mitad y descargó unas gotas de lluvia enormes que chocaron contra el techo de hojalata con gran estruendo. Se metieron en el porche entre risas y se abrazaron con regueros de gotas en las caras.
—Pedro… Me espantaba tanto la idea de que no vinieras…
—No podía quedarme —replicó él con voz ronca.
Le apartó el pelo mojado para mirarla a la cara. Su belleza casi lo deslumbró, y se preguntó, por enésima vez, qué habría visto en un ranchero viejo como él. Ella tuvo un escalofrío y la abrazó con más fuerza.
—Estás empapada. Tienes que entrar en casa, ponerte ropa seca y acostarte.
Ella lo miró a los ojos.
—Sólo si vienes conmigo —susurró.
El destello de un rayo, segundos antes de un trueno ensordecedor, permitió que él captara la avidez y la profunda seriedad de sus ojos.
—¿Estás segura?
Ella lo agarró de la mano y lo arrastró.
—Sí, estoy segura.
Abrió la puerta con un leve chirrido, y Pedro contuvo la respiración con una leve duda, pero la siguió cuando ella tiró de él. Subieron las escaleras de puntillas y, una vez arriba, Paula se metió en su dormitorio con Pedro detrás.
Un rayo iluminó todo el cielo, y el trueno retumbó en toda la casa. Se oyó un gemido, y Pedro  se quedó paralizado.
—No pasa nada —le tranquilizó Paula con un hilo de voz—. Es Valentina. Iré a ver qué le pasa mientras te quitas esa ropa mojada.
Se encontró solo en el cuarto, con la única compañía del olor de Paula. Lo inhaló y se encontró repleto de esa fragancia tan característica de ella.
Fue a la cómoda y levantó una foto. En la penumbra pudo distinguir las caras de Valentina, Felipe y Paula, que le sonreían desde dentro de un marco metálico. De fondo tenían un árbol de Navidad.
Se le encogió el corazón al preguntarse cómo sería pasar las Navidades con ellos. Ver a los niños romper los envoltorios de los regalos, desayunar tarde y volver a sentarse en el sofá con Paula para ver a los niños jugar con sus juguetes nuevos. Suspiró y volvió a dejar el marco con una repentina consciencia de lo profundos que eran sus sentimientos hacia las tres personas de la foto. ¿Qué había pasado? ¿Cuándo había abierto el corazón para que entraran esa mujer y sus hijos?
Se sentó en la cama y empezó a desabotonarse lentamente la camisa. Una vez desnudo, con la ropa mojada en un montón junto a la cama, se tapó con las sábanas, se colocó la almohada debajo de la cabeza y se dispuso a esperar.
Oyó los silenciosos pasos de Paula en el pasillo, la vio entrar y pararse para cerrar la puerta. Fue al otro lado de la cama, se quitó el camisón por encima de la cabeza, lo tiró al suelo y se metió en la cama. Con un estremecimiento, apoyó la cabeza en el hombro de él y le puso la mano sobre el corazón. Él la cubrió con la suya.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 27

—Ya… —terminó de secar el vaso—. Agustín y yo pensamos en ir a ver qué te pasaba…
A Pedro se le paró el pulso. Sabía muy bien que si hubieran ido, lo habrían encontrado en la cama con Paula. Pero no sabía por qué le importaba eso cuando era exactamente donde quería estar en ese momento.
—…pero supusimos que lo tendrías controlado —terminó Jorge.
Era imposible pasar por alto la malicia en los ojos de Jorge, y Pedro frunció el ceño.
—Estoy acostumbrado a apañarme sólo.
Jorge asintió con la cabeza, dejó el vaso y enjuagó otro.
—Ayer te vi en el pueblo con esa Chaves y sus hijos.
Pedro notó que se sonrojaba. Su relación con Paula era demasiado reciente y especial como para divulgarla.
—Necesitaba mi camioneta para llevar unas cosas que no le cabían en su furgoneta.
Jorge dejó de fregar el vaso y lo miró con los ojos bien abiertos.
—Vaya, eres un vecino ejemplar al ayudar así a una mujer soltera —se rió y siguió fregando—. Pero si necesita algo más íntimo que una camioneta, dile que se pase por aquí para ver al viejo Jorge. Estaré encantado de servirle en lo que necesite.
