Pedro Alfonso contempló el Mediterráneo con el corazón en un puño. Sus brillantes aguas azules le causaron un dolor que llevaba años intentando esquivar. Era consciente de que nunca había amado la preciosa Sicilia como se merecía; pero ¿Cómo la iba a amar si estaba ligada a un montón de recuerdos amargos? Unos recuerdos de los que huía constantemente, sin demasiado éxito. Fuera a donde fuera, el pasado iba con él. Y no era de extrañar, porque aquella isla le había enseñado lo que significaba la pobreza y el hambre. Cuando no caminaba por sus calles con zapatillas deportivas de segunda mano, caminaba descalzo. Pero ya no era un niño de ropas harapientas, sino un hombre rico. Además de su casa de San Francisco y de varias propiedades repartidas por medio mundo, tenía un castillo en España, un viñedo en la Toscana, un piso en París y hasta un río en Islandia, para pescar cuando le apetecía. Tenía coches, aviones, todo lo que el dinero pudiera comprar. Su negocio inmobiliario iba viento en popa, y destinaba parte de los beneficios a una fundación de ayuda a la infancia, de ayuda a los niños abandonados, de ayuda a los niños como él.
Las ventajas de ser rico eran indiscutibles, y también lo eran en lo tocante a las mujeres. Mujeres preciosas, refinadas, elegantes, tantas como quisiera. Ellas le ofrecían sus favores y él les daba sus habilidades como amante, su aguda inteligencia y, por supuesto, su cuenta bancaria. Lo único que no les podía dar era amor, porque su corazón ya no tenía espacio para eso. En teoría, debería haber sido un hombre feliz. Sus amigos lo envidiaban tanto como sus enemigos, y él les dejaba creer que su vida era sencillamente perfecta. Pero, de vez en cuando, volvía a sentir el dolor que llevaba en su interior, una enorme e inquietante nube negra que cubría el cielo con su amenaza de tormenta. Cuando pasaba eso, tenía la sensación de que nunca lo podría superar. Y, a veces, se alegraba de ello, porque los recuerdos que le dolían tanto le ayudaban a saber lo que quería y algo igualmente importante: Lo que no quería. Por supuesto, ese saber lo había transformado en un hombre que algunas personas consideraban insensible, pero su opinión le importaba muy poco. Había llegado el momento de abrazar su libertad y brindar por ella. Decidido, Pedro apartó la vista del mar y alzó una mano para llamar la atención del camarero que esperaba a su espalda. El entierro había terminado y, con él, la inevitable introspección que conllevaba. Era hora de seguir adelante.
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