—Está bien. Pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó Pedro, que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa.
—Que me dejes prepararte antes una cena.
Para Paula representaba la manera de darle las gracias y de presumir de habilidades culinarias en un ambiente relajado. La opinión que Pedro se forjara de su cocina le importaba mucho. Cuando ya estaban hechos todos los preparativos, tuvo tiempo de ducharse y arreglarse justo antes de que sonara el telefonillo de la puerta principal. Ella salió a esperarlo a la puerta mientras él subía las escaleras. Cuando llegó al rellano anterior y la vió, la miró detenidamente, esbozando una sonrisa. Se había puesto una falda y un top de seda. No solía usar falda porque en su trabajo tenía que agacharse e incluso gatear a menudo, pero le gustaba vestirse elegante de vez en cuando y ponerse tacones. Sus amigas siempre le decían que tenía unas buenas piernas, de tobillos finos y pantorrillas bien torneadas gracias al ejercicio. La mirada de aprobación de Pedro pareció confirmarlo.
—Está usted muy guapa, señorita Dunham —dijo él al llegar a lo alto de la escalera.
—Lo mismo digo —contestó Paula.
Pedro se había afeitado y llevaba el cabello peinado hacia atrás. Con unos pantalones negros y una camisa blanca abierta en el cuello, tenía un aspecto tan delicioso como el sorbete de melón que ella había preparado de postre. Le dió la botella de vino que había insistido en llevar y, tomándole el rostro entre las manos le dio un beso que le puso la carne de gallina.
—¿A qué se debe eso? —preguntó Paula, sin aliento.
—Es una forma de agradecerte la cena.
—Pero si todavía no hemos comido —dijo Paula, aturdida.
—Ya, pero quería hacerlo de todas formas —Pedro sonrió y ella sintió que se le aceleraba el corazón.
Una vez dentro, Pedro olfateó el aire.
—Huele deliciosamente. ¿Estragón? —preguntó.
Paula asintió y esperó. Como buen chef, Pedro querría adivinar los ingredientes por sí mismo.
—Eneldo.
—Sí.
—Limón y ajo.
—Ajá.
—¡Has hecho salmón!
—Con una costra de hierbas aromáticas, judías verdes blanqueadas y salteadas con limón y aceite de oliva.
Pedro hizo los correspondientes sonidos de aprobación. Entraron en la cocina, que era más pequeña de lo que a Lara le habría gustado, pero grande en comparación con los tamaños estándar en Nueva York. Tenía todo lo necesario para un chef: Seis fogones, una buena superficie de trabajo y un gran frigorífico.
—Muy agradable —comentó Pedro.
—Gracias. Es la única habitación en la que he hecho obra desde que la compré, hace dos años. El cuarto de baño es un horror, pero tengo mis prioridades.
—Te entiendo. ¿Quieres que abra el vino?
—Sí, gracias. El sacacorchos está en el primer cajón, y tengo un decantador en el armario de arriba, junto a las copas.
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