Pedro agarró a Jorge del cuello de la camisa antes de saber lo que iba a hacer.
—No te acerques a ella, ¿te has enterado? —soltó con los dientes muy apretados—. Si lo haces, te juro que te aplasto la cabeza.
Jorge levantó las manos en un gesto de rendición.
—Eh, amigo. No lo sabía. Tendrías que haberme avisado de que la tienes reservada.
Pedro lo empujó contra la balda de las bebidas, se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Al abrirla, se topó con Agustín.
—¡Vaya, Pedro! ¿Qué tal?
Pedro pasó de largo, soltando juramentos en voz baja. Agustín se quedó mirándolo fijamente. Vio que se montaba en la camioneta y que salía disparado. Se encogió de hombros y entró en el bar.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó a Jorge.
Jorge movió la cabeza muy expresivamente mientras sacaba una jarra para Agustín.
—Me parece que tenías razón sobre lo de Pedro esa Chaves—dejó la cerveza delante del sheriff y apoyó los brazos en la barra con expresión de haber perdido a su mejor amigo—. Le ha dado fuerte.
 
Pedro pisó a fondo el acelerador por la carretera que llevaba a su casa. Golpeó el volante con la palma de la mano. ¿Por qué había zarandeado a Jorge de esa manera? Era su amigo y no era la primera vez que oía comentarios parecidos. Era un mujeriego que buscaba siempre mujeres que pensaran como él. Además, encontrarlas nunca le había costado mucho. Tenía un aire de actor de cine y una sonrisa fácil y seductor.
Ése había sido el problema. Cuando dijo que estaría encantado de «servir» a Paula, se volvió loco ante la idea de imaginárselos juntos. La idea de que Paula pudiera estar en la cama con alguien que no fuera él, le sacaba de quicio.
«Tendrías que haberme avisado de que la tienes reservada».
Pedro se acordó de las palabras de Jorge y sintió una punzada de remordimiento por no haber dejado las cosas claras. Él no tenía reservada a Paula.
Eran amantes, pero no le pertenecía. Ninguno de los dos había prometido nada. Era dos personas solitarias que encontraban compañía y consuelo la una en la otra. No quería ninguna exclusiva. No quería otra esposa. Ya había tenido una, y cuando lo abandonó, él puso un cerrojo a su corazón.
 
—Tenemos que dejar de vernos así —gruñó Paula.
Pedro sonrió contra su mejilla mientras la movió sobre su regazo. Seguía dentro de ella y empujó un poco el balancín con la punta de la bota para que se columpiara.
—¿Qué tiene de malo?
Ella volvió a gruñir y se levantó un poco, y Pedro notó que abandonaba su húmeda calidez.
—Es… es… poco gratificante… —contestó ella con un puño contra el pecho de él.
Pedro la tomó de la cintura y estrechó sus caderas contra él.
—Bueno… Si no te ha satisfecho, podernos intentarlo otra vez…
Paula vio un brillo en sus ojos y se rió ligeramente.
—¡Eres insaciable!
Él se inclinó un poco y tomó entre los labios el pezón que tenía delante.
—Ya me lo habías dicho—susurró.
Paula le tomó la cara entre las manos y suspiró.
—Lo que quiero decir… —Paula se deleitó un instante con las sensaciones que la dominaban—. Lo que quiero decir es que estos momentos a escondidas no son suficientes.
Pedro  le soltó la cintura y separó la boca del pezón. Todavía tenía muy presente el comentario de Jorge, y le preocupó la dirección que tomaba la conversación.
—Pero… Ya lo hemos hablado —balbuceó él—. Como tú dijiste, no estaría bien que durmiera aquí cuando están los niños.
Paula e se sentó de lado sobre su regazo y apoyó la cabeza en su hombro.
—Lo sé, pero sigue siendo poco gratificante. Quiero dormirme y despertarme contigo al lado todos los días y no tener que salir y entrar a hurtadillas de la casa.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 26

Valentina daba palmadas y saltitos.
—¿Puedo montarlo? —preguntó mientras miraba al poni y a Pedro.
