—¿Tienes hambre? —preguntó Paula sin volverse.
Pedro se limitó a reír.
—Me refiero a si quieres comida —Paula se volvió con el cuchillo en la mano.
—¿Qué estás haciendo?
—Todavía no lo sé. Pensaba en tortillas griegas, pero no sabía si te gustaba el queso feta.
—Me encanta —dijo él, acercándose para darle un beso de buenos días.
En la tabla vió un pimiento verde ya cortado y orégano fresco.
—Deja que te ayude —se ofreció.
A modo de respuesta, Paula le pasó un cuchillo y mientras ella batía unos huevos, él cortó unos tomates y unas aceitunas.
—¿Qué es lo que más te gusta de cocinar? —preguntó Paula a la vez que echaba los huevos a la sartén.
—Usar los cuchillos —Pedro sonrió, poniendo cara de loco y blandiendo el cuchillo en el aire.
—Además de eso —dijo ella, riendo.
Pedro se puso serio.
—La ciencia. El hecho de que juntes A y B y obtengas C.
Paula ladeó la cabeza y comentó:
—Pueden darse muchas variables.
—Sí, pero son controlables. Por ejemplo, si cuentas con buenos ingredientes, es difícil que el resultado sea malo.
—Eso es verdad.
—¿Y qué es lo que te gusta a tí?
—Lo mismo que me gusta de ser estilista: La creatividad.
—Arte en un plato.
—Exactamente —dijo Paula, sonriendo.
—Muy bien, Picasso —Pedro señaló con el cuchillo la sartén—. Enséñame tu última creación.
Desayunaron en el salón a la vez que intercambiaban anécdotas sobre sus escuelas de cocina y descubrieron que, con algunos años de diferencia, habían tenido un par de profesores en común. Después Pedro ayudó a Paula a recoger, y como ya era casi mediodía, decidió contarle su idea para que tuviera tiempo de pensársela. Ella le proporcionó la excusa perfecta al preguntarle:
—¿Estás nervioso por mañana?
El concurso iba a comenzar finalmente, aunque seguían sin saber cómo iban a resolver la ausencia de Paula.
—Más que nervioso, expectante.
Paula le guiñó el ojo.
—Esa es una buena actitud.
—De hecho, estaba pensando… —Pedro terminó de doblar un trapo de cocina y lo colgó del asa del horno. Carraspeó— que no estaría mal hacer una exploración.
—¿De qué tipo?
—A mi futuro lugar de trabajo —dijo Pedro con una sonrisa entre pícara y provocadora.
—¿Estás pensando en ir al Chesterfield?
—¡Qué chica tan lista! —bromeó Pedro.
—¿Para qué?
—Hace tiempo que no voy.
—¿Solo por eso?
—No —admitió Pedro—. ¿Qué te parece? ¿Te apuntas?
Paula retrasó la respuesta, secando con deliberada lentitud la tabla de cortar. Pero cuando Finn creyó que le daría una respuesta negativa, se volvió sonriente y dijo:
—Te advierto que mi padre me amenazó con echarme por la fuerza si volvía. ¿Estás seguro de que quieres que vaya? —rio en tensión antes de añadir— : Puede que verte conmigo te convierta en su enemigo. Mi padre es así.
—Estoy dispuesto a arriesgarme —dijo Pedro, que ya había considerado esa posibilidad.
—Si es así, iré contigo.
Antes de que Pedro fuera a su casa para cambiarse de ropa, quedaron a las tres de la tarde delante del Chesterfield.
Paula recorría la acera arriba y abajo mientras esperaba a Pedro. No porque él se retrasara, sino porque ella llegó antes. Estaba nerviosa y le sudaban las manos. Aunque su padre había dejado claro lo que pensaba cuando anunció que su hija estaba muerta para él, seguía albergando una débil esperanza de que algún día cambiara de idea. No podía dejar de pensar en Finn y en su afectuosa y cálida familia. Con tener una mínima parte de algo así, ella se daría por satisfecha.
—¡Paula! —la llamó Pedro, bajando de un taxi.
Paula sonrió y se relajó parcialmente hasta que vió cómo iba vestido. Llevaba pantalones caquis y una camisa remangada. Estaba guapísimo, pero el Chesterfield exigía chaqueta y corbata.
—Te has olvidado de un pequeño detalle —dijo ella, indicándole la ropa con la mirada.
Él dejó escapar una exclamación.
—Tendremos que darnos prisa —dijo, tomando a Paula de la mano y caminando hacia Saks, en la Quinta Avenida.
—¿Vamos a ir de compras? —preguntó Paula, incrédula.
Pedro le abrió la puerta de la tienda.
—Perdona, las mujeres van de compras. Los hombres, compran. Son dos cosas distintas.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora mismo lo verás.
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