martes, 7 de noviembre de 2023

Rivales: Capítulo 18

Pedro no estaba seguro de poder aceptar sus excusas. Había sido víctimas de demasiadas mentiras en el pasado.


—¿Has pensado que el fin justifica los medios?


—Algo así. Pero se ve que estaba equivocada sobre muchas cosas, sobre todo cualquiera que implique a mi padre —Paula rozó el brazo de Pedro con los dedos, pero éste percibió el contacto como si se los hubiera clavado—. Lo siento.


Él asintió, todavía a la defensiva.


—¿Por qué lo has hecho? No es de mi incumbencia, pero siento curiosidad.


—¿Por qué entré en el concurso?


—Sí. Sabías que serías descubierta antes o después. Luis Chesterfield es tu padre, ¿Por qué…?


—La pregunta del millón —dijo Paula con una forzada sonrisa. Y no contestó.


Pedro metió la mano en el bolsillo y contó el cambio que le había quedado después de comprar un café por la mañana.


—Tengo seis dólares y alguna moneda. Solo me da para un café y un cantucco de macadamia y arándano.


Paula parpadeó antes de esbozar una sonrisa.


—¿Estás invitándome a un café?


—No.


Abortando la sonrisa, Paula dió media vuelta. Pedro la sujetó por el brazo.


—Eres tú quien debería invitarme a un café.


—¿Por qué? —preguntó ella, ladeando la cabeza.


Qué buena pregunta. En lugar de decir que la encontraba atractiva y que quería pasar un rato más con ella, Pedro le dió una respuesta puramente lógica.


—Porque yo pagué la última vez.


—¿Vamos al Isadora?


—¿Dónde, si no?


Paula había planeado volver a casa y ahogar sus penas con un baño caliente y un par de copas de vino, pero un café con un hombre atractivo le resultaba mucho más tentador. Tener que pagar era una nimiedad. Media hora más tarde estaban sentados en la misma mesa que habían ocupado hacía dos semanas, y les atendía la misma camarera. Había retrasado su respuesta todo ese tiempo.


—Supongo que sigues esperando a saber por qué entré en el concurso.


—Así es.


—Primero tengo que ponerte en antecedentes. Como habrás notado, mi padre y yo no tenemos una relación idílica.


Pedro asintió.


—¿Ha sido siempre así?


—Nunca ha sido tan mala como ahora. Más que una hija siempre he sido una masa que quería moldear a su gusto.


—Y tú te has rebelado.


Paula asintió.


—Papá me introdujo en las técnicas culinarias antes de que pudiera andar. Para los cuatro años, sabía distinguir entre sellar y saltear. Hice mi primera bechamel a los seis —el tono de Paula se hizo amargo—. Mi padre dijo que era demasiado sólida, la tiró y me la hizo repetir tres veces hasta que quedó a su gusto.


—¡Qué barbaridad!


—No es fácil complacerlo.


Los recuerdos hicieron que Paula frunciera el ceño. Mientras otros niños aprendían a montar en bicicleta o jugaban en el parque con sus amigos, ella estaba en la cocina; la de su casa o la del restaurante. No recordaba haberse ganado jamás una felicitación sin matices. Todo halago era matizado por las críticas. «El cerdo está bien sazonado y asado a la perfección, pero las porciones son pequeñas y el emplatado, vulgar», había sido el comentario que le había hecho cuando ella, a los doce años, le había preparado una cena sorpresa por el Día del Padre. No era de extrañar que Pedro enarcara las cejas y preguntara, desconcertado: 


—Y aun así, has elaborado un plan rocambolesco para poder trabajar en su cocina.

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