La última vez que prometió montarla en el poni, la serpiente de cascabel alteró tanto al poni, que Pedro pensó que no era seguro que lo montara, pero él siempre cumplía sus promesas.
—Para eso lo he traído.
Valentina se acercó más y alargó la mano hacia el poni, que seguía pacientemente al lado del caballo de Pedro. Se rió cuando el animal le pasó el aterciopelado hocico por la mano.
—¡Le gusto! —exclamó con los ojos muy abiertos mientras miraba a Pedro.
—Claro, ¿cómo no iba a gustarle? —Pedro se rió.
Ató su caballo a la valla y levantó a la niña con un brazo.
—¿Estás preparada, vaquera?
—¡Puedes estar seguro!
Pedro la sentó en la silla de montar.
—Agárrate bien a la silla mientras lo llevo un poco de la correa. Cuando te hayas acostumbrado, te dejaré que des una vuelta sola.
Valentina asintió con la cabeza y una sonrisa de oreja a oreja.
—Aunque nuestra primera parada será la puerta de la cocina para cerciorarnos de que tu madre está de acuerdo.
Valentina volvió a asentir con la cabeza y se agarró a la silla con todas sus fuerzas. Pedro la llevó por el patio.
Paula debía de estar lavando platos en el fregadero porque apareció por la puerta secándose las manos con un paño. Sonrió a Valentina y luego miró a Pedro con un tono verdoso en los ojos que él ya había visto cuando hacían el amor.
—Buenos días, Pedro —le saludó con un tono que le hirvió la sangre.
—Buenos días, Paula.
Pedro se quitó el sombrero, se embebió de ella y deseó con toda su alma que pudieran estar solos. Pero era imposible por el momento. Señaló al poni con la cabeza.
—¿Te importa que le dé una vuelta a Valentina?
Paula cruzó los brazos entre risas.
—Ya es un poco tarde, ¿no?
Pedro tuvo el detalle de sonrojarse.
—Todavía puedo bajarla. Sólo tienes que decírmelo.
—¿Y destrozarla? —Paula sacudió la cabeza—. No. Puede montar.
—Daremos una vuelta por el patio y el camino para ver cómo se maneja. ¿Estarás por aquí cuando volvamos?
La sonrisa de Paula fue como una oleada de placer por todo su cuerpo.
—Sí, estaré por aquí.
Él asintió con la cabeza y se llevó el poni a través del patio. Al verlos, Paula agarró con fuerza el paño, suspiró y se sentó en el último escalón del porche.
Después de lo que tuvo que sufrir con Martín, nunca pensó que volvería a enamorarse. Sin embargo, cada día sentía algo más fuerte por Pedro. Si no era amor, se parecía mucho.
Eso era lo que la asustaba. No estaba segura de poder confiar plenamente en un hombre otra vez. Vio que Pedro daba instrucciones a Valentina y que ella lo atendía con mucho interés. Era bueno con sus hijos y para sus hijos. Además, los dos lo respetaban y lo apreciaban, lo cual era muy importante para ella. Sería un padre maravilloso. Estaba segura de eso. Se acordó del pánico que le entró cuando creyó que Martín se había llevado a sus hijos. También se acordó de lo que él dijo cuando le contó que los niños volverían el domingo. Dijo que seguramente podrían sobrevivir ese tiempo sin ellos, en plural, como si él fuera a echarlos de menos tanto como ella. Si eso no demostraba que los quería, no sabía qué podría hacerlo.
Los vio dar la vuelta y dirigirse hacia ella otra vez. Disfrutaba con el mero placer de verlo moverse. Era alto, de espaldas anchas, tenía unos andares lentos y elegantes y levantaba una polvareda con cada paso. Tiraba de la correa que dirigía al poni, no quitaba los ojos de Valentina, apoyaba una mano en su pierna y la animaba y aconsejaba mientras ella sujetaba las riendas. De vez en cuando miraba hacia el porche, y Paula sentía que las entrañas la abrasaban. Llevaban casi una semana como amantes, y aún así bastaba una mirada de él para encenderla. Cuando completaron un círculo completo, Pedro dirigió al poni hacia el porche.
