–¿Le gusta?
–¿Que si me gusta? Desde luego que sí.
Los jardines dieron paso a una imponente mansión que se alzaba entre palmeras. Había macizos de flores por todas partes, y en la distancia se veía una piscina. Cuando bajaron del coche y se dirigieron a la entrada, salió a recibirlos la que debía de ser el ama de llaves, una mujer de mirada intensa y ropa negra que los saludó con una sonrisa. Al verla, Paula se sintió aliviada. No era de Caltarina, así que no podría reconocerla.
–Carla, ¿Podría llevarnos café a la piscina? –dijo él, antes de girarse hacia Paula–. Acompáñeme, por favor. Le diré dónde puede cambiarse.
Paula lo siguió por los jardines, esforzándose por admirarlos, pero no le interesaban ni la vegetación ni las estatuas que adornaban el lugar, sino los anchos hombros de Pedro, su fluida y segura forma de caminar y los negros rizos de su cabello, que deseó acariciar. Irradiaba energía y poder. Justo entonces, se dio cuenta de que se había puesto en una situación potencialmente peligrosa y, cuando llegaron a la piscina de horizonte infinito, cuyas vistas quitaban el aliento, la miró como si no tuviera ningún interés. Se había quedado a solas con un desconocido, y en su casa. Pero no sintió miedo alguno. Por algún motivo, confiaba en él.
–Puede cambiarse ahí –dijo Pedro, señalando un edificio que parecía un chalet suizo–. Vuelvo enseguida. Voy a ponerme algo más fresco.
Paula se alegró de quedarse a solas, porque necesitaba recuperar el aplomo. Sin embargo, su breve alivio se esfumó segundos después, al entrar en el edificio y mirarse en un espejo de cuerpo entero. Estaba acalorada, ruborizada, claramente nerviosa. Y eso no era lo peor, como tuvo ocasión de comprobar cuando se quitó la ropa y el sujetador y se bajó las braguitas: también estaba húmeda. Pero ¿Por qué la desconcertaba tanto? El hecho de que fuera virgen no significaba que no pudiera reconocer los síntomas de la excitación sexual. Tras reírse de sí misma, abrió la mochila, sacó el bañador, se lo puso y se volvió a mirar en el espejo. Desgraciadamente, la escueta prenda de color azul enfatizaba sus curvas de tal manera que se le cayó el alma a los pies. ¿Qué estaba haciendo allí? Respiró hondo y salió del chalet. Pedro no había regresado, pero el ama de llaves había dejado un servicio de café en una de las mesitas. Decidida a darse un chapuzón y marcharse cuanto antes, se acercó a la piscina, metió un pie para comprobar la temperatura y se lanzó. El agua estaba maravillosamente fresca, y calmó un poco sus nervios; por lo menos, hasta que salió a la superficie y vio a Salvatore en bañador, lo cual provocó que se le endurecieran los pezones. Se maldijo para sus adentros. ¿Por qué reaccionaba así ante el simple hecho de que se hubiera puesto un bañador? ¿Qué esperaba, que se bañara con el traje negro que había llevado en el entierro de José Cardinelli? Una vez más, se repitió que debía salir disparada de aquel sitio. Sus estúpidas fantasías se estaban rebelando contra ella. Debía volver al pueblo, a su casa, a su mundo. Pero ni hizo ademán de marcharse ni apartó la vista de él. Era el hombre más atractivo que había visto nunca. Su moreno y escultural cuerpo brillaba al sol y, por si eso fuera poco abrumador, aquel maravilloso tipo de hombros anchos, caderas estrechas y piernas musculosas la estaba mirando. Se pasó la lengua por los labios, incapaz de controlarse. Luego, se ruborizó y empezó a nadar de nuevo, con la esperanza de que el agua la volviera a tranquilizar. Pero esa vez no surtió el mismo efecto; en parte, porque Pedro se metió en la piscina por la zona menos profunda y, tras sumergirse un momento, se puso en pie y le ofreció una vista sublime de su pecho desnudo, por el que resbalaban gotas como diamantes. Paula lo deseó de un modo absolutamente primario, como si todas las células de su cuerpo quisieran sentir el contacto de su piel. Y, a pesar de su absoluta falta de experiencia, supo que solo podía hacer una cosa para satisfacer su hambre. Pero… ¿La quería hacer? La respuesta llegó un segundo más tarde, cuando clavó la vista en sus ojos. Sí, claro que sí. Ya no le importaba lo demás. Ni siquiera se preguntó si Pedro se había puesto tenso porque había adivinado lo que estaba pensando o porque había visto que los pezones se le habían endurecido. Se sentía como si una fuerza exterior hubiera tomado el control de su cuerpo, una fuerza sencillamente irresistible.
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