jueves, 22 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 18

Aquel día, Paula tenía el aspecto de una flor que se acabara de abrir, y lo tenía a pesar de haber dormido muy poco. El sueño los había esquivado mientras yacían juntos en la cama, haciendo el amor o, sencillamente, mirándose. Todo era tan erótico que, cuando la rosada luz del alba iluminó sus cuerpos, Pedro se quedó extasiado con detalles menores como el tono moreno de su piel, algo más claro que el suyo. Empezaba a entender que nunca se hubiera acostado con una siciliana. Eran demasiado peligrosas. Justo entonces, ella alzó la cabeza y entreabrió la boca, recordándole lo que había sentido cuando cerró los labios sobre su erección. Y ella debió de notar que su respiración se había acelerado, porque se le endurecieron los pezones bajo el algodón del vestido. Incómodo, volvió a mirar el ordenador; pero, por muchas cartas que intentara escribir o muchos mensajes que intentara leer, las palabras insistían en difuminarse contra el fondo de la pantalla y, cuando ella cruzó las piernas, le pareció el acto más voluptuoso que había contemplado en toda su vida. Estaba desesperado. Hiciera lo que hiciera, no dejaba de pensar en pasar las manos por la sedosa piel de sus muslos o en penetrarla de nuevo. La había tomado varias veces a lo largo de la noche, y cada vez le había parecido más dulce que la anterior; en parte, porque Lina se entregaba por completo y lo cubría de besos cuando llegaba al orgasmo, como si quisiera darle las gracias. ¿Serían todas las vírgenes tan agradecidas como ella? Pedro no se lo quería preguntar, pero no dejaba de preguntárselo. Y, al final, se cansó de la creciente tensión sexual que había entre ellos y dijo, intentando romperla:


–¿Qué tal van tus nervios de pasajera primeriza? ¿Ya te has acostumbrado a volar? ¿Estás más tranquila?


Paula tragó saliva y apoyó una mano en la revista que estaba leyendo. ¿Más tranquila? ¿Le estaba tomando el pelo? Quizá le asustaran los aviones, pero ese temor palidecía ante el temor a su propio deseo, que apenas podía controlar. ¿Sería consciente Pedro de que sus pechos se ponían más duros cuando la miraba? ¿Se habría dado cuenta de que las braguitas se le humedecían? Esperaba que no, y se maldecía a sí misma una y otra vez por pensar en esos términos. A fin de cuentas, no tenía sentido. Su breve relación sexual era cosa del pasado. Pedro se había convertido en una especie de mentor para ella.


–Sí, gracias, me siento algo mejor –respondió, haciendo un esfuerzo por que lo pareciera–. Creo que me estoy acostumbrando a volar. De momento, no hemos tenido turbulencias, y las nubes que se ven por la ventanilla son preciosas.


Él la miró con intensidad.


–¿Tienes hambre?


Paula sacudió la cabeza, asombrada con el carácter artificioso de su conversación. Parecían estar hablando de cosas sin importancia, pero tenían un trasfondo muy diferente.


–No, no mucha.


–¿Cansada, entonces? Los viajes largos son agotadores –observó él–. Por suerte, hay un par de habitaciones al fondo. Quizá quieras descansar. El dormitorio de la derecha es más silencioso que el otro. Deberías probarlo.


–Buena idea.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad, pensando que le acababa de dar la excusa perfecta para alejarse de él y del inquietante efecto que tenía sobre sus sentidos. Hasta creyó que lo había dicho para quitársela de encima y poder hablar con alguna mujer de San Francisco, deseoso de tener otra aventura. E incluso se recordó que no debía sentirse mal por eso. Al fin y al cabo, Pedro no le había hecho ninguna promesa. No le había ofrecido ningún futuro. Y a ella le había parecido bien. 

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