Nada impedía que se subiera a la limusina y se marchara sin mirar atrás. Pero, por otro lado, Pedro era demasiado consciente del daño que las habladurías podían causar. Los pueblos pequeños podían ser muy problemáticos. La gente se apresuraba a juzgar a los demás; sobre todo, tratándose de mujeres. Y, si le daba la espalda, sería como arrojarla a los leones.
–Paula, nunca has estado fuera de tu país, y los Estados Unidos no se parecen en nada a Sicilia –alegó–. No sé si podrías soportar el choque cultural. Y, para empeorar las cosas, ni siquiera hablas inglés.
–Por supuesto que lo hablo.
–¿Ah, sí? ¿Y hasta qué punto lo entiendes? –dijo él con escepticismo–. Cualquiera puede preguntar la hora o pedir indicaciones sobre la forma de llegar a una estación de ferrocarril, pero, si eso es lo único que sabes, no sobrevivirás.
Paula alzó la barbilla en un gesto de desafío.
–Si no te fías de mí, ¿Por qué no me pones a prueba? ¿Quieres asegurarte de que soy capaz de defenderme en inglés? ¿De que no confundo la pronunciación de flower y flour o de angry y hungry?
Pedro estuvo a punto de soltar una carcajada y tomarla entre sus brazos, porque su expresión desafiante reavivó el recuerdo de la noche anterior. De repente, volvió a ver sus curvas morenas contra las sábanas blancas. De repente, volvió a ver sus muslos separados, invitándolo a penetrarla. Y hasta volvió a sentir la dulce tensión de sus músculos internos cuando entró en ella con la mayor erección de su vida.
–¿Dónde has aprendido esas cosas? –se interesó.
–En el pueblo. Estudié inglés en el colegio, gracias a una profesora británica que se enamoró de un camarero siciliano y se quedó en Caltarina. Estaba empeñada en que lo habláramos a la perfección. Decía que nos podía ser muy útil.
–Y, por lo visto, también te enseñó otras cosas.
–¿Otras cosas? ¿A qué te refieres?
–A aprovecharte de un hombre para huir de una situación que te disgusta.
Paula lo miró con asombro.
–¿Crees que me acosté contigo para que me llevaras a los Estados Unidos? –dijo, sintiéndose profundamente insultada–. ¿Lo crees de verdad?
Él se encogió de hombros.
–¿Quién sabe? La gente es capaz de hacer cualquier cosa por conseguir un permiso de trabajo en mi patria adoptiva.
Paula pensó que Pedro se había enfadado porque se consideraba irresistible, y se lo habría sentido bastante menos si se hubiera acostado con él por otros motivos. Pero lo que pensara de ella carecía de importancia. Le podía proporcionar un asiento en su avión y un lugar donde vivir temporalmente. Y no era mucho pedir.
–¿Me ayudarás? ¿Me llevarás contigo?
Él guardó un breve silencio y, a continuación, miró la hora con la desesperación de un condenado a muerte.
–Mi avión sale dentro de sesenta minutos. Te puedes quedar unas cuantas semanas en mi propiedad, pero no más. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –respondió ella.
Pedro la miró con una frialdad apabullante, y Paula se preguntó por qué parecía repentinamente su enemigo.
–Entonces, sube al coche.
Paula no había estado nunca en un aeródromo privado y, por supuesto, tampoco la habían tratado como si fuera de la realeza. Pero, en cuanto se bajaron de la limusina, el personal del avión se arremolinó a su alrededor como luciérnagas en una noche de verano, aunque la miraban como si no se pudieran creer que Pedro Alfonso viajara con ella.
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