–Naturalmente, signor Alfonso. Uno de sus empleados llamó por teléfono para avisarnos, así que ya está preparado –le informó el mayordomo–. ¿Desea que enseñe la propiedad a la señorita?
–Si no es mucha molestia… –replicó Pedro, que sacó el móvil y se giró hacia Paula–. Discúlpame, pero tengo que trabajar. Gerardo responderá a cualquier duda que tengas. Nos volveremos a ver a la hora de cenar, en la azotea. Siempre cenamos a las ocho.
–Gracias.
Él se marchó entonces, y Paula se preguntó qué podía decir a un hombre de aspecto tan intimidatorio como el mayordomo. Aunque ya se estaba acostumbrando al silencio, porque Pedro casi no le había dirigido la palabra en varias horas. Era como si su última experiencia erótica los hubiera separado un poco más. De hecho, la había tratado con el mismo educado distanciamiento que dedicaba a la azafata del avión. Y ella se había concentrado en la revista por no pensar en la dulce tensión de sus pezones, con los que él se había dado un festín. Gerardo le enseñó la propiedad y le dió todo tipo de explicaciones, mientras ella intentaba acostumbrarse a la idea de que un sitio tan grande fuera de una sola persona. La enorme cocina no daba a un comedor, sino a dos, uno de los cuales tenía un ascensor con paredes de cristal; en la planta baja había un cine privado y varias salas con obras de arte y, en el exterior, una piscina gigantesca. Todo el edificio era una preciosidad de muebles tan elegantes como modernos, con zonas de descanso y montones de plantas. Pero la azotea fue lo que más le gustó, porque tenía unas vistas impresionantes de la bahía, Alcatraz incluido.
–Es un lugar bellísimo –dijo ella, algo abrumada–. ¿Lleva mucho tiempo trabajando para Pedro?
–Cinco años –respondió el mayordomo–. Nos conocimos en Inglaterra, en la mansión de mi anterior jefe, y he estado con él desde entonces. El signor Alfonso es un hombre que inspira lealtad a sus empleados.
–¿Cuántos empleados tiene?
–¿En la casa?
–Sí.
–Descontándome a mí, tiene un cocinero a tiempo completo y una mujer que nos ayuda cuando come en casa, Carmen. El resto son jardineros, conductores y las personas que se encargan de la limpieza… Lo típico.
Paula asintió, aunque a ella no le parecía precisamente típico.
–¿Necesita saber algo más, señorita Chaves?
–No, me ha sido de gran ayuda. Gracias, Gerardo. Y, por favor, llámeme Paula.
Gerardo no dijo nada al respecto, pero le indicó que lo siguiera y la acompañó hasta una casita rodeada de árboles.
Cuando se quedó a solas, Paula se acercó a una de las ventanas y contempló el paisaje mientras pensaba que aquello era surrealista. Y lo era de verdad, sin duda alguna. Había pasado de vivir en un pueblo de Sicilia a vivir en la mansión de un multimillonario, con un mayordomo a su entera disposición. Sin embargo, eso no lo convertía en su hogar. Ni era su casa ni tenía sitio en la vida de su anfitrión, a quien se había entregado otra vez en el avión, incapaz de refrenarse. No podía hacer otra cosa cuando estaba con él. Pedro tenía la fuerza de una riada, y la dulce energía de sus aguas la desbordaba constantemente. Si quería sobrevivir, tendría que encontrar la forma de resistirse a sus encantos. Tras deshacer el equipaje, se dió una larga ducha, se cepilló el cabello y se dispuso a escribir a su madre. No se habían separado de la mejor manera posible, pero necesitaba saber que su hija había llegado sana y salva a los Estados Unidos. Sacó entonces su viejo ordenador, lo encendió y se concentró en la brillante pantalla. Y durante un rato, se olvidó de Pedro Alfonso y del precioso cielo de California.
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