jueves, 8 de junio de 2023

Tentación: Capítulo 1

 -¿Se puede saber qué estás haciendo, Paula?


Paula, que se estaba poniendo una camiseta de algodón, tragó saliva y se giró para mirar a la mujer que acababa de entrar en el dormitorio. Su madre tenía la fea costumbre de entrar sin llamar y, como tantas veces, ella deseó que cambiara de actitud. Pero desear eso era como desear la luna y las estrellas, algo absurdo.


–Me estoy arreglando –respondió, cepillándose su rizado cabello oscuro–. Me voy a dar una vuelta.


–¿Vestida así?


Paula frunció el ceño. Su madre tenía un sentido del decoro verdaderamente exagerado, pero no se había puesto nada que la pudiera ofender. Ni la camiseta ni los pantalones vaqueros, que había parcheado la semana anterior con unos restos de tela, podían explicar el tono agresivo de su voz. De hecho, los vaqueros eran bastante menos cortos de lo que dictaba la moda. Casi no enseñaba carne.


–¡Se supone que estás de luto!


Paula estuvo a punto de protestar. Ni siquiera había conocido al muerto. Había ido al entierro, sí, pero solo porque eso era lo que hacían los habitantes de Caltarina, el pequeño pueblo siciliano donde llevaba toda la vida.


–Ya lo han enterrado, mamá –replicó, decidida a no discutir con ella–. Hasta Pedro Alfonso se ha ido.


Paula lo sabía muy bien. Lo había visto pasar esa misma mañana, subido en su brillante limusina, y se había preguntado si lo volvería a ver. Pero ¿Por qué le importaba tanto? La respuesta era evidente: Le importaba porque cada vez que la miraba, se sentía viva. El ahijado del difunto tenía esa habilidad. Conseguía que las mujeres se derritieran por el simple procedimiento de clavar en ellas sus ojos azules. Y estaba tan lejos de ser una excepción que esperaba con ansiedad sus visitas al pueblo. Eran una promesa de futuro, como las fiestas por llegar.


–Ah, sí, Pedro Alfonso–dijo su madre, sacudiendo la cabeza–. En los viejos tiempos, se habría quedado una semana para presentar sus respetos a los vecinos. Pero supongo que su fama y su riqueza son más importantes para él que sus raíces sicilianas.


Paula no estaba de acuerdo con su madre, pero se lo calló porque no la habría escuchado. Se creía en posesión de la verdad. Había enviudado muy joven y, con el paso del tiempo, se había convertido en una amargada que tenía el extraño don de conseguir que su única hija se sintiera culpable de todo.


–Olvídalo, mamá. Han pasado muchas cosas, y yo necesito un respiro.


–¡Vaya! ¡Otra vez la vieja de veintiocho años! Cuando yo tenía tu edad, nunca estaba cansada. Llevaba el negocio sin ayuda de nadie, y nunca necesité un respiro –dijo su madre con sorna–. Además, deberías quedarte aquí. Hay mucho que hacer.


Paula pensó que siempre había cosas que hacer. Se levantaba al alba y trabajaba todo el día en el pequeño negocio familiar, cosiendo faldas y vestidos baratos que luego vendían en alguno de los muchos mercados de la isla. Y siempre sin un mísero agradecimiento de la mujer que la había traído al mundo. Pero tampoco esperaba que le diera las gracias. Se había acostumbrado a obedecer, incluso antes de que su padre muriera y la dejara sola con una mujer cargada de ira, y Paula aceptaba su destino porque eso era lo que hacían las chicas como ella: Trabajar duro, obedecer a sus padres sin rechistar, comportarse de forma respetable y buscarse un marido con quien tener un hijo, repitiendo una y otra vez la misma historia. 

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