–Ahórrate las lamentaciones, Paula –replicó, negándose a que lo tomara por una especie de víctima–. No te lo he contado porque quiera tu simpatía.
–Entonces, ¿Por qué me lo has dicho?
–Quizá, para que sepas por qué soy el hombre que soy, para que entiendas que estoy hablando en serio cuando afirmo que no quiero relaciones serias – contestó Pedro–. Puede que ahora me entiendas.
–¿Y qué debo entender? ¿Que no confías en las mujeres?
Él volvió a sacudir la cabeza.
–No, que conozco mis propias limitaciones –dijo–. No tengo ni la capacidad ni el deseo de amar. Siempre he sido así.
El móvil de Pedro sonó en ese momento, y él contestó rápidamente, aliviado por la interrupción. Luego, habló con la persona que le había llamado, cortó la comunicación y dijo, clavando la vista en sus grandes ojos oscuros:
–Tengo que solucionar un asunto, y me acostaré en cuanto termine. Pero tú te puedes quedar tanto como quieras. Si necesitas algo, pídeselo a Carmen.
–No, gracias. Yo también me voy a acostar –replicó ella, levantándose de la mesa con un grácil movimiento–. ¿Podrías enseñarme el camino? Este sitio es tan grande que tengo miedo de perderme.
Lo último que Salvatore quería era acompañarla al pequeño chalet; especialmente, bajo la seductora luz de la luna. No necesitaba que lo animaran mucho para imaginarse dentro de ella, haciéndole el amor. Pero, por muy peligrosa que fuera la petición de Paula, se sintió en la necesidad de acompañarla. De lo contrario, habría sido tanto como admitir que era incapaz de resistirse a la tentación. Mientras caminaban, guardó silencio e intentó concentrarse en algo distinto a la falda de su vestido y la maravillosa forma de sus nalgas. Y lo consiguió hasta que llegaron a la puerta del chalet, donde su aroma floral y los negros rizos que le caían sobre los senos lo excitaron de tal manera que estuvo a punto de sucumbir. Tomarla entre sus brazos habría sido muy fácil. Besarla habría sido muy fácil. A pesar de todo lo que había dicho, empezó a comprender que resistirse a Paula no iba a ser tan sencillo. Pensándolo bien, ¿Qué le impedía cambiar de opinión? ¿Por qué no podía desdecirse y entregarse a la atracción física más potente que había sentido nunca? ¿Qué sentido tenía que se negaran lo que ambos deseaban? Pedro tragó saliva y se dijo que quizá más tarde, cuando estuviera seguro de que ella había asumido los límites de su relación. Si volvían a hacer el amor, sería con sus condiciones, dejando bien claro que él estaba al mando y que solo podían ser amigos. Además, necesitaba demostrarse que no la necesitaba. Pero, hasta entonces también necesitaba otra cosa: ofrecerle alguna diversión que no fuera él.
–Mañana tengo que ir a una fiesta de una de las organizaciones benéficas que financio –le informó–. ¿Quieres venir conmigo?
–¿Como tu acompañante?
–¿Por qué no? Tendrás ocasión de conocer a más gente. Los contactos vienen bien cuando se está buscando trabajo. Y quién sabe, puede que te ofrezcan algo más interesante que coser colchas y cortinas, algo más cercano a tus deseos. Al fin y al cabo, ¿no has viajado a los Estados Unidos por eso?
–Sí, por supuesto que sí, pero…
–¿Pero?
Ella se miró el vestido.
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