martes, 13 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 5

Al cabo de un rato, le empezó a preocupar la posibilidad de que se aburriera con ella. No parecía aburrido, pero ¿Cómo podía estar segura, si nunca había estado en ese tipo de situación? Él era un hombre de mundo y ella, una simple chica de provincias, cuyos temas de conversación no eran particularmente interesantes. Quizá había llegado el momento de marcharse.


–Supongo que debería irme –anunció.


–No lo dice con mucho convencimiento –comentó Pedro, entrecerrando los ojos–. Además, casi no ha probado la comida.


Paula miró el plato y pensó que tenía razón. Todo estaba muy bueno, pero se sentía incapaz de tomar otro bocado. El potente carisma de su acompañante la desequilibraba de tal manera que no podía ni tragar. Y, aunque siempre había sido una mujer cautelosa, estaba tan encantada con sus atenciones que no se reconocía a sí misma. Pedro había pedido que les sirvieran la comida en la playa, en una de las mesas con sombrilla. Paula se alegró mucho, porque se pudo quitar las zapatillas deportivas y los calcetines y poner los pies en la arena mientras contemplaba al ejército de camareros que se afanaban por atenderlos. Fue la experiencia más lujosa que había tenido en sus veintiocho años de existencia y, para su sorpresa, también fue una de las más relajadas. Aterrada ante la idea de decir o hacer algo poco elegante, se dedicó a observar las reacciones de él para no meter la pata. Sin embargo, resultó ser un hombre sencillo, que no se comportaba como el típico multimillonario. En lugar de pedir langosta o vieiras, pidió unas tradicionales berenjenas con queso y salsa de tomate, y las devoró con la camisa remangada, como habría hecho cualquier trabajador.


–Ni siquiera sabía que hubiera berenjenas en la carta –comentó ella.


–Porque no las hay –replicó él–, aunque siempre las preparan cuando vengo. Saben que me gustan mucho.


–¿Y eso? ¿Era uno de los platos que le preparaba su madre cuando era niño?


–No –dijo Pedro–. Mi madre no cocinaba.


Su tono de voz sonó tan frío que Paula se arrepintió de habérselo preguntado, y optó por relajar el ambiente con una serie de preguntas inocentes sobre su vida. Pedro le contó cosas que hasta las cotillas del pueblo desconocían. Le dijo que había sido camarero en los Estados Unidos y que un día, al oír que su jefe se quejaba sobre las dificultades de hacer transferencias internacionales, decidió inventar una aplicación de telefonía móvil que solucionara el problema.


–¿Así como así? –preguntó ella, sorprendida.


–Sí, así como así. Gané una verdadera fortuna.


–¿Y qué hizo después?


–Bueno, diversifiqué mi cartera de inversiones y me dediqué a comprar propiedades inmobiliarias y centros comerciales. Hasta adquirí una compañía de jets privados para llevar a pasajeros ricos por todo el Caribe.


Pedro siguió hablando y le contó que, cuando tuvo más dinero del que podría gastar en cien vidas, creó una fundación para niños abandonados y le puso su nombre. Pero parecía más interesado en saber de ella, y se interesó por su trabajo. En contestación, Paula se puso a hablar de la sastrería de su madre, aunque tuvo la sensación de que la miraba como si fuera un animal raro o, quizá, una curiosidad sociológica de otros tiempos. 


–¿No ha salido nunca de Sicilia? –preguntó él al cabo de un rato.


–Estuve a punto de salir el año pasado –respondió ella, algo a la defensiva–. Tenía que ir a Florida para asistir a la boda de mi prima, pero…


–¿Pero?


–Mi madre se puso enferma, y me pidió que me quedara.


–Y no estaba tan enferma, ¿Verdad? –dijo Pedro.


–No, no lo estaba. Pero… ¿Cómo lo ha sabido?


Él soltó una carcajada.


–No hace falta ser un genio para adivinar que su madre la manipuló. Son cosas de la condición humana.


Paula guardó silencio. Para entonces, ya se habían tomado los cafés y, como tenía miedo de estar alargando innecesariamente la velada, se puso los calcetines y las zapatillas deportivas y dijo:


–Será mejor que me marche.


–Una vez más, lo dice como si no se quisiera ir –replicó Pedro, que pidió la cuenta al camarero–. ¿Tiene algo especial que hacer?


Paula, que le había ofrecido una visión idílica del pueblo mientras le hablaba de su trabajo, se estremeció. ¿Qué habría pensado el famoso multimillonario si hubiera sabido la verdad? Volver al pueblo no era volver a un lugar maravilloso, sino a las exigencias de su madre y a las telas baratas que debía convertir en faldas, camisetas y vestidos; era volver a la máquina de coser, a la soledad y al silencio, interrumpido de vez en cuando por las campanas de la iglesia. Pero ¿Por qué tenía que volver?


–No, a decir verdad, no –contestó, dominada por un súbito sentimiento de rebeldía–. Aunque me esperan para cenar, claro.


–Claro –repitió él, dejando unos billetes sobre la cuenta–. Y dígame, ¿Qué habría hecho esta tarde si no se hubiera encontrado conmigo?


Paula lo pensó un momento. Habría ido a su cala preferida, con la esperanza de que no hubiera nadie y, tras nadar lo suficiente para cansarse, se habría quitado el bañador y se habría tumbado a tomar el sol. Pero no estaba dispuesta a confesarle eso, de modo que se limitó a decir:


–Habría ido a nadar.


Él echó un vistazo a su alrededor.


–¿A nadar? ¿Aquí?

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