Pedro entrecerró los ojos y admiró a la preciosidad morena de ropa negra y pelo revuelto, encantado de encontrar a alguien que lo sacara de sus sombríos pensamientos. Tenía la clase de curvas que habrían llamado la atención de cualquiera, y unos labios de aspecto sencillamente delicioso. Pero ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Lo habría seguido? No le habría extrañado, porque le pasaba con cierta frecuencia. De hecho, le pasaba mucho. Las mujeres lo seguían de forma descarada y sin timidez alguna, algo que no le terminaba de gustar. Puestos a elegir, prefería ser él quien diera el primer paso. Además, tampoco se podía decir que fuera del tipo de mujer con el que estaba acostumbrado a relacionarse. De hecho, ni su indumentaria ni el polvoriento casco de moto que llevaba en la mano encajaban con el ambiente del local, bastante chic. Pero los grandes rizos de su lustroso y brillante pelo, el exquisito aspecto de sus exuberantes senos y la curva de sus ondulantes caderas despertaron el interés de él. A pesar de ello, dudó un momento antes de hacerle el gesto para que se acercara. No formaba parte de su mundo. Era una siciliana normal y corriente, que no se parecía nada a las esbeltas y refinadas criaturas de su círculo de San Francisco, siempre obsesionadas con mantener un peso absurdamente bajo en su opinión. Pero había tenido la amabilidad de presentarle sus respetos durante el entierro, y estaba obligado a ser cortés.
–Signor Alfonso… –dijo ella con evidente nerviosismo, y algo ruborizada–. Espero no molestarle. Nos vimos en el entierro de su padrino.
Pedro lo recordaba perfectamente. Había tenido que inclinar la cabeza para oírla mejor, porque su voz era tan dulce y melódica y sus condolencias sonaron tan sinceras que, para su sorpresa, se emocionó. No era la primera vez que se emocionaba desde que le dieron la noticia del fallecimiento de José Cardinelli, pero se quedó perplejo de todas formas. A fin de cuentas, no era un hombre que se emocionara con facilidad. Se enorgullecía de su aplomo y su distanciamiento emocional, y no dejaba de repetirse que Pablo había salido ganando con su muerte, porque había dejado de sufrir. Sin embargo, la actitud de Pedro también tenía un fondo de desapego. Aunque estaba profundamente agradecido al difunto, cuya generosidad le había permitido dejar Sicilia y estirar sus alas, nunca lo había querido de verdad. No había querido a nadie desde que su madre lo había rechazado.
–Le acompaño en el sentimiento –continuó la voluptuosa morena.
–Grazie. Ahora descansa en paz, libre al fin de la larga enfermedad que padeció –replicó él, admirando sus labios–. ¿Ha venido con alguien?
Ella sacudió la cabeza.
–No, no. He venido sola, por simple capricho.
–Entonces, ¿Me permite que la invite a una copa? –preguntó Pedro, señalando el taburete vacío que estaba a su lado–. ¿O desaprueba que esté aquí, disfrutando de la vida en un chiringuito de playa, cuando solo ha pasado un día desde el entierro de mi padrino?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
–Yo no juzgo a los demás –afirmó Paula, que se sentó en el taburete y dejó el casco en la barra–. Supongo que dice eso porque la gente estaba murmurando cuando llevaron el ataúd al cementerio, pero siempre hacen lo mismo. El mundo es así.
Pedro volvió a entrecerrar los ojos. Sus palabras estaban cargadas de sabiduría, pero le pareció bastante joven, y se preguntó cuántos años tendría porque le pareció más sensato que dedicarse a admirar sus piernas. ¿Veintiséis? ¿Veintisiete? Quizá algo más.
–En muchos sentidos, la muerte de mi padrino ha sido un alivio –le confesó él, clavando la vista en sus oscuros ojos marrones–. ¿Sabe que estuvo en coma diez años? No veía, no hablaba y seguramente no oía nada de lo que le decían.
Ella asintió.
–Sí, ya lo sé. Una de mis amigas trabajó de enfermera del señor Cardinelli… Fue una de las que usted contrató –dijo Paula–. En Caltarina le están agradecidos por no habérselo llevado a un hospital de la ciudad; sobre todo, teniendo en cuenta que usted no vive aquí. Pero todos saben que le visitaba con frecuencia, algo difícil para un hombre tan ocupado. Se nota que es una buena persona.
Pedro se puso tenso, porque no estaba acostumbrado a que lo halagaran, salvedad hecha de sus amantes. Desde luego, recibía aplausos por sus éxitos profesionales y por su labor filantrópica, pero nunca eran cumplidos de carácter personal. Eso era nuevo.
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