El sol se acababa de ocultar cuando Pedro salió a la azotea. Estaba preocupado. Lo había estado toda la tarde, desde que llegó a la oficina y se encontró con sus empleados, quienes se sorprendieron al verlo allí tras un viaje tan largo. Pero su sorpresa era comprensible. Normalmente, se habría quedado en casa y se habría dado un baño en la piscina o habría hecho ejercicio para relajarse un poco. Sin embargo, aquella vez era distinta. Tenía miedo de toparse con Paula y volver a caer en la tentación que lo había empujado a hacerle el amor durante el vuelo, a pesar de que estaba decidido a refrenarse. Había permitido que su belleza siciliana se convirtiera en un problema. Se le había metido en la cabeza, y sospechaba que nunca podría olvidar sus apasionadas encuentros amorosos. A pesar de ello, tardó unos momentos en distinguir la silueta de Paula, quien estaba recostada en un diván, disfrutando de las vistas de San Francisco. Parecía relajada, pero la tensión de sus hombros indicaba lo contrario. Tenía el aire expectante de una persona que estaba esperando a alguien. Y ese alguien era él. Justo entonces, ella se giró como si le hubiera oído y, tras dedicarle una mirada afectuosa, cambió rápidamente de actitud y fingió que solo estaba vagamente interesada en su presencia.
–Ah, Pedro… Ya has vuelto –dijo.
Su suave acento de Sicilia le desconcertó tanto como siempre. ¿Sería porque le recordaba su pasado, el hogar del que había huido en cuanto pudo? Quizá, aunque el simple hecho de tener lazos comunes complicaba más su relación. Era como si lo hubiera hechizado y ya no fuera capaz de controlar sus emociones. Paula se levantó del diván y, cuando su rizada melena oscura cayó sobre sus hombros, Salvatore sintió algo completamente nuevo. La deseaba, sí, eso era indiscutible. Y, desde luego, admiraba su belleza. Pero había otra cosa, un trasfondo inquietante que le puso en guardia, como diciéndole: «No te acostumbres nunca a ella, no permitas que sea consciente del poder que tiene sobre tí».
–Sí, he vuelto –replicó, pasándose un dedo por el cuello de la camisa–. ¿Qué tal estás? ¿Gerardo te lo ha enseñado todo?
–Sí, todo. Y el chalet es encantador.
En ese instante, apareció una mujer gruesa que se dirigió a él en inglés. Pedro habló brevemente con ella y añadió:
–Cenaremos en cuanto estés preparada, Carmen.
–Por supuesto, signor Alfonso.
Pedro sirvió dos copas de vino blanco de Piamonte y le dió una a Paula, pero apenas lo probó. De hecho, sostenía la copa como si hubiera olvidado que la tenía, con una expresión de fragilidad que le llegó al corazón. A fin de cuentas, había pasado por lo mismo que ella cuando se marchó de Sicilia. Se había visto entre mansiones de multimillonarios y se había sentido completamente fuera de lugar.
–Bueno, ¿Te has divertido algo durante mi ausencia? –preguntó, dedicándole una sonrisa de ánimo.
Paula asintió.
–He escrito a mi madre para decirle que he llegado bien, y he empezado a buscar trabajo por Internet… Empresas que necesitan gente para coser cojines o hacer cortinas. Ese tipo de cosas –contestó.
–¿Eso es lo que quieres hacer? –se interesó Pedro, frunciendo el ceño–. ¿Ese es tu sueño?
Ella se encogió de hombros.
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