—¿Crees que puedes ir tú sola? —le preguntó a Valentina.
Ella asintió vigorosamente con la cabeza.
—Acuérdate de que mandas tú. Tira de la rienda derecha para torcer a la derecha, de la izquierda para ir a la izquierda, y tira suavemente de las dos mientras dices «sooo» para pararlo.
—Me acordaré —contestó ella, ansiosa por ir por su cuenta.
—Muy bien, vaquera. Es todo tuyo.
Paula notó que los nervios se le ponían en tensión ante la idea de que su hija tuviera que dirigir al poni, pero se mordió la lengua. Pedro sabía lo que hacía y no haría nada que pudiera perjudicar a Valentina.
Él se sentó al lado de ella y le puso una mano en la rodilla con el codo entre las piernas. Vieron a Valentina rodar una vuelta entera y volver por donde había ido.
—Tiene mucho talento natural —dijo él con una sonrisa orgullosa.
—No sé si tiene talento natural, pero estoy segura de que se lo está pasando de maravilla —replicó Dulce mientras tomaba la mano de él y la apretaba—. Me acuerdo de cuando era una niña y soñaba con tener un caballo. Pedía uno todas las Navidades a Santa Claus, y cuando por la mañana saltaba de la cama para asomarme a la ventana, siempre lloraba al ver el patio vacío.
Pedro la miró con unos ojos rebosantes de compasión por aquella niña y sus sueños.
—Lo siento…
Paula se rió, le revolvió el pelo con la mano y le dio un beso muy fugaz.
—No lo sientas. Santa Claus hacía bien. El patio de una casa en Houston no es un sitio adecuado para un caballo.
Pedro frunció los labios y señaló con la cabeza a Valentina.
—Ella ya tiene uno durante el tiempo que quiera. Puedes tenerlo aquí o en mis tierras. Cuando quiera montarlo, sólo tiene que darme un grito.
—¿Y su madre? —le preguntó Paula, apretando el hombro contra el de él—. ¿qué tiene que hacer si quiere algo?
Pedro la miró a los ojos, y el corazón le dio un vuelco por lo que vio en ellos. Sonrió y apretó el muslo contra el de ella.
—Eso depende de lo que quiera.
 
Pedro estaba acodado en la barra del End of the Road con una jarra de cerveza en la mano. No se había refugiado allí para escapar del calor del día, sino de Paula. Sólo con pensar en ella, el cuerpo se le ponía como un horno, y sofocar ese calor era cada vez más complicado por los niños. Los adoraba, pero era casi imposible encontrar un momento de soledad para darle siquiera un beso. Suspiró, levantó la jarra y por lo menos sofocó la sed. Jorge, que estaba secando vasos a unos metros de allí, oyó el suspiro.
—Te echamos de menos el viernes pasado…
Pedro hizo una mueca. Había estado tan ocupado con Paula, que ni siquiera se había acordado de la partida de póquer que jugaba todos los primeros viernes de mes en el bar de Jorge.
—Tenía una vaca enferma —masculló, Jorge arqueó una ceja y sonrió. Conocía muy bien a su amigo y sabía cuándo le contaba un cuento.

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 25

—Es curioso, ¿verdad?—comentó con la voz queda—.Jamás le engañé durante todos los años que estuvimos casados, y él me engañaba cada vez que podía. Sin embargo, me llama zorra a mí.
Pedro la abrazó.
—No eres una zorra, Paula. No permitas que te haga creerlo. Eres una señora de los pies a la cabeza.
 
Pedro no podía quitarse de la cabeza el insulto, la maldita palabra le dabas vueltas en la cabeza, lo desesperaba porque sabía que él la había inspirado. No podía dormir. Se levantó, ensilló el caballo y cabalgó hacia casa de Paula a la luz de la luna. Sabía que estaría dormida, pero quería sentirla cerca. No quería verla ni hablar con ella, sólo estar cerca de ella.
Como había supuesto, la casa estaba a oscuras. Desmontó y ató las riendas a la valla. La cruzó y fue hasta la casa para mirar hacia la ventana del cuarto de Paula.
La ventana estaba abierta y el visillo se ondulaba con la ligera brisa. Sabía que la cama estaba al lado de la ventana. Cerró los ojos y se la imaginó dormida, como había dormido dos noches antes con él, con la mano debajo de la almohada y su trasero desnudo contra su vientre. Suspiró y abrió los ojos. Vio una sombra que se agarraba al visillo.
—¿Pedro…? —susurró ella…
—Sí. Soy yo —contestó él con cierto bochorno.
—¿Qué haces aquí?
—No podía dormir.
—Yo tampoco. Espera un minuto, ahora bajo.
El pulso se le aceleró. Subió los escalones del porche y se paró cuando la puerta se abrió y se cerró muy silenciosamente. Ella se dirigió hacia él como un espectro a la luz de la luna, alargó las manos y le tomó la cara.
—Abrázame —susurró ella—. Por favor, abrázame.
Pedro la tomó entre los brazos y se balanceó levemente. Ella le puso la mano en el corazón con un suspiro.
—Te he echado de memos —susurró Paula.
—Yo también te he echado de menos.
Ella se rió suavemente y frotó la cara contra el pecho de él.
—¿Cuánto tiempo hemos estado separados? ¿Tres horas? ¿Cuatro?
—Toda una vida.
—¿Tan largo te ha parecido? —preguntó ella con una mirada encandilada.
—Eso como mínimo. No podía dormir porque quería tenerte en la cama conmigo.
Ella volvió a estrecharse contra su pecho y apoyó la mejilla donde había estado la mano.
—Yo también.
—Paula…
Ella lo miró y captó la esperanza en sus ojos.
—No podemos —replicó ella con tono de lamento—. Los chicos. No sabría cómo explicarles tu presencia en mi cama por la mañana.
El dejó caer la cabeza porque sabía que tenía razón. Ella le apoyó un dedo en la barbilla y se la levantó.
—Hay otras posibilidades.
Lo agarró de la mano y lo llevó por el porche a un costado de la casa, donde había instalado el balancín que había encontrado en la buhardilla. Lo sentó, se levantó el camisón y se puso a horcajadas encima de él. A él le resultó dolorosamente evidente que no llevaba nada debajo.
—Paula… ¿Qué haces?
Ella le cerró los labios con un dedo y luego lo sustituyó con sus labios. Se llevó la mano al primer botón del camisón. Cuando él comprendió lo que se proponía, gimió y posó una mano en la de ella hasta que destaparon un pecho. Le acarició el pezón hasta que se endureció. Paula echó la cabeza hacia atrás, se arqueó y ronroneó con una oleada de sensaciones por todo el cuerpo.
Pedro le tomo el pezón entre los dientes, le pasó la punta de le lengua en círculos y empezó a soltarse los botones del vaquero.
—Pedro… —le tomó la cara entre las manos y notó la tensión de las mandíbulas—. Es maravilloso.
Esas palabras lo inflamaron. Con el pecho todavía en la boca, pasó la mano entre sus piernas. Ella se contoneó, presionó el pecho más contra su boca y se abrió a él. Él recorrió con el dedo la húmeda hendidura con una caricia delicada y enloquecedora.
Ella lo agarró de los hombros y le clavó las uñas.
—Pedro…
Balanceó las caderas contra la mano de él. Pedro, sin embargo, siguió con la caricia delicada mientras con la otra mano se bajaba más el pantalón. El balancín se movía a su ritmo, como si los apremiara a hacer el amor.
Pedro notó los primeros estremecimientos de ella, y supo que estaba cerca del clímax. Contuvo el aliento, la levantó y volvió a bajarla hasta que descansó sobre el extremo de su erección. La agarró de las caderas y entró plenamente.
—Ahora, Paula—susurró él con la voz ronca—. ¡Ahora!
Ella arqueó la espalda por la acometida, hundió los dedos en su espalda y jadeó su nombre cuando se desbordaron a la vez. Dejó caer la cabeza, apoyó la barbilla en la cabeza de Pedro  y tomó aliento. La tensión fue disipándose lentamente de su cuerpo.
—Creo que ya puedo… dormir —dijo ella entrecortadamente antes de besarlo en los labios—. ¿Y